Prestá atención, Gabriela. Él te pidió el destornillador Phillips. Y te pidió que te apures por que se hace de noche y cortó la luz para arreglar no sabés qué cosa en el patio. Miralo allá, en el fondo del parque, recortado en la penumbra de las siete de la tarde. Está con una mano en esa caja de la pared, toda llena de cables, y en la otra tiene la linterna. Te acordás de que hay algunas herramientas en el cajón del mueble del comedor. Pero te das cuenta de que vas a necesitar una vela. ¿Dónde quedaron las velas? En la alacena de la cocina. No se ve nada, apenas entra un poco de luz, pero la cocina te la acordás bien. Ahora, con la vela haciendo equilibrio en un platito, te metés despacio en la oscuri-dad aceitosa del comedor, hasta llegar al mueble. Entonces revolvés. Un destornillador, te dijo, y pensás que ese es fácil. Te apurás y revolvés haciendo sonar todo en el cajón. Los ves todos iguales y pensás “la puta madre”. Como no estás segura de cuál es el que quiere le preguntás con un grito. “Es el de la crucecita”, te dice. Crucecita chiquita, pensás. Te acordás de cómo te costó. Te acordás de que no había una que te viniera bien. Que si era de madera, decías que no iba a aguantar mucho y entonces el barniz tenía que ser de buena calidad. Que si era de metal, para vos tenía que ser, obviamente, inoxidable porque el hierro pintado es cache. Pero el inoxidable era más caro. Que si era de mármol, muy solemne y pensabas que él se merecía algo más alegre. Y siempre terminás dándote cuenta de que a Javier no le costó un carajo y te preguntás ¿cómo hizo? Caés en la cuenta de que dejó que eligieras todo vos, que te encargaras de todo y él solo se limitó a pagar. Entonces sentís que es un cómodo hijo de puta. Ahí te das cuenta de que la que se fumó la angustia, la bronca, la impotencia, fuiste vos. Y que lo de las crucecitas fue lo de menos. Te acordás de cuando estabas internada en la clínica. Cuando no te decían por qué no te lo traían y el boludo no se movía de al lado tuyo y decía que los médicos sabían lo que estaban haciendo, que te quedaras tranquila. Hoy sentís aquel mismo agujero entre el ombligo y la concha. Un vacío. Vos querías que él puteara a los gritos en el pasillo de la clínica, que golpeara puertas. Que pidiera explicaciones. Que agarrara del cuello a un médico. Y él, en lugar de eso, estaba con el celular, mandando mensajitos y fotos y selfies pelotudas. Y siempre te preguntás lo mismo: ¿Qué habría pasado si él hubiese movido el culo? Pensás que a lo mejor estaría acá, ahora, ayudándote con el destornillador este de mierda. Porque como buen varón, él sí sabría cuál es el Phillips. O creés que tal vez habrían demostrado que fue una mala praxis y podrías habértelas agarrado con ellos. Y que la guita sería lo de menos, pero el culpable existiría y podrías odiarlos a ellos todos los días. No como ahora que es una media tinta insoportable en la que querés que este tarado te abrace y te contenga, y a la vez querés que se muera y que te lo cambien por tu hijo. Te apurás porque te grita que se está acalambrando. Ya te gritó dos veces. Pensás que ahora sí tiene fuerzas para gritar. Justo cuando vos lo estás ayudando. ¿Dónde se vió? De la bronca que tenés los ves a todos iguales.Te parece que no ves ninguno con crucecita, pero al final sí, lo encontrás. Es este. Ahora querés salir corriendo para dárselo, para mostrarle que sos una chica buena y que podés ayudarlo en las cosas que solo él entiende. Pero no. Lo ves en el fondo, con las dos manos en la caja sosteniendo andá saber qué cosa. La cabeza hacia adelante, las piernas hacia atrás. Con la oscuridad no se le ve la cara, pero por su grito debe estar cansado. ¿Y? ¿Cómo se siente estar vulnerable y depender de la ayuda de otro? Ya con el destornillador en la mano, agarrás el platito con la vela, y te vas hacia la puerta de entrada, justo dónde está la caja con las llaves que le dan luz, a toda la casa.
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