Era un lunes por la mañana de
principios de noviembre de 1978 y, tal como todos los días durante los últimos
seis meses, Sue Gliebe ya estaba levantada y fuera del apartamento antes de que
sus compañeras se despertaran siquiera. Rebecca estaba dormida a dos metros del
suelo, en la litera de la sala de estar, y Shelley probablemente seguía
descompuesta tras la puerta cerrada del único dormitorio del apartamento.
Sue se había duchado deprisa y
sin ruido en la reducida bañera, que tenía un tubo de goma adosado al grifo. El
chorro de agua salía sin fuerza, a ratos tibio y a ratos tan ardiente como la
superficie del planeta Mercurio. Desde que había llegado a Nueva York, aún no
había logrado sentirse limpia de verdad, y el cuero cabelludo empezaba a
picarle. Se vistió en medio del vapor del diminuto baño, se puso los zapatos
que habían quedado bajo el sofá de la sala, donde había dormido, se colocó en
bandolera su gran bolso de cuero y cogió el paraguas que se había comprado el
viernes. Se acercaba otra tormenta, según las noticias, pero ella estaba
preparada: había pagado cinco dólares a uno de los muchos hombres que aparecían
con cajas de paraguas en cuanto las nubes se cargaban de lluvia. Salió con el
mayor sigilo posible y cerró la puerta, asegurándose de que sonaba el clic del
cerrojo. En una ocasión había olvidado comprobarlo, y Shelley le había echado
un airado sermón sobre los peligros de dejar una puerta abierta en Nueva York.
Que no sonara el clic era un fallo grave.
Sus dos compañeras habían acabado
mirándola como a una especie de apestada a la que había que esquivar. Aunque,
en realidad, ellas no eran sus compañeras de piso, sino sus anfitrionas, y
conseguían que se sintiera tan bienvenida como un parásito abdominal. Rebecca
había estado muy simpática el anterior verano, mientras trabajaba en vestuario
para la Arizona Civil Light Opera (ACLO). Sue, una actriz local, interpretaba
tres papeles destacados. Entonces eran compinches. Algunos días, cuando no
había demasiado trabajo, Rebecca iba a nadar a la piscina de los Gliebe y
asistía a las juergas de la compañía en el patio de la casa familiar. En una
ocasión, le había ofrecido a Sue su sofá durante «una temporada» si alguna vez
llegaba a ir a Nueva York. Cuando se presentó con tres maletas, ochocientos
dólares ahorrados y un sueño, la auténtica compañera de piso de Rebecca,
Shelley, dio su consentimiento con un «Sí, vale.» Pero eso había ocurrido hacía
siete semanas, y Sue seguía pasando todas las noches en el sofá de la sala de
estar. El ambiente en el apartamento de un único dormitorio, junto al Upper
Broadway, había pasado de la calidez hospitalaria al frío polar ártico. Rebecca
quería que Sue se largara; Shelley, que se muriera. Sue confiaba en ganarse una
prórroga y un poco de buena voluntad aportando cincuenta dólares al alquiler;
también llevando leche, zumo de naranja Tropicana y, en una ocasión, una cosa
llamada pastel negro que Shelley se zampó para desayunar. Esos gestos, lejos de
ser agradecidos, se daban por descontados.
¿Qué podía hacer? ¿A dónde iba a
ir? Todos los días buscaba su propio apartamento en Nueva York, pero las
agencias —Apartment Finders y Westside Spaces— solo tenían ofertas en edificios
oscuros y manchados de orines donde nadie respondía al interfono, o apartamentos
que ya no estaban disponibles, o que ni siquiera existían. Shelley le dijo que
pusiera una nota de «piso compartido» en el tablón del Actor’s Equity, pero Sue
le confesó que todavía no se había afiliado al sindicato: no podía hacerlo
hasta que no tuviera un trabajo como actriz. Shelley, entornando los ojos, le
dirigió una mirada de suprema decepción y soltó otro: «Sí, vale.» A lo que
añadió: «La próxima vez que vayas al súper, compra una lata grande de café, por
favor». En su octava semana —el comienzo de su tercer mes en la isla de
Manhattan—, la joven promesa de Arizona que había interpretado a Maria en West Side Story (durante la última
temporada en la ACLO) tenía tendencia a llorar por la noche, en silencio, en su
saco de dormir instalado sobre el sofá, mientras contemplaba las siluetas de
las rejas de seguridad de las ventanas (¿esas rejas realmente eran a prueba de
cacos?). En el metro, que costaba cincuenta centavos el viaje, debía contener a
menudo las lágrimas, angustiada por la posibilidad de que alguien la viera como
una agraciada joven en apuros y que, bueno, quisiera robarle o algo peor.
Trasladarse a Nueva York había constituido un acto de fe: de fe en sí misma, en
su talento y en las promesas de la ciudad que nunca duerme. Se suponía que tenía
que ser una aventura: como una escena de película en la que ella saldría por la
entrada de artistas después de una actuación y besaría a un apuesto marinero de
permiso; o como un episodio de la serie de televisión Esa chica, en el que tendría un apartamento con una gran cocina y
unas persianas de listones, y un novio que trabajaría en la revista Newsview. Pero Nueva York no estaba
colaborando. Cómo era posible que las cosas le fueran tan mal a Sue Gliebe, que
era la auténtica definición de una artista todoterreno: ¡sabía cantar, bailar y
actuar! ¡Sus propios padres habían reconocido ese talento en bruto cuando
apenas era una cría! ¡Había sido la protagonista de todas las representaciones
de secundaria! ¡Había sido escogida entre el coro de la Civic Light Opera para
convertirse en la actriz principal durante tres temporadas seguidas! ¡