Un pez negro derribando atrocidades
un pez negro verdaderamente atroz
un pez negro en tus ojos el pez negro
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Un pez negro derribando atrocidades
un pez negro verdaderamente atroz
un pez negro en tus ojos el pez negro
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A
Peter Brook
Pensándolo
después —en la calle, en un tren, cruzando campos— todo eso hubiera parecido
absurdo, pero un teatro no es más que un pacto con el absurdo, su ejercicio
eficaz y lujoso. A Rice, que se aburría en un Londres otoñal de fin de semana y
que había entrado al Aldwych sin mirar demasiado el programa, el primer acto de
la pieza le pareció sobre todo mediocre; el absurdo empezó en el intervalo
cuando el hombre de gris se acercó a su butaca y lo invitó cortésmente, con una
voz casi inaudible, a que lo acompañara entre bastidores. Sin demasiada
sorpresa pensó que la dirección del teatro debía estar haciendo una encuesta,
alguna vaga investigación con fines publicitarios. «Si se trata de una
opinión», dijo Rice, «el primer acto me parece flojo, y la iluminación, por
ejemplo…». El hombre de gris asintió amablemente pero su mano seguía indicando
una salida lateral, y Rice entendió que debía levantarse y acompañarlo sin
hacerse rogar. «Hubiera preferido una taza de té», pensó mientras bajaba unos
peldaños que daban a un pasillo lateral y se dejaba conducir entre distraído y
molesto. Casi de golpe se encontró frente a un bastidor que representaba una
biblioteca burguesa; dos hombres que parecían aburrirse lo saludaron como si su
visita hubiera estado prevista e incluso descontada. «Desde luego usted se
presta admirablemente», dijo el más alto de los dos. El otro hombre inclinó la
cabeza, con un aire de mudo. «No tenemos mucho tiempo», dijo el hombre alto,
«pero trataré de explicarle su papel en dos palabras». Hablaba mecánicamente,
casi como si prescindiera de la presencia real de Rice y se limitara a cumplir
una monótona consigna. «No entiendo», dijo Rice dando un paso atrás. «Casi es
mejor», dijo el hombre alto. «En estos casos el análisis es más bien una desventaja;
verá que apenas se acostumbre a los reflectores empezará a divertirse. Usted ya
conoce el primer acto; ya sé, no le gustó. A nadie le gusta. Es a partir de
ahora que la pieza puede ponerse mejor. Depende, claro». «Ojalá mejore», dijo
Rice que creía haber entendido mal, «pero en todo caso ya es tiempo de que me
vuelva a la sala». Como había dado otro paso atrás no lo sorprendió demasiado
la blanda resistencia del hombre de gris, que murmuraba una excusa sin
apartarse. «Parecería que no nos entendemos», dijo el hombre alto, «y es una
lástima porque faltan apenas cuatro minutos para el segundo acto. Le ruego que
me escuche atentamente. Usted es Howell, el marido de Eva. Ya ha visto que Eva
engaña a Howell con Michael, y que probablemente Howell se ha dado cuenta
aunque prefiere callar por razones que no están todavía claras. No se mueva por
favor, es simplemente una peluca». Pero la admonición parecía casi inútil
porque el hombre de gris y el hombre mudo lo habían tomado de los brazos, y una
muchacha alta y flaca que había aparecido bruscamente le estaba calzando algo
tibio en la cabeza. «Ustedes no querrán que yo me ponga a gritar y arme un
escándalo en el teatro», dijo Rice tratando de dominar el temblor de su voz. El
hombre alto se encogió de hombros. «Usted no haría eso», dijo cansadamente.
«Sería tan poco elegante… No, estoy seguro de que no haría eso. Además la
peluca le queda perfectamente, usted tiene tipo de pelirrojo». Sabiendo que no
debía decir eso, Rice dijo: «Pero yo no soy un actor». Todos, hasta la
muchacha, sonrieron alentándolo. «Precisamente», dijo el hombre alto. «Usted se
da muy bien cuenta de la diferencia. Usted no es un actor, usted es Howell.
Cuando salga a escena, Eva estará en el salón escribiendo una carta a Michael.
Usted fingirá no darse cuenta de que ella esconde el papel y disimula su
turbación. A partir de ese momento haga lo que quiera. Los anteojos, Ruth».
«¿Lo que quiera?», dijo Rice, tratando sordamente de liberar sus brazos,
mientras Ruth le ajustaba unos anteojos con montura de carey. «Sí, de eso se
trata», dijo desganadamente el hombre alto, y Rice tuvo como una sospecha de
que estaba harto de repetir las mismas cosas cada noche. Se oía la campanilla
llamando al público, y Rice alcanzó a distinguir los movimientos de los tramoyistas
en el escenario, unos cambios de luces; Ruth había desaparecido de golpe. Lo
invadió una indignación más amarga que violenta, que de alguna manera parecía
fuera de lugar. «Esto es una farsa estúpida», dijo tratando de zafarse, «y les
prevengo que…». «Lo lamento», murmuró el hombre alto. «Francamente hubiera
pensado otra cosa de usted. Pero ya que lo toma así…». No era exactamente una
amenaza, aunque los tres hombres lo rodeaban de una manera que exigía la
obediencia o la lucha abierta: a Rice le pareció que una cosa hubiera sido tan
absurda o quizá tan falsa como la otra. «Howell entra ahora», dijo el hombre
alto, mostrando el estrecho pasaje entre los bastidores. «Una vez allí haga lo
que quiera, pero nosotros lamentaríamos que…». Lo decía amablemente, sin turbar
el repentino silencio de la sala; el telón se alzó con un frotar de terciopelo,
y los envolvió una ráfaga de aire tibio. «Yo que usted lo pensaría, sin
embargo», agregó cansadamente el hombre alto. «Vaya, ahora». Empujándole sin
empujarlo, los tres lo acompañaron hasta la mitad de los bastidores. Una luz
violeta encegueció a Rice; delante había una extensión que le pareció infinita,
y a la izquierda adivinó la gran caverna, algo como una gigantesca respiración
contenida, eso que después de todo era el verdadero mundo donde poco a poco
empezaban a recortarse pecheras blancas y quizá sombreros o altos peinados. Dio
un paso o dos, sintiendo que las piernas no le respondían y estaba a punto de
volverse y retroceder a la carrera cuando Eva, levantándose precipitadamente,
se adelantó y le tendió una mano que parecía flotar en la luz violeta al
término de un brazo muy blanco y largo. La mano estaba helada, y Rice tuvo la
impresión de que se crispaba un poco en la suya. Dejándose llevar hasta el centro
de la escena, escuchó confusamente las explicaciones de Eva sobre su dolor de
cabeza, la preferencia por la penumbra y la tranquilidad de la biblioteca,
esperando que callara para adelantarse al proscenio y decir, en dos palabras,
que los estaban estafando. Pero Eva parecía esperar que él se sentara en el
sofá de gusto tan dudoso como el argumento de la pieza y los decorados, y Rice
comprendió que era imposible, casi grotesco, seguir de pie mientras ella,
tendiéndole otra vez la mano, reiteraba la invitación con sonrisa cansada.
