Los vecinos de al lado no son para nada peculiares. Sé, aunque no me hable con ellos, lo que harán durante el transcurso del mundial de fútbol. Porque lo he visto al patriarca, con su panza cervecera, deduzco sus acciones. Gritará frente al televisor, rodeado de botellas, puesto que, de otra manera, mirar partidos es aburridísimo. Los hijos, cuyos rostros se asemejan a un nabo, imitarán las morisquetas, pero guardando cierta distancia. Eso de gritar es para los que saben, y papá, el gordo forro de papá, sabe mucho sobre fútbol. La madre, ancha luego de tres partos, tendrá un gesto de abstracción, y mientras el gordo marido destapa una y otra birra fría, pensará en cuánto se gastaron para esa fiesta en la que la verdadera estrella es la eterna caja boba.
El entretiempo es una pauta publicitaria de quince minutos
que sólo se interrumpe con la arenga del relator. Si se puede, se compra más
cerveza, sino, al menos alcanza para ir a mear. Los chicos se aburren, salen a
jugar, pero van a entrar cada tanto para ver si el equipo marcó una anotación…
y así la cosa se va convirtiendo en un circo de flojas actuaciones, en donde no
importa el resultado, sólo el momento que, cuanto más patético, mejor parece
resultarles.
Pasados los primeros partidos, la situación se vuelve una
costumbre. La gente suele preguntarse entre sí cosas como “¿Con quién lo ves?”,
en donde ese “lo” significa “el partido”, como si se tratara de una celebración.
Es casi la misma frase que se utiliza para referirse a las festividades
navideñas y de año nuevo (que asco, vienen juntas) “¿Con quién la pasas?”, “¿En
dónde la pasan?” Pasar, sí, como pasar una píldora horrible que precisa mucha
agua para deslizarse por la garganta. Pasar, porque no significa nada más que transitar
un momento angustioso, obvio, costumbrista, en fin… La fase siguiente del
torneo implica reuniones, porque el mandato de ver la televisión se vuelve
insostenible. La pizza, único elemento al que no desprecio en esta maraña, es
el convite de los idiotas que se reúnen a ver fútbol. “¿Hacemo’ unas pizza’?”, “¿Pedimo’
una pisa?”, así lo pronuncian, es un código. Si alguien se animara a pronunciar
bien las palabras, estaría diciendo otra cosa. El fervor de la reunión hace que
todos estén dispuestos a poner dinero, el que sea, para sostener aquella fiesta
de nada a la que los invitaron los medios de comunicación, empresas y gobiernos
de todo el mundo haciéndoles creer que se trataba de religión, cultura o lo que
fuera. Y el tonto asiste, cumple, otorga.
Todo acaba muy pronto; el preludio ha sido mucho más extenso
que el acto en sí. El resultado de la competición poco importa, se ha cumplido
un mandato, se ha hecho lo que hay que hacer. Ya vendrán más partidos de
fútbol, más padres inflados con gas, rellenos de grasa cervecera; más “mamis
futboleras”, de esas que no alcanzan el orgasmo y se conforman con el celular
mientras oyen al marido roncando; más niños vestidos como entrenadores o
estrellas de fútbol en plena acción, con las piernas flacas como alambre y el
corte de pelo del momento, emulando, de nuevo, a un jugador de fútbol. MÁS,
MUCHO MÁS…
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