El
brazo fuera de la cama.
El brazo se
extiende fuera de la cama con movimientos trepidantes. El codo se hunde apenas
en el costado del colchón llevando al cuerpo un poco hacia adelante. No lo
resiste o no está a gusto o no quiere; el cuerpo vuelve a recostarse. El hueco
sobre el colchón desaparece y vuelve a su planitud original. Hay un estado de
recuperada calma mientras por la ventana pueden notarse los cargados nubarrones,
y llegan murmullos de viento y graznidos de aves augures que anuncian tormenta
antes del anochecer.
Es en el
remanso de la primera tarde cuando el brazo que cuelga dormido en una
indiferencia de la que despierta en un desconcierto de sábanas enredadas y
viscerales vacíos; el cuerpo responde, estirando ese brazo mantenido fielmente
fuera de la cama. La mano prosigue la transmisión del movimiento alargando los
dedos todo lo posible, hasta que las uñas denotan un temblor previsible, igual
al del viento que se apresta a una tempestad, al de las nubes inquietas de
lluvia; Esos dedos completan el esfuerzo de toda la extremidad que sostiene la
mano, y de todo el cuerpo, en definitiva de toda la unánime voluntad del ser
por alcanzar vaya a saberse qué propósito asible o inasible que lo impulsa sin
disminuir la tensión un solo instante.
Se oye un
ronco murmurar de la voz del paciente, o el graznido de otra ave augur o los
resortes de esa vieja cama hospitalaria o sencillamente el viento y el crujir
de las ramas de algún árbol de los muchos que rodean el sanatorio. Entre
canteros, carteles que piden silencio y ese silencio clínico con aroma a
aldehído y lavandina.
Apáticas
falanges prosiguen su trabajosa traslación hacia las invisibles longitudes que
las separan de la pared distante. Dudosamente esa mano busque algo más que el
vacío en que se mueve e inquieta; busca algo en medio de ese vacío, en medio
del éter o dentro de él; algo tangible en términos que sólo la mano entiende, o
el brazo que la dirige o la voluntad que ejecuta acciones más allá de lo
conjeturable.
Sólo cuando la noche haya avanzado lo suficiente, encapotando de negro los techos del sanatorio y sólo médicos de guardia semi adormecidos vigilen los pasillos y las salas y la torva mansedumbre del hospicio no se extrañe de sí misma más de lo habitual, esa mano tendida será alcanzada por el roce de otra mano y al fin se relajará y dejará caer el brazo y la voluntad que lo ha sostenido exhale un último aliento y mientras tanto allá afuera se desata una tranquila lluvia.