Desde el sofá distinguió mejor las primeras filas de platea, apenas separadas
de la escena por la luz que había ido virando del violeta a un naranja
amarillento, pero curiosamente a Rice le fue más fácil volverse hacia Eva y sostener
su mirada que de alguna manera lo ligaba todavía a esa insensatez, aplazando un
instante más la única decisión posible a menos de acatar la locura y entregarse
al simulacro. «Las tardes de este otoño son interminables», había dicho Eva
buscando una caja de metal blanco perdida entre los libros y los papeles de la
mesita baja, y ofreciéndole un cigarrillo. Mecánicamente Rice sacó su
encendedor, sintiéndose cada vez más ridículo con la peluca y los anteojos;
pero el menudo ritual de encender los cigarrillos y aspirar las primeras
bocanadas era como una tregua, le permitía sentarse más cómodamente, aflojando
la insoportable tensión del cuerpo que se sabía mirado por frías constelaciones
invisibles. Oía sus respuestas a las frases de Eva, las palabras parecían
suscitarse unas a otras con un mínimo esfuerzo, sin que se estuviera hablando
de nada en concreto; un diálogo de castillo de naipes en el que Eva iba
poniendo los muros del frágil edificio, y Rice sin esfuerzo intercalaba sus
propias cartas y el castillo se alzaba bajo la luz anaranjada hasta que al
terminar una prolija explicación que incluía el nombre de Michael («Ya ha visto
que Eva engaña a Howell con Michael») y otros nombres y otros lugares, un té al
que había asistido la madre de Michael (¿o era la madre de Eva?) y una
justificación ansiosa y casi al borde de las lágrimas, con un movimiento de
ansiosa esperanza Eva se inclinó hacia Rice como si quisiera abrazarlo o
esperar a que él la tomase en los bozos, y exactamente después de la última
palabra dicha con una voz clarísima, junto a la oreja de Rice murmuró: «No
dejes que me maten», y sin transición volvió a su voz profesional para quejarse
de la soledad y del abandono. Golpeaban en la puerta del fondo y Eva se mordió
los labios como si hubiera querido agregar algo más (pero eso se le ocurrió a
Rice, demasiado confundido para reaccionar a tiempo), y se puso de pie para dar
la bienvenida a Michael que llegaba con la fatua sonrisa que ya había
enarbolado insoportablemente en el primer acto. Una dama vestida de rojo, un
anciano; de pronto la escena se poblaba de gente que cambiaba saludos, flores y
noticias. Rice estrechó las manos que le tendían y volvió a sentarse lo antes
posible en el sofá, escudándose tras de otro cigarrillo; ahora la acción parecía
prescindir de él y el público recibía con murmullos satisfechos una serie de
brillantes juegos de palabras de Michael y de los actores de carácter, mientras
Eva se ocupaba del té y daba instrucciones al criado. Quizá fuera el momento de
acercarse a la boca del escenario, dejar caer el cigarrillo y aplastarlo con el
pie, a tiempo para anunciar: «Respetable público…». Pero acaso fuera más
elegante (No dejes que me maten) esperar la caída del
telón y entonces, adelantándose rápidamente, revelar la superchería. En todo
eso había como un lado ceremonial que no era penoso acatar; a la espera de su
hora, Rice entró en el diálogo que le proponía el anciano caballero, aceptó la
taza de té que Eva le ofrecía sin mirarlo de frente, como si se supiese
observada por Michael y la dama de rojo. Todo estaba en resistir, en hacer
frente a un tiempo interminablemente tenso, ser más fuerte que la torpe
coalición que pretendía convertirlo en un pelele. Ya le resultaba fácil
advertir cómo las frases que le dirigían (a veces Michael, a veces la dama de
rojo, casi nunca Eva, ahora) llevaban implícita la respuesta; que el pelele
contestara lo previsible, la pieza podía continuar. Rice pensó que de haber
tenido un poco más de tiempo para dominar la situación, hubiera sido divertido contestar
a contrapelo y poner en dificultades a los actores; pero no se lo consentirían,
su falsa libertad de acción no permitía más que la rebelión desaforada, el
escándalo. No dejes que me maten, había dicho Eva; de
alguna manera, tan absurda como todo el resto, Rice seguía sintiendo que era
mejor esperar. El telón cayó sobre una réplica sentenciosa y amarga de la dama
de rojo, y los actores le parecieron a Rice como figuras que súbitamente
bajaran un peldaño invisible: disminuidos, indiferentes (Michael se encogía de
hombros, dando la espalda y yéndose por el foro), abandonaban la escena sin
mirarse entre ellos, pero Rice notó que Eva giraba la cabeza hacia él mientras
la dama de rojo y el anciano se la llevaban amablemente del brazo hacia los
bastidores de la derecha. Pensó en seguirla, tuvo una vaga esperanza de camarín
y conversación privada. «Magnífico», dijo el hombre alto, palmeándole el
hombro. «Muy bien, realmente lo ha hecho usted muy bien». Señalaba hacia el
telón que dejaba pasar los últimos aplausos. «Les ha gustado de veras. Vamos a
tomar un trago». Los otros dos hombres estaban algo más lejos, sonriendo
amablemente, y Rice desistió de seguir a Eva. El hombre alto abrió una puerta
al final del primer pasillo y entraron en una sala pequeña donde había sillones
desvencijados, un armario, una botella de whisky ya empezada y hermosísimos
vasos de cristal tallado. «Lo ha hecho usted muy bien», insistió el hombre alto
mientras se sentaban en torno a Rice. «Con un poco de hielo, ¿verdad? Desde
luego, cualquiera tendría la garganta seca». El hombre de gris se adelantó a la
negativa de Rice y le alcanzó un vaso casi lleno. «El tercer acto es más
difícil pero a la vez más entretenido para Howell», dijo el hombre alto. «Ya ha
visto cómo se van descubriendo los juegos». Empezó a explicar la trama,
ágilmente y sin vacilar. «En cierto modo usted ha complicado las cosas», dijo.
«Nunca me imaginé que procedería tan pasivamente con su mujer; yo hubiera
reaccionado de otra manera». «¿Cómo?», preguntó secamente Rice. «Ah, querido
amigo, no es justo preguntar eso. Mi opinión podría alterar sus propias
decisiones, puesto que usted ha de tener ya un plan preconcebido. ¿O no?». Como
Rice callaba, agregó: «Si le digo eso es precisamente porque no se trata de
tener planes preconcebidos. Estamos todos demasiado satisfechos para
arriesgarnos a malograr el resto». Rice bebió un largo trago de whisky. «Sin
embargo, en el segundo acto usted me dijo que podía hacer lo que quisiera»,
observó. El hombre de gris se echó a reír, pero el hombre alto lo miró y el
otro hizo un rápido gesto de excusa. «Hay un margen para la aventura o el azar,
como usted quiera», dijo el hombre alto. «A partir de ahora le ruego que se
atenga a lo que voy a indicarle, se entiende que dentro de la máxima libertad
en los detalles». Abriendo la mano derecha con la palma hacia arriba, la miró
fijamente mientras el índice de la otra mano iba a apoyarse en ella una y otra
vez. Entre dos tragos (le habían llenado otra vez el vaso) Rice escuchó las
instrucciones para John Howell. Sostenido por el alcohol y por algo que era
como un lento volver hacia sí mismo que lo iba llenando de una fría cólera,
descubrió sin esfuerzo el sentido de las instrucciones, la preparación de la
trama que debía hacer crisis en el último acto. «Espero que esté claro», dijo
el hombre alto, con un movimiento circular del dedo en la palma de la mano.
«Está muy claro», dijo Rice levantándose, «pero además me gustaría saber si en
el cuarto acto…». «Evitemos las confusiones, querido amigo», dijo el hombre
alto. «En el próximo intervalo volveremos sobre el tema, pero ahora le sugiero
que se concentre exclusivamente en el tercer acto. Ah, el traje de calle, por
favor». Rice sintió que el hombre mudo le desabotonaba la chaqueta; el hombre
de gris había sacado del armario un traje de tweed y unos guantes;
mecánicamente Rice se cambió de ropa bajo las miradas aprobadoras de los tres.
El hombre alto había abierto la puerta y esperaba; a lo lejos se oía la
campanilla. «Esta maldita peluca me da calor», pensó Rice acabando el whisky de
un solo trago. Casi en seguida se encontró entre nuevos bastidores, sin
oponerse a la amable presión de una mano en el codo. «Todavía no», dijo el
hombre alto, más atrás. «Recuerde que hace fresco en el parque. Quizá, si se subiera
el cuello de la chaqueta… Vamos, es su entrada». Desde un banco al borde del
sendero Michael se adelantó hacia él, saludándolo con una broma. Le tocaba
responder pasivamente y discutir los méritos del otoño en Regent’s Park, hasta
la llegada de Eva y la dama de rojo que estarían dando de comer a los cisnes.
Por primera vez —y a él lo sorprendió casi tanto como a los demás— Rice cargó
el acento en una alusión que el público pareció apreciar y que obligó a Michael
a ponerse a la defensiva, forzándolo a emplear los recursos más visibles del
oficio para encontrar una salida; dándole bruscamente la espalda mientras
encendía un cigarrillo, como si quisiera protegerse del viento, Rice miró por
encima de los anteojos y vio a los tres hombres entre los bastidores, el brazo
del hombre alto que le hacía un gesto conminatorio. Rió entre dientes (debía
estar un poco borracho y además se divertía, el brazo agitándose le hacía una
gracia extraordinaria) antes de volverse y apoyar una mano en el hombro de
Michael. «Se ven cosas regocijantes en los parques», dijo Rice. «Realmente no
entiendo que se pueda perder el tiempo con cisnes o amantes cuando se está en
un parque londinense». El público rió más que Michael, excesivamente interesado
por la llegada de Eva y la dama de rojo. Sin vacilar Rice siguió marchando
contra la corriente, violando poco a poco las instrucciones en una esgrima
feroz y absurda contra los actores habilísimos que se esforzaban por hacerlo
volver a su papel y a veces lo conseguían, pero él se les escapaba de nuevo
para ayudar de alguna manera a Eva, sin saber bien por qué pero diciéndose (y
le daba risa, y debía ser el whisky) que todo lo que cambiara en ese momento
alteraría inevitablemente el último acto (No dejes que me
maten). Y los otros se habían dado cuenta de su propósito porque bastaba
mirar por sobre los anteojos hacia los bastidores de la izquierda para ver los
gestos iracundos del hombre alto, fuera y dentro de la escena estaban luchando
contra él y Eva, se interponían para que no pudieran comunicarse, para que ella
no alcanzara a decirle nada, y ahora llegaba el caballero anciano seguido de un
lúgubre chofer, había como un momento de calma (Rice recordaba las
instrucciones: una pausa, luego la conversación sobre la compra de acciones, entonces
la frase reveladora de la dama de rojo, y telón), y en ese intervalo en que
obligadamente Michael y la dama de rojo debían apartarse para que el caballero
hablara con Eva y Howell de la maniobra bursátil (realmente no faltaba nada en
esa pieza), el placer de estropear un poco más la acción llenó a Rice de algo
que se parecía a la felicidad. Con un gesto que dejaba bien claro el profundo
desprecio que le inspiraban las especulaciones arriesgadas, tomó del brazo a
Eva, sorteó la maniobra envolvente del enfurecido y sonriente caballero, y
caminó con ella oyendo a sus espaldas un muro de palabras ingeniosas que no le
concernían, exclusivamente inventadas para el público, y en cambio sí Eva, en
cambio un aliento tibio apenas un segundo contra su mejilla, el leve murmullo
de su voz verdadera diciendo: «Quédate conmigo hasta el final», quebrado por un
movimiento instintivo, el hábito que la hacía responder a la interpelación de
la dama de rojo, arrastrando a Howell para que recibiera en plena cara las
palabras reveladoras. Sin pausa, sin el mínimo hueco que hubiera necesitado
para poder cambiar el rumbo que esas palabras daban definitivamente a lo que
habría de venir más tarde, Rice vio caer el telón. «Imbécil», dijo la dama de
rojo. «Salga, Flora», ordenó el hombre alto, pegado a Rice que sonreía
satisfecho. «Imbécil», repitió la dama de rojo, tomando del brazo a Eva que
había agachado la cabeza y parecía como ausente. Un empujón mostró el camino a
Rice que se sentía perfectamente feliz. «Imbécil», dijo a su vez el hombre
alto. El tirón en la cabeza fue casi brutal, pero Rice se quitó él mismo los
anteojos y los tendió al hombre alto. «El whisky no era malo», dijo. «Si quiere
darme las instrucciones para el último acto…». Otro empellón estuvo a punto de
tirarlo al suelo y cuando consiguió enderezarse, con una ligera náusea, ya
estaba andando a tropezones por una galería mal iluminada; el hombre alto había
desaparecido y los otros dos se estrechaban contra él, obligándolo a avanzar
con la mera presión de los cuerpos. Había una puerta con una lamparilla naranja
en lo alto. «Cámbiese», dijo el hombre de gris alcanzándole su traje. Casi sin
darle tiempo de ponerse la chaqueta, abrieron la puerta de un puntapié; el
empujón lo sacó trastabillando a la acera, al frío de un callejón que olía a
basura. «Hijos de perra, me voy a pescar una pulmonía», pensó Rice, metiendo
las manos en los bolsillos. Había luces en el extremo más alejado del callejón
desde donde venía el rumor del tráfico. En la primera esquina (no le habían quitado
el dinero ni los papeles) Rice reconoció la entrada del teatro. Como nada
impedía que asistiera desde su butaca al último acto, entró al calor del foyer, al humo y las charlas de la gente en el bar; le quedó
tiempo para beber otro whisky, pero se sentía incapaz de pensar en nada. Un
poco antes de que se alzara el telón alcanzó a preguntarse quién haría el papel
de Howell en el último acto, y si algún otro pobre infeliz estaría pasando por
amabilidades y amenazas y anteojos; pero la broma debía terminar cada noche de
la misma manera porque en seguida reconoció al actor del primer acto, que leía
una carta en su estudio y la alcanzaba en silencio a una Eva pálida y vestida
de gris. «Es escandaloso», comentó Rice volviéndose hacia el espectador de la izquierda.
«¿Cómo se tolera que cambien de actor en mitad de una pieza?». El espectador
suspiró, fatigado. «Ya no se sabe con estos autores jóvenes», dijo. «Todo es
símbolo, supongo». Rice se acomodó en la platea saboreando malignamente el
murmullo de los espectadores que no parecían aceptar tan pasivamente como su
vecino los cambios físicos de Howell; y sin embargo la ilusión teatral los
dominó casi en seguida, el actor era excelente y la acción se precipitaba de
una manera que sorprendió incluso a Rice, perdido en una agradable
indiferencia. La carta era de Michael, que anunciaba su partida de Inglaterra;
Eva la leyó y la devolvió en silencio; se sentía que estaba llorando
contenidamente. Quédate conmigo hasta el final, había
dicho Eva. No dejes que me maten, había dicho
absurdamente Eva. Desde la seguridad de la platea era inconcebible que pudiera
sucederle algo en ese escenario de pacotilla; todo había sido una continua
estafa, una larga hora de pelucas y de árboles pintados. Desde luego la
infaltable dama de rojo invadía la melancólica paz del estudio donde el perdón
y quizá el amor de Howell se percibían en sus silencios, en su manera casi
distraída de romper la carta y echarla al fuego. Parecía inevitable que la dama
de rojo insinuara que la partida de Michael era una estratagema, y también que
Howell le diera a entender un desprecio que no impediría una cortés invitación
a tomar el té. A Rice lo divirtió vagamente la llegada del criado con la
bandeja; el té parecía uno de los recursos mayores del comediógrafo, sobre todo
ahora que la dama de rojo maniobraba en algún momento con una botellita de
melodrama romántico mientras las luces iban bajando de una manera por completo
inexplicable en el estudio de un abogado londinense. Hubo una llamada
telefónica que Howell atendió con perfecta compostura (era previsible la caída
de las acciones o cualquier otra crisis necesaria para el desenlace); las tazas
pasaron de mano en mano con las sonrisas pertinentes, el buen tono previo a las
catástrofes. A Rice le pareció casi inconveniente el gesto de Howell en el
momento en que Eva acercaba los labios a la taza, su brusco movimiento y el té
derramándose sobre el vestido gris. Eva estaba inmóvil, casi ridícula; en esa
detención instantánea de las actitudes (Rice se había enderezado sin saber por
qué, y alguien chistaba impaciente a sus espaldas), la exclamación
escandalizada de la dama de rojo se superpuso al leve chasquido, a la mano de
Howell que se alzaba para anunciar algo, a Eva que torcía la cabeza mirando al
público como si no quisiera creer y después se deslizaba de lado hasta quedar
casi tendida en el sofá, en una lenta reanudación del movimiento que Howell
pareció recibir y continuar con su brusca carrera hacia los bastidores de la
derecha, su fuga que Rice no vio porque él corría ya el pasillo central sin que
ningún otro espectador se hubiera movido todavía. Bajando a saltos la escalera,
tuvo el tino de entregar su talón en el guardarropa y recobrar el abrigo;
cuando llegaba a la puerta oyó los primeros rumores del final de la pieza,
aplausos y voces en la sala; alguien del teatro corría escaleras arriba. Huyó
hacia Kean Street y al pasar junto al callejón lateral le pareció ver un bulto
que avanzaba pegado a la pared; la puerta por donde lo habían expulsado estaba entornada,
pero Rice no había terminado de registrar esas imágenes cuando ya corría por la
calle iluminada y en vez de alejarse de la zona del teatro bajaba otra vez por
Kingsway, previendo que a nadie se le ocurriría buscarlo cerca del teatro.
Entró en el Strand (se había subido el cuello del abrigo y andaba rápidamente,
con las manos en los bolsillos) hasta perderse con un alivio que él mismo no se
explicaba en la vaga región de callejuelas internas que nacían en Chancery
Lane. Apoyándose contra una pared (jadeaba un poco y sentía que el sudor le
pegaba la camisa a la piel) encendió un cigarrillo, y por primera vez se
preguntó explícitamente, empleando todas las palabras necesarias, por qué
estaba huyendo. Los pasos que se acercaban se interpusieron entre él y la
respuesta que buscaba; mientras corría pensó que si lograba cruzar el río (ya
estaba cerca del puente de Blackfriars) se sentiría a salvo. Se refugió en un
portal, lejos del farol que alumbraba la salida hacia Watergate. Algo le quemó
la boca; se arrancó de un tirón la colilla que había olvidado, y sintió que le
desgarraba los labios. En el silencio que lo envolvía trató de repetirse las
preguntas no contestadas, pero irónicamente se le interponía la idea de que
sólo estaría a salvo si alcanzaba a cruzar el río. Era ilógico, los pasos
también podrían seguirlo por el puente, por cualquier callejuela de la otra
orilla; y sin embargo eligió el puente, corrió a favor de un viento que lo
ayudó a dejar atrás el río y perderse en un laberinto que no conocía hasta
llegar a una zona mal alumbrada; el tercer alto de la noche en un profundo y
angosto callejón sin salida lo puso por fin frente a la única pregunta
importante, y Rice comprendió que era incapaz de encontrar la respuesta. No dejes que me maten, había dicho Eva, y él había hecho lo
posible, torpe y miserablemente, pero lo mismo la habían matado, por lo menos
en la pieza la habían matado y él tenía que huir porque no podía ser que la
pieza terminara así, que la taza de té se volcara inofensivamente sobre el
vestido de Eva y sin embargo Eva resbalara hasta quedar tendida en el sofá;
había ocurrido otra cosa sin que él estuviera allí para impedirlo, quédate conmigo hasta el final, le había suplicado Eva, pero
lo habían echado del teatro, lo habían apartado de eso que tenía que suceder y
que él, estúpidamente instalado en su platea, había contemplado sin comprender
o comprendiéndolo desde otra región de sí mismo donde había miedo y fuga y
ahora, pegajoso como el sudor que le corría por el vientre, el asco de sí
mismo. «Pero yo no tengo nada que ver», pensó. «Y no ha ocurrido nada; no es
posible que cosas así ocurran». Se lo repitió aplicadamente: no podía ser que
hubieran venido a buscarlo, a proponerle esa insensatez, a amenazarlo
amablemente; los pasos que se acercaban tenían que ser los de cualquier
vagabundo, unos pasos sin huellas. El hombre pelirrojo que se detuvo junto a él
casi sin mirarlo, y que se quitó los anteojos con un gesto convulsivo para
volver a ponérselos después de frotarlos contra la solapa de la chaqueta, era
sencillamente alguien que se parecía a Howell y había volcado la taza de té
sobre el vestido de Eva. «Tire esa peluca», dijo Rice, «lo reconocerán en
cualquier parte». «No es una peluca», dijo Howell (se llamaría Smith o Rogers,
ya ni recordaba el nombre en el programa). «Qué tonto soy», dijo Rice. Era de
imaginar que habían tenido preparada una copia exacta de los cabellos de
Howell, así como los anteojos habían sido una réplica de los de Howell. «Usted
hizo lo que pudo», dijo Rice, «yo estaba en la platea y lo vi; todo el mundo
podrá declarar a su favor». Howell temblaba, apoyado en la pared. «No es eso»,
dijo. «Qué importa, si lo mismo se salieron con la suya». Rice agachó la
cabeza; un cansancio invencible lo agobiaba. «Yo también traté de salvarla»,
dijo, «pero no me dejaron seguir», Howell lo miró rencorosamente. «Siempre
ocurre lo mismo», dijo hablándose a sí mismo. «Es típico de los aficionados,
creen que pueden hacerlo mejor que los otros, y al final no sirve de nada». Se
subió el cuello de la chaqueta, metió las manos en los bolsillos. Rice hubiera
querido preguntarle: «¿Por qué ocurre siempre lo mismo? Y si es así, ¿por qué
estamos huyendo?». El silbato pareció engolfarse en el callejón, buscándolos.
Corrieron largo rato a la par, hasta detenerse en algún rincón que olía a
petróleo, a río estancado. Detrás de una pila de fardos descansaron un momento;
Howell jadeaba como un perro y a Rice se le acalambraba una pantorrilla. Se la
frotó, apoyándose en los fardos, manteniéndose con dificultad sobre un solo
pie. «Pero quizá no sea tan grave», murmuró. «Usted dijo que siempre ocurría lo
mismo». Howell le puso una mano en la boca; se oían alternadamente dos
silbatos. «Cada uno por su lado», dijo Howell. «Tal vez uno de los dos pueda escapar».
Rice comprendió que tenía razón pero hubiera querido que Howell le contestara
primero. Lo tomó de un brazo, atrayéndolo con toda su fuerza. «No me deje ir
así», suplicó. «No puedo seguir huyendo siempre, sin saber». Sintió el olor
alquitranado de los fardos, su mano como hueca en el aire. Unos pasos corrían
alejándose; Rice se agachó, tomando impulso, y partió en la dirección
contraria. A la luz de un farol vio un nombre cualquier: Rose Alley. Más allá
estaba el río, algún puente. No faltaban puentes ni calles por donde correr.
Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó
una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se nevaba la
comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy
distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas
del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los brillantes
canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de
espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.
Se llamaba Benjamin Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte
creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire,
aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades
abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un
árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra, fruta, o convertirse en
paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una
arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante
todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil susurro para los
oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido invita
dulcemente a dormir.
Benjamin Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma,
en espera del sol y las lluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al
suelo y escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes
brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el
cielo, y echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosque vespertino, un
huerto brillante.
En las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevase
débilmente entre las apretadas colinas, Benjamin Driscoll se levantaría y
acabaría en unos pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas
de la hoguera y empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando,
cavando, sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando,
siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez más brillante a
medida que pasaba la mañana.
-Necesitas aire -le dijo al fuego nocturno.
El fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido,
y en la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados,
soñolientos y tibios.
-Todos necesitamos aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno
tan pronto... Es como vivir en la cima de los Andes. Uno aspira y no consigue
nada. No satisface.
Se palpó la caja del tórax. En treinta días, cómo había crecido. Para que
entrara más aire había que desarrollar los pulmones. o plantar más árboles.
-Para eso estoy aquí -se dijo. El fuego le respondió con un chasquido-. En
las escuelas nos contaban la historia de Johnny Appleseed, que anduvo por toda
América plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto
robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No
pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones.
Cuando estos árboles crezcan algunos de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!
Recordó su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la apacible
mañana y se dijo:
-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?
Luego se había desmayado.
Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de
amoníaco.
-Se sentirá bien en seguida -dijo el médico.
-¿Qué me ha pasado?
-El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que
volver a la Tierra.
-¡No!
Se sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos
veces debajo de él. Respiró con fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran
en el profundo vacío.
- Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que quedarme!
Le dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez.
<<Aire, aire, aire -pensaba-. Me mandan de vuelta a causa del aire.» Y
volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos. y cuando se le aclararon
los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos.
Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin ni siquiera hierbas. Aire, pensó,
mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y en la
cima de las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los
arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Por supuesto! Sintió
que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y
el pensamiento fue como una repentina ráfaga de oxígeno puro, y lo puso de pie.
Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y
árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en
Marte. Libraría una privada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo
suelo, y las plantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin
habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres,
grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué
ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral no ocultaba el suelo, y que
no asomaba a la superficie porque los helechos, las flores, los arbustos Y los
árboles viejos habían muerto de cansancio.
-¡Permítanme levantarme! -gritó-. ¡Quiero ver al coordinador!
Habló con el coordinador de cosas que crecían y eran verdes, toda una
mañana. Pasarían meses, o años, antes de que se organizasen las plantaciones.
Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en carámbanos
volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones
hidropónicas.
-Entretanto, ésta será su tarea -dijo el coordinador-. Le entregaremos
todas nuestras semillas; no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por
ahora. Además, estas primeras ciudades son colectividades mineras, y me temo
que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.
-¿Pero me dejarán trabajar?
Lo dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y
retoños, llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.
Eso había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar
atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente
seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su
campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra,
estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso
valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las
lluvias.
Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se
acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan imprevisible como el
curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas colinas, que la escarcha de
la noche iba empapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta,
tan negra y lustrosa que parecía arrastrarse y vivir en el hueco de la mano,
una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas de larguísimos tallos, de
donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que le
sacudirían los huesos.
El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de un
carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.
«Esta noche -pensó-. Y extendió la mano para sentir la lluvia. Esta noche.»
Lo despertó un golpe muy leve en la frente.
El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un
ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.
La lluvia.
Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elixir
mágico que sabía a encantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de
especias, y se le movía en la lengua como raro jerez liviano.
Se incorporó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en
gotas más sólidas. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta
convertirlo en un humo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se
dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso
esmalte y se precipitó a tierra. Diez billones de diamantes titubearon un
momento y la descarga eléctrica se adelantó a fotografiarlos. Luego oscuridad y
agua.
Calado hasta los huesos, Benjamin Driscoll se reía y se reía mientras el
agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por
el pequeño campamento, y era la una de la mañana.
Llovió sin cesar durante dos horas Luego aparecieron las estrellas, recién
lavadas y más brillantes que nunca.
El señor Benjamin Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán,
se cambió, y se durmió con una sonrisa en los
labios
El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre
la tierra y despertó al señor Driscoll.
No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un
interminable y caluroso mes de trabajo, y ahora al fin se incorporó y miró
hacia atrás.
Era una mañana verde.
Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte.
No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en
semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles
grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y
redondos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles
susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos,
mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos,
eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo
mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas,
nuevos brotes.
-¡Imposible! -exclamó el señor Driscoll.
Pero el valle y la mañana eran verdes.
¿Y el aire?
De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas,
llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se lo
podía ver, brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco,
puro y verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso.
Un instante después las puertas de las casas se abrirían de par en par y la
gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en
bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones
agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en pasos de baile.
Benjamin Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo,
y se desmayó.
Antes que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia
el sol amarillo.
Era un lunes por la mañana de
principios de noviembre de 1978 y, tal como todos los días durante los últimos
seis meses, Sue Gliebe ya estaba levantada y fuera del apartamento antes de que
sus compañeras se despertaran siquiera. Rebecca estaba dormida a dos metros del
suelo, en la litera de la sala de estar, y Shelley probablemente seguía
descompuesta tras la puerta cerrada del único dormitorio del apartamento.
Sue se había duchado deprisa y
sin ruido en la reducida bañera, que tenía un tubo de goma adosado al grifo. El
chorro de agua salía sin fuerza, a ratos tibio y a ratos tan ardiente como la
superficie del planeta Mercurio. Desde que había llegado a Nueva York, aún no
había logrado sentirse limpia de verdad, y el cuero cabelludo empezaba a
picarle. Se vistió en medio del vapor del diminuto baño, se puso los zapatos
que habían quedado bajo el sofá de la sala, donde había dormido, se colocó en
bandolera su gran bolso de cuero y cogió el paraguas que se había comprado el
viernes. Se acercaba otra tormenta, según las noticias, pero ella estaba
preparada: había pagado cinco dólares a uno de los muchos hombres que aparecían
con cajas de paraguas en cuanto las nubes se cargaban de lluvia. Salió con el
mayor sigilo posible y cerró la puerta, asegurándose de que sonaba el clic del
cerrojo. En una ocasión había olvidado comprobarlo, y Shelley le había echado
un airado sermón sobre los peligros de dejar una puerta abierta en Nueva York.
Que no sonara el clic era un fallo grave.
Sus dos compañeras habían acabado
mirándola como a una especie de apestada a la que había que esquivar. Aunque,
en realidad, ellas no eran sus compañeras de piso, sino sus anfitrionas, y
conseguían que se sintiera tan bienvenida como un parásito abdominal. Rebecca
había estado muy simpática el anterior verano, mientras trabajaba en vestuario
para la Arizona Civil Light Opera (ACLO). Sue, una actriz local, interpretaba
tres papeles destacados. Entonces eran compinches. Algunos días, cuando no
había demasiado trabajo, Rebecca iba a nadar a la piscina de los Gliebe y
asistía a las juergas de la compañía en el patio de la casa familiar. En una
ocasión, le había ofrecido a Sue su sofá durante «una temporada» si alguna vez
llegaba a ir a Nueva York. Cuando se presentó con tres maletas, ochocientos
dólares ahorrados y un sueño, la auténtica compañera de piso de Rebecca,
Shelley, dio su consentimiento con un «Sí, vale.» Pero eso había ocurrido hacía
siete semanas, y Sue seguía pasando todas las noches en el sofá de la sala de
estar. El ambiente en el apartamento de un único dormitorio, junto al Upper
Broadway, había pasado de la calidez hospitalaria al frío polar ártico. Rebecca
quería que Sue se largara; Shelley, que se muriera. Sue confiaba en ganarse una
prórroga y un poco de buena voluntad aportando cincuenta dólares al alquiler;
también llevando leche, zumo de naranja Tropicana y, en una ocasión, una cosa
llamada pastel negro que Shelley se zampó para desayunar. Esos gestos, lejos de
ser agradecidos, se daban por descontados.
¿Qué podía hacer? ¿A dónde iba a
ir? Todos los días buscaba su propio apartamento en Nueva York, pero las
agencias —Apartment Finders y Westside Spaces— solo tenían ofertas en edificios
oscuros y manchados de orines donde nadie respondía al interfono, o apartamentos
que ya no estaban disponibles, o que ni siquiera existían. Shelley le dijo que
pusiera una nota de «piso compartido» en el tablón del Actor’s Equity, pero Sue
le confesó que todavía no se había afiliado al sindicato: no podía hacerlo
hasta que no tuviera un trabajo como actriz. Shelley, entornando los ojos, le
dirigió una mirada de suprema decepción y soltó otro: «Sí, vale.» A lo que
añadió: «La próxima vez que vayas al súper, compra una lata grande de café, por
favor». En su octava semana —el comienzo de su tercer mes en la isla de
Manhattan—, la joven promesa de Arizona que había interpretado a Maria en West Side Story (durante la última
temporada en la ACLO) tenía tendencia a llorar por la noche, en silencio, en su
saco de dormir instalado sobre el sofá, mientras contemplaba las siluetas de
las rejas de seguridad de las ventanas (¿esas rejas realmente eran a prueba de
cacos?). En el metro, que costaba cincuenta centavos el viaje, debía contener a
menudo las lágrimas, angustiada por la posibilidad de que alguien la viera como
una agraciada joven en apuros y que, bueno, quisiera robarle o algo peor.
Trasladarse a Nueva York había constituido un acto de fe: de fe en sí misma, en
su talento y en las promesas de la ciudad que nunca duerme. Se suponía que tenía
que ser una aventura: como una escena de película en la que ella saldría por la
entrada de artistas después de una actuación y besaría a un apuesto marinero de
permiso; o como un episodio de la serie de televisión Esa chica, en el que tendría un apartamento con una gran cocina y
unas persianas de listones, y un novio que trabajaría en la revista Newsview. Pero Nueva York no estaba
colaborando. Cómo era posible que las cosas le fueran tan mal a Sue Gliebe, que
era la auténtica definición de una artista todoterreno: ¡sabía cantar, bailar y
actuar! ¡Sus propios padres habían reconocido ese talento en bruto cuando
apenas era una cría! ¡Había sido la protagonista de todas las representaciones
de secundaria! ¡Había sido escogida entre el coro de la Civic Light Opera para
convertirse en la actriz principal durante tres temporadas seguidas! ¡Había
hecho el musical Hight Button Shoes
con Monty Hall, el presentador del programa de televisión Let’s Make a Deal! ¡Le habían organizado una fiesta de despedida
con un gran cartel que decía DIRECTA A BROODWAY!
Entonces, ¿por qué la hacía
llorar Nueva York? En su primera noche en la ciudad, cuando Rebecca la llevó en
autobús a ver el Lincoln Center, había contemplado a toda la gente que
desfilaba por el Upper Broadway y había preguntado en serio: «¿A dónde va todo
el mundo?». Ahora ya sabía que todo el mundo iba a todas partes. Esa mañana,
ella se dirigía al banco, a la sucursal del Manufacturers Hanover, donde había
abierto una cuenta hacía cinco semanas. Desde detrás de un panel de Plexiglás
(a prueba de balas), una cajera desganada le deslizó por la ranura un billete
de diez dólares, uno de cinco y cinco billetes de dólar. Ahora sus ahorros se
reducían exactamente a quinientos sesenta y cuatro dólares. Ya se había gastado
en Nueva York más de doscientos, y lo único que podía mostrar a cambio era un
paraguas de cinco dólares: uno azul con mango telescópico.
Después del banco, fue a una
cafetería y pidió un pastel sencillo —el más barato— y un café con azúcar,
leche y crema. Ese era su desayuno. Comió de pie frente a un mostrador pegajoso
de trocitos de azúcar glaseado y café derramado. Escasamente fortalecida,
caminó hasta la oficina de Apartment Finders, en Columbus Avenue, que se
hallaba subiendo por una ancha escalera, encima de un restaurante chino. Las
listas expuestas no habían cambiado desde el sábado, pero revisó el tablón de
todos modos, buscando algún diamante extraviado, una gema milagrosamente
desapercibida, un lugar que llevara escrito su nombre. Apartment Finders le
había costado cincuenta dólares al mes, un dinero que bien podría haber
empleado en poner cirios al patrón de los desamparados. Volvería a pasarse más
tarde, cuando, supuestamente, colgarían más listas, pero ya sabía de antemano
que sus esperanzas se verían de nuevo defraudadas.
Pensó que ya estaba adaptándose a
Gotham, porque giró sobre sus talones y se dirigió de nuevo a Broadway con un
objetivo. No perdería el tiempo paseando por Central Park, donde las zonas de
césped estaban llenas de malas hierbas y los bancos, desvencijados, los
terrenos de juego, sucios y los senderos, sembrados de tazas de café
desechables, condones usados y otros desperdicios. No recorrería las tiendas de
discos y libros sin comprar nada. No gastaría dinero en los periódicos de la
profesión —Show Biz, Back Stage o Daily Variety— para buscar noticias de entrevistas del sindicato de
actores o de audiciones para actores no sindicados. Hoy no. Hoy iba a ir a la
Biblioteca Pública, el famoso edificio de la calle Curaenta y Dos y la Quinta,
que constituía un punto de referencia y en cuya entrada destacaban los leones
de piedra.
A dos manzanas de la estación de
la calle Ochenta y Seis, empezó a llover. Sue se detuvo, sacó el paraguas y
apretó el botón del mango telescópico, pero el mango no se desplegó. Tiró de la
tela para abrirlo a la fuerza, pero lo único que consiguió fue torcer unas
cuantas varillas. Cuando trató de deslizar el pasador de plástico del bastón
metálico, el paraguas se dobló sobre sí mismo como una mesa plegable. Lo sacudió
varias veces e intentó forzar el pasador, pero solo se desplegó la mitad de la
tela. Al arreciar la lluvia, cerró el paraguas y lo abrió de nuevo, pero
entonces se dio la vuelta como un guante y varias varillas más quedaron
sueltas, como costillas arrancadas.
Dándose por vencida, intentó
introducir el inútil esqueleto en una papelera rebosante a la altura de
Broadway y la calle Ochenta y Ocho, pero el paraguas parecía resistirse y se
negaba a encajar entre los demás desperdicios. Hicieron falta cuatro intentos
para que se quedara en su sitio.
La joven se apresuró hacia la
estación de metro. El pelo le chorreaba mientras hacía cola en el quiosco para
adquirir las dos fichas que necesitaría para los viajes de ese día.
Los trenes iban con retraso. Una
inundación en las vías de la zona alta de la ciudad. La multitud fue creciendo
en el andén, hasta el punto de que empujó a Sue hasta muy cerca de la línea
amarilla de seguridad. Con un simple golpe habría podido caerse a la vía.
Cuarenta minutos más tarde, se hallaba de pie en un vagón abarrotado. Los
pasajeros se apretujaban unos contra otros y, con el calor corporal, ascendía
el vapor de sus gruesos abrigos empapados. El ambiente estaba tan cargado y
sofocante que rompió a sudar. En Columbus Circle el tren paró y permaneció
detenido diez minutos, con las puertas cerradas, impidiendo la huida.
Finalmente, en Times Square, salió a empujones e ingresó en la riada de gente
que había logrado encontrar las escaleras. Subió y subió, cruzó los
torniquetes, subió más escaleras aún y emergió en el caos de la «encrucijada
del mundo», donde todo el mundo iba a todas partes.
Times Square era la versión
exterior de la estación de tren: mugrienta, inundada y atestada de gente. Sue
había aprendido una lección básica desde su llegada a la ciudad: había que
mantenerse en movimiento, caminar con paso decidido aunque no tuviera a dónde
ir, especialmente a lo largo de la calle Cuarenta y Dos, donde había que ir
sorteando a los desechos humanos que se daban cita allí por las drogas y el
porno y —cuando llovía— para vender paraguas de cinco dólares.
Ya había recorrido la zona otras
veces para buscar empleo en las agencias artísticas de medio pelo, que tenían
sus oficinas en la gran equis donde Broadway se cruzaba con la Séptima Avenida.
Le había sorprendido encontrar personas normales en despachos normales haciendo
tareas normales en pisos que quedaban a poca altura del bullicio de Times
Square. No había tenido éxito con ninguno de los agentes: nunca pasaba de la
recepción y debía conformarse con dejar su currículum a unas secretarias que
decían: «Sí, vale», con un tono extraordinariamente similar al de su
coanfitriona Shelley.
Este lunes, su objetivo era el
currículum.
En su último mes en Scottsdale,
había hecho un par de anuncios televisivos para la Valley Home Furniture, en
los que abría los brazos y exclamaba: «¡Todas las habitaciones, todos los
estilos, todos los bolsillos!». Luego, durante cuatro fines de semana, había
actuado en la Feria Medieval de Otoño, citando a Shakespeare en el papel de la
Moza Exuberante por treinta dólares al día. Había añadido estos méritos en su
currículum con bolígrafo, pero era consciente de que eso daba una impresión…
bueno, de aficionada. Así pues, volvería a mecanografiarlo todo, le pediría a
un impresor que sacara un centenar de copias y graparía detrás de cada copia
una foto suya: una instantánea en la que parecía Cheryl Ladd, de Los ángeles de Charlie, pero con un
escote de verdad.
El problema era que no tenía
máquina de escribir; y Rebecca, tampoco. Cuando le había preguntado a Shelley
si disponía de una para prestarle, ella no le dijo que no la tuviera; le dijo:
«En la biblioteca las alquilan». De ahí que Sue Gliebe caminara sin paraguas
por la calle Cuarenta y Dos en dirección este, pasando junto a un adolescente
con pinta de colocado que se había sacado el pene de los pantalones y meaba
tambaleándose. Ninguna persona le prestó atención.
En el momento exacto en que
descubrió que la Biblioteca Pública cerraba los lunes, un relámpago iluminó el
cielo de Manhattan. Se quedó ante la entrada lateral del histórico edificio,
cuya puerta estaba cerrada, como si fuera incapaz de captar el sentido de estas
tres sencillas palabras: «Cerrado los lunes». Y cuando una serie de truenos
ahogaban los bocinazos del tráfico, Sue perdió la batalla contra las lágrimas.
La acumulación de desilusiones era excesiva: sus compañeras de piso de Nueva
York no eran unas simpáticas almas gemelas; Central Park era un lugar lleno de
árboles pelados, bancos inutilizables y gomas usadas; las ventanas tenían rejas
de seguridad que dejaban encerrados a los violadores fuera y a las víctimas,
dentro; ningún apuesto marinero estaba deseando conocer a una chica y llevarse
un beso. No. En Nueva York las agencias inmobiliarias te engañaban y se
quedaban tu dinero, los drogadictos se aliviaban a la vista de todo el mundo y
la Biblioteca Pública cerraba los lunes.
Se echó a llorar allí mismo, en
la calle Cuarenta y Dos, entre la Quinta y la Sexta avenida (o avenida de las
Américas, según el mapa). Sollozaba, jadeaba, se deshacía en lágrimas: el
número completo. Exactamente la misma cantidad de gente que había reparado en
el pene del tipo drogado se detuvo a ayudarla o miró siquiera a esa chica que
estaba pasando un día tan horrible como para sollozar en público. Hasta que…
—¡Sue Gliebe! —gritó una voz
masculina—. ¡Mi pajarito!
Bob Roy era el único hombre del
mundo que la llamaba así. Había sido el director general de la Arizona Civic
Light Opera, la ACLO, pero vivía en Nueva York. Era un profesional del teatro,
contratado por temporadas, y homosexual. Había trabajado en su día como actor
en Broadway y también había hecho anuncios en los años 60, pero posteriormente
se había dedicado a la gestión teatral para tener un ingreso fijo. Dirigir la
Civic Light Opera en el oeste era como un campamento de verano para él —lo
hacía todos los años—, y solía asumir sus deberes con un poco menos de seriedad
de lo que se dedicaba a divertirse y a chismorrear. Parecía saberlo todo del
teatro, y si trabajabas en su compañía y era él quien firmaba tus cheques, no
había término medio: o te adoraba, o te odiaba. Tu situación dependía
totalmente de hacia dónde soplara el viento en su ánimo.
Él había adorado a Sue Gliebe
desde el mismo momento en que la había visto en una prueba de vestuario para Brigadoon en el verano del año 76. Le
cautivó su juventud, su mata de pelo de un rubio del color de la miel, sus ojos
claros llenos de bondad y su concienzuda ética profesional. La adoraba porque
siempre se presentaba con puntualidad, porque se sabía su texto y tenía ideas
para su actuación en el escenario. Se sentía fascinado por su cuerpo bronceado,
por sus firmes tetas, por su falta de timidez, de ego y de mala baba. Todos los
hombres heterosexuales de la ACLO —los siete, de hecho— querían follársela,
pero ella no era así. La mayoría de las actrices ansiaban esa clase de
adoración y exigían para ellas el camerino más grande, pero Sue Gliebe no
quería otra cosa que subir al escenario. Después de tres temporadas, no había
cambiado ni pizca, y él la adoraba todavía más por ello.
Bob estaba en un taxi parado
junto a la acera, con la ventanilla bajada y la lluvia cayendo entre ambos.
—¡Sube al taxi ahora mismo! —le
ordenó.
Se apartó para hacerle sitio y el
taxista arrancó.
—Ver a Eva Gabor en la calle
Cuarenta y Dos me habría sorprendido menos que encontrarte a ti. ¿Estás
llorando?
—No. Sí. ¡Ay, Bobby!
Sue se explicó: llevaba dos meses
en la ciudad durmiendo en el sofá de Rebecca. Sus ahorros se estaban agotando.
Los agentes no le daban ni la hora. Había visto a un hombre orinando en la
calle. Y ahora lloraba en concreto porque las únicas películas que contaban la
verdad sobre Nueva York eran las que hablaban de parques en los que abundaban
los drogadictos y de taxistas en pleno frenesí asesino. Bob Roy se echó a reír
a carcajadas.
—¿Llevas dos meses en Nueva York
y no me has llamado? Mira que eres mala, Sue. Mala, mala.
—No tenía tu número.
—¿Qué estabas haciendo en Times
Square?
—Iba a la biblioteca.
—¿Para leer el último misterio de
Nancy Drew? Yo habría dicho que a estas alturas ya los habías leído todos.
—Es que tienen máquinas de
escribir. Necesito una para renovar mi currículum.
—Pajarito —dijo Bob—. Primero
tienes que renovarte tú. ¿Qué tal una taza de té o de café instantáneo? Cualquier
cosa que sirva para serenar a la pequeña Sue, criada en territorio indio.
El taxi los llevó al apartamento
de Bob, que estaba en el bajo Manhattan, en un barrio espantoso de edificios de
seis pisos y cubos de basura abollados a lo largo de las aceras. Le dio al
taxista seis dólares y no pidió el cambio. Sue lo siguió bajo la lluvia y subió
tras él los peldaños de la entrada, cruzó la maciza puerta principal y subió
cuatro pisos por una escalera estrecha y zigzagueante hasta el apartamento 4D.
Él empleó tres llaves para abrir las tres cerraduras de la puerta.
Desde el lóbrego pasillo, cuyas
paredes verdes viraban hacia un gris sucio y cuyo suelo estaba compuesto por
una mezcolanza de baldosas rotas y desparejadas, Sue accedió a un refugio que
olía a velas aromáticas y detergente de limón: todo un gabinete de curiosidades
entre las que destacaba la bañera situada justo en medio de la pequeña cocina.
El piso tipo vagón de Bob Roy contaba con cuatro estrechas habitaciones
comunicadas entre sí, cada una de ellas atiborrada de chucherías, chismes,
piezas de mobiliario de todos los estilos, estantes, libros, fotos enmarcadas,
trofeos comprados en mercadillos, discos antiguos, lamparillas y calendarios de
hacía décadas.
—Sí, ya sé —dijo él—. Parece como
si vendiera pociones mágicas aquí, como si fuera el dibujo de Disney de un
tejón. —Encendió un fogón de la cocina con un fósforo gigante y llenó de agua
del grifo un reluciente hervidor de estilo inglés antiguo. Mientras ponía las
tazas en la bandeja, añadió—: Él té estará en diez minutos, pajarito. Ponte a
tus anchas.
La habitación contigua a la
cocina era un pasillo en realidad, un estrecho corredor que discurría entre
tesoros y desechos. En la sala de estar había tres grandes sillones de
diferentes épocas —un La-Z-Boy, entre ellos—, cada uno adornado con un tapiz de
vistoso colorido. En el centro, había una mesa de café circular, casi demasiado
grande para ese espacio cuadrado, con montones de libros, una cigarrera repleta
de lápices afilados, un jarrón con una orquídea artificial y dos insectos de
juguete colocados como si estuvieran luchando o apareándose. Afuera la lluvia
seguía cayendo con fuerza, pero las cortinas de las ventanas (que muy bien
podrían haber sido de una mansión de antes de la guerra) amortiguaban el fragor
de la tormenta. La última habitación del piso era el dormitorio de Bob, que
estaba ocupado en su mayor parte por una cama con una columna en cada esquina.
—Nunca consigo mudarme de este
sitio. Tardaría años en recogerlo todo —le gritó Bob desde la cocina, que
estaba a poco más de dos metros—. Enciende la radio, ¿quieres?
—Si es que la encuentro —murmuró
Sue. Oyó cómo él se reía. Tuvo que concentrarse y dejar de lado montones de
cosas, como si estuviera en un «reino perdido y olvidado», para conseguir
encontrarla. La radio era un armatoste de madera clara del tamaño de un
congelador, con mandos circulares que parecían fichas de póquer y cuatro
hileras de números para las distintas frecuencias. Giró el de ON/OFF VOLUMEN
hasta que sonó un ¡cloc! tan fuerte que incluso Bob debió de oírlo.
—Las lámparas han de calentarse
—le dijo él.
—¿Capta la onda corta de la Unión
Soviética?
—¿Cómo lo sabes?
—Mi abuela tenía una radio igual.
—¡Y la mía! Así es.
Él llegó con una bandeja y dos
tazas, una jarra de leche, un cuenco de azúcar con una abeja pintada en la tapa
y un plato lleno de galletas Oreo.
—Puedes quitarte el abrigo, a
menos que te guste estar mojada. —Una composición orquestal salió de la radio
al mismo tiempo que el hervidor emitía un pitido armonioso.
El té caliente con leche, tres
Oreos y el ambiente confortable del apartamento consiguieron que Sue pudiera
respirar hondo por primera vez en varios meses. Dejó escapar un gran suspiro,
como una ola rizada de espuma, y se arrellanó en un sillón tan mullido que
reunía todas las letras de la palabra «acogedor».
—Bueno —dijo Bob—. Cuéntamelo
todo.
Ella, animada por su comprensión,
se abrió en el acto y se lo explicó… bueno, todo. Él le mostró su apoyo ante
cada historia y cada anécdota: ¡Nueva York era la ciudad donde debía estar!
¡Shelley y sus «Sí, vale» eran previsibles en una idiota de ese calibre! El
metro no era peligroso siempre que no miraras a nadie a los ojos. Para
encontrar un apartamento debías revisar los anuncios clasificados del Times y The Village Voice, pero tenías que hacerlo a primera hora, a las
siete de la mañana, y salir pitando a ver los apartamentos con una bolsa de
donuts, porque el casero siempre le abriría la puerta a una chica guapa
dispuesta a ofrecerle un dónut. De ahí, se remontaron en el tiempo y
rememoraron las temporadas de verano en Arizona, comparando los cotilleos que
circulaban entre bastidores con los que se contaban entre los directivos, las
aventuras amorosas que habían salido fatal, la figura de Monty Hall, a quien
Sue consideraba un profesional serio… Bob se atragantó con el té, riendo.
—¿Has almorzado?
—No. Pensaba darme el lujo de una
porción de pizza. —A medio dólar la
porción, la pizza se había convertido
en su tentempié favorito a mediodía.
—Voy a bajar al súper. Tú quítate
esa ropa y date un baño caliente. Te dejaré un albornoz que birlé en un spa del desierto y después comeremos
como judíos de clase media.
Bob fue a la cocina y retiró la
gran tabla de carnicero que cubría la bañera. Que estuviera en medio de la
cocina se explicaba al parecer por la fontanería original del antiguo edificio.
Abrió el grifo y, mientras las nubes de vapor iban empañando la ventana,
también protegida con reja de seguridad, dejó el albornoz sobre una silla. En
una delicada cesta de mimbre había jabón aromatizado, champú, acondicionador,
una esponja natural y una jarra para recoger agua y enjuagarse.
—Yo me tomaré mi tiempo. Tú ponte
en remojo. —Bob salió y cerró la puerta con dos llaves.
Después de las duchas tibias y
abreviadas a las que se había habituado, Sue saboreó la sensación del agua
caliente en su piel y no paró de rociarse la cabeza con la jarra. Resultaba
extraño darse un baño en una cocina como aquella, pero la chica estaba sola,
totalmente a sus anchas, y la bañera era como el jacuzzi del patio de la familia Gliebe. Se remojó, restregó y
enjuagó hasta sentirse verdadera y maravillosamente limpia. Aún seguía en el
agua cuando se abrieron los cerrojos de la puerta y apareció Bob con una gran
bolsa del súper.
—Todavía desnuda, ya veo —dijo
sin molestarse en apartar la mirada. A Sue no le importó. Si «los camerinos no
eran lugar para el pudor», como decían en el mundo del teatro, la cocina de Bob
Roy no era lugar para sonrojarse.
Los miembros ahora blanquísimos
de Sue flotaban con holgura en el enorme albornoz masculino mientras, sentada
otra vez en el sillón, se pasaba un peine por el pelo húmedo. Bob colocó sobre
la mesa de café sándwiches de pan de molde, unos cartones de sopa, ensalada de
col con mayonesa, pepinillos en rodajas y unas latas de agua de seltz. Mientras
comían, charlaron de películas y piezas de teatro. Él le dijo que podía
conseguir entradas gratis para las obras de medio pelo de Broadway y asientos
baratos para las de mayor éxito, así que ya no debería pasar más noches en
Nueva York sin otra cosa que hacer que aguantar malas caras en el sofá de
Rebecca. Él haría una ronda de llamadas a sus amistades para ver qué agentes
podían conseguirle alguna que otra entrevista, aunque no podía prometerle más.
Conocía a varios pianistas, colaboradores de los ensayos, que podían ayudarla a
preparar las audiciones; dispondría de partitura y le transportarían la clave a
su propio tono.
—Bueno, pajarito —dijo Bob,
sacudiéndose de las manos unas migas de pan de centeno—. Déjame ver ese
currículum.
Sue sacó la vieja versión del
bolso. Él cogió un lápiz y, tras un somero repaso, lo tachó todo con una gran
X.
—Convencional. Demasiado
convencional —suspiró.
—¿Qué es lo que está mal? —dijo
Sue, herida. Se había esforzado mucho para redactarlo. Toda su carrera teatral
estaba en ese pedazo de papel. Todas las obras que había representado en
secundaria, incluidas las de un solo acto, señalando las galardonadas con el
Premio de la Thespian Society.10
Cada una de sus actuaciones en la ACLO, desde simple miembro del coro hasta la
interpretación del último año de Nellie Forbush en South Pacific. ¡Cinco temporadas y dieciocho musicales! Las
producciones en el café teatro Gaslamp Playhouse: como Emily en Our Town y como miembro del conjunto
musical en Zoo Story. La narración
que había leído como mensaje de la Marcha contra la Diabetes. Todas y cada una
de las actuaciones que había ofrecido Sue Gliebe figuraban en el currículum.
—Como decimos las viejas
reinonas: «A nadie le importa un carajo, cariño». —Bob se levantó, fue a su
dormitorio y sacó de debajo de la cama una vieja máquina de escribir envuelta
en una funda transparente—. Esta bestia es demasiado pesada. Debería guardarla
fuera. Haz un poquito de espacio en la mesa. —Ella apartó las sobras del
almuerzo y una pila de libros.
ϒ
La máquina de escribir era casi
tan grande como la radio de su abuela: una pieza de anticuario de metal negro,
que encajaba en aquel apartamento repleto de objetos curiosos. La máquina era
una Royal con secciones de vidrio en los costados, como ventanillas para
cualquier pajarito que decidiera anidar entre sus clavijas.
—¿Todavía funciona? —preguntó
Sue.
—Es una máquina de escribir,
criatura. Cinta. Aceite. Papel. Dedos diligentes. No necesita más. Esto, en cambio… —Cogió desdeñosamente
el registro de la actividad teatral de Sue, sujetándolo con dos dedos como si
fuera una cáscara de melón rancio. Entonces, usando el lápiz, se dedicó a
indicar los defectos—. Has de mencionar solo los papeles que has interpretado,
no la escuela de secundaria donde estudiaste ni el café teatro amateur Como-se-Llame. Tu única
actividad profesional es la Arizona Civil Light Opera, de modo que eso has de
destacarlo. Debes ponerlo arriba con grandes mayúsculas y situar la lista de
las mejores obras y los mejores papeles al principio, en vez de hacerlo en
orden cronológico. Si estabas en el coro, ponlo en la parte inferior diciendo
que hacías el papel de «Ellen Craymore» o «Candy Beaver». Y si alguien
pregunta, entonces explicas que estabas en el coro. Estos otros papeles, los de
secundaria y demás…
—¿Qué?
—Deben figurar bajo el título
«Teatro Regional». Adórnalo. No les cuentes que eran obras de un acto. No les
cuentes que ganaste ningún trofeo. No les cuentes que se representaron dos
fines de semana. Nada de eso. La obra. El papel. Tú estabas trabajando como
actriz en esa «región plagada-de-rocas», llamada Arizona, y tienes los títulos
para demostrarlo.
—Pero ¿eso no es mentir?
—A ellos les da igual. —Bob
volvió a señalar la hoja con el lápiz—. ¡Ah, vaya! ¡Has hecho anuncios! ¡Valley Furniture! ¡La marcha contra la
diabetes! No, no, no. Has de poner «Disponible para anuncios». Así verán que
has hecho anuncios, aunque ellos no te encargarán ninguno.
—¿De veras?
—Confía en Bobby Roy, Sue. Todos
los grandes lo hacen. Bueno, y esta última parte, este patético párrafo
enumerando tus «habilidades especiales»… Esto son tonterías para cualquiera que
esté al otro lado de la mesa de casting.
Y fíjate que no he dicho al otro lado de la cama.
—¿Y si andan buscando habilidades
especiales?
—Ya te lo preguntarán. Pero toda
esta lista… o sea. ¿Guitarra? Tú te sabes tres acordes, ¿no? Haces
malabarismos. Tres naranjas unos cuantos segundos, ¿cierto? Patinas sobre
ruedas. ¿Y qué crío no lo hace? Sabes esquiar, montar en bicicleta y en
monopatín. ¡Vaya chorrada! ¿De veras has puesto aquí que conoces el lenguaje
por señas?
—Aprendí un poquito para el Día
del Patrimonio Nativo. Este signo significa «torpe».
Bob le respondió con el único
signo que conocía.
—Y esto quiere decir «chorradas».
Tienes que entender que le van a dedicar cinco nanosegundos a tu currículum.
Los tipos del casting miran la foto y
a continuación te miran a ti para ver si coincide. ¿Eres una chica? ¿Tienes el
pelo rubio? ¿Posees un buen tipo? Si eres lo que están buscando, entonces le
dan la vuelta al currículum, echan un vistazo a tus títulos y a tus
mentirijillas y luego garabatean esas palabras mágicas: «Volver a llamar».
Bob metió una hoja en la vieja
Royal, ajustó los márgenes y los tabuladores, y en cuestión de unos minutos
había mecanografiado un nuevo currículum claro y nítido que lograba dar la
impresión de que Sue era la aspirante con más experiencia que se había subido
jamás a un autobús en dirección a la gran ciudad. Podía jactarse de haber
interpretado treinta papeles. Lo único que faltaba era su nombre en lo alto de
la hoja.
—Vamos a pensarnos esto un
momentito tomando un poco más de té —dijo Bob. —Llevó la bandeja del almuerzo a
la cocina y prendió otro fósforo gigante para encender el fogón—. Pondría más
Oreos, pero nos las acabaríamos comiendo.
—Pensar… ¿el qué? —Sue examinó su
nuevo currículum profesional. Ahora, gracias a lo que Bobby había escrito, se
apreciaba más a sí misma.
—¿Has pensado alguna vez en
cambiarte de nombre?
—Mi nombre auténtico es Susan
Noreen Gliebe. Pero siempre me han llamado Sue.
—Joan Crawford siempre se había
llamado Lucy LeSueur. A Leroy Scherer todos lo llamaban Júnior hasta que se
convirtió en Rock Hudson. ¿Has oído hablar de Frannie Gumm?
—¿De quién?
Bob tarareó el principio de «Over
the Rainbow».
—¿Judy Garland?
—Tiene más encanto que Frannie
Gumm, ¿no?
—Mis padres se llevarán un
disgusto si no uso mi nombre.
—Lo primero que hay que hacer
cuando vienes a Nueva York es darles un disgusto a tus padres. —El hervidor
empezó a silbar, y Bob volvió a llenar la tetera que estaba junto a la Royal—.
Y lo segundo es decir que has triunfado en la Gran Vía Blanca. Cosa que harás.
¿De verdad quieres ver ese nombre iluminado: Sue Gliebe?
Ella se sonrojó; no estaba
incómoda por el elogio, sino porque en el fondo estaba segura de que tenía
futuro como actriz. Quería ser una gran estrella. Sí, tan grande como Frances
Gumm.
Bobby sirvió más té en ambas
tazas.
—¿Y cómo pronuncias ese apellido?
¿«Gleeb»? ¿Glee-bee»? ¿«Glibe»? —Fingió un gran bostezo—. ¿Sabes cuál era el
nombre artístico de Tammy Grimes? Tammy Grimes. —Fingió otro bostezo aún más
grande.
—¿Qué tal… Susan Noreen? —Sue ya
se imaginaba ese nombre iluminado por los focos.
Bob desplazó la hoja en el
rodillo de la máquina de escribir y le dio unos golpecitos con el dedo.
—Este es el certificado de
nacimiento de una nueva Sue. Si pudieras retroceder en el tiempo y escoger otro
nombre para ti, para tu mami y tu papi, ¿qué nombre sería? ¿Elizabeth St. John?
¿Marilyn Conner-Bradley? ¿Holly Woodandvine?
—¿Puedo llamarme con un nombre
así?
—Habrá que cotejarlo en el
sindicato, pero sí. ¿Quién quieres ser, pajarito?
Sue cogió su taza de té. Había un
nombre con el que había soñado en su día, en secundaria, cuando cantó en un
grupo folk ante su sección de Young Life.11
Todo el mundo se estaba inventando nombres enrollados como Rainbow Spiritchaser
(Arcoíris Cazador de Espíritus). A ella se le ocurrió el suyo también, y se lo
imaginó en la portada de su primer LP.
—Joy Makepeace (Alegría
Pacificadora). —Lo dijo en voz alta, pero la cara de Bobby no mostró la menor
reacción.
—Hay un grave problema: huele a
señal de humo —dijo—. A menos que haya ADN nativo americano en el linaje
Gliebe.
Y así siguieron mientras
transcurría la tarde. A él se le fue ocurriendo toda una retahíla de nombres
artísticos, el mejor de los cuales era Susana Woods, y el peor Cassandra O’Day.
Las Oreo habían acabado apareciendo y ya las habían devorado. Sue seguía con el
enfoque «Joy». Joy Friendly. Joy Roarke. Joy Lovecraft.
—Joy Spilledmilk (Alegría
Lechederramada) —dijo Bobby.
Sue usó el baño. Incluso el
lavabo de Bob estaba repleto de tesoros adquiridos en subastas. A ella no le
cabía en la cabeza por qué iba a querer nadie un juego de bolos infantil de
Pedro Picapiedra y, sin embargo, ahí estaba.
Cuando salió, Bobby tenía en las
manos un montón de postales de época de París. Habían considerado nombres
franceses como Joan (por Juana de Arco), Yvette, Babette y Bernadette, pero
ninguno acababa de sonar bien.
—Humm. —Él alzó una de las
postales y se la enseñó—. La Rue Saint-Honoré. Así escrito, Honoré es
masculino. El femenino lleva una «e» más al final y se pronuncia igual. Honorée. ¿A que es encantador?
—Yo no soy francesa.
—Podríamos probar con un apellido
anglosajón. Algo simple, de una sílaba: Bates. Church. Smythe. Cooke.
—Ninguno está bien. —Sue hojeó el
montón de postales: la Torre Eiffel. Notre Dame. Charles de Gaulle.
—¿Honorée Goode? —dijo Bob. Lo
repitió de nuevo y le gustó cómo sonaba—. Ambos terminados en «e».
—Me llamarían Honorée Goody
Two-Shoes.12
—No, qué va. Todo el mundo finge
que sabe francés, mon petite oiseau.
Honorée Goode está bien, en serio. —Alargó el brazo, cogió del estante un
teléfono vintage negro, modelo
Princess, y marcó un número.
—Tengo un amigo en el sindicato.
Ahí manejan un ordenador; así no salen nombres duplicados. Jane Fonda, Faye
Dunaway, Raquel Welch… ¡ya están cogidos!
—¿Y Raquel Gliebe? A mis padres
no les disgustaría.
Bob ya estaba hablando con su
amigo Mark.
—Mark, Marky. Bob Roy. Sí, ya.
¿De veras? No sé nada desde que se largó en ese crucero. ¡Es un montón de
pasta! Oye, ¿puedes hacerme un pequeño favor? Mírame en la base de datos un
nombre artístico. No, uno que no esté cogido. Apellido, Goode, acabado en «e».
Nombre, Honorée. —Lo deletreó—. Con acento o lo que sea en la primera «e». Sí,
claro. Espero.
—No sé, Bobby… —Sue iba dándole
vueltas al nuevo nombre.
—Lo puedes decidir cuando vayas
al sindicato con tu primer contrato y un cheque por los derechos. Y entonces
puedes escoger Sue Gliebe o Catwoman Zelkowitz. Pero voy a decirte una cosa…
—Alguien se puso al teléfono, pero no era el amigo de Bob—. Sí, estoy esperando
a Mark. Gracias. —Volvió a mirar a Sue—. Yo fui al ensayo de Brigadoon. Y vi en el escenario a una
chica en el papel de Fiona que iba a hacer carrera.
Sue sonrió y se sonrojó. Ella era
esa Fiona. Había explotado a fondo ese papel, el primero que interpretaba fuera
del coro. Su Fiona le había abierto las puertas a todos los papeles que le
había ofrecido la ACLO, la había empujado a mudarse a Nueva York y le había
proporcionado un buen baño en la bañera de Bob Roy.
—Me encantó esa chica —dijo él—.
Me encantó esa actriz. No era la típica protagonista amargada porque Nueva York
no le había ofrecido lo suficiente. Ni una starlet
pintarrajeada que actuaba en la Civil Light Opera porque la distancia y el
maquillaje ocultaban que tenía cuarenta y tres años. Esa Fiona no era un
vejestorio emperifollado. No, ella era una gacela local, una chica de Arizona
capaz de apoderarse del escenario como Barrymore, capaz de cantar como Julie
Andrews, y con un par de tetas que ponían como locos a los chicos. Si te
hubieras presentado y me hubieras dicho que te llamabas Honorée Goode, yo
habría exclamado: «¡Vaya que sí!» Pero no, eras Sue Gliebe. Y yo pensé, ¿Sue
Gliebe? Esto no irá bien.
Sue Gliebe se sintió
reconfortada. Bobby Roy era su mayor admirador y ella lo adoraba. Si hubiera
sido quince años más joven y veinte kilos más ligero, y no fuera homosexual,
habría pasado la noche en su cama. Y quizá acabaría pasándola, de todos modos.
Mark volvió a ponerse al
teléfono.
—¿Estás seguro? —preguntó Bob—.
Con la «e» al final, ¿eh? Gracias, Marco. Sí. ¿El martes? ¿Por qué no? ¡Ciao! —Colgó el teléfono, tamborileó
sobre él con los dedos y dijo—: Ha llegado el momento de la gran decisión,
pajarito.
Sue se arrellanó en el mullido
sillón. Afuera, había dejado de llover. Bajo el albornoz, su piel ya se había
secado del todo y el jabón del baño le había dejado un delicado olor a agua de
rosas. La enorme radio emitía suavemente un estándar de jazz orquestado y, por
primera vez, Nueva York parecía el lugar natural para Sue Gliebe…
EXACTAMENTE
UN AÑO DESPUÉS
QUIÉN ES QUIÉN EN EL REPARTO
Honorée Goode (Miss Wentworth) — La señorita Goode se
formó en la Arizona Civic Light Opera. Fue nominada el pasado año para un
premio Obie por su interpretación de Kate Brunswick en Backwater Blues, de Joe
Runyan. Esta representación es su debut en Broadway, y quiere dar las gracias a
sus padres y a Robert Roy, júnior, por haberlo hecho posible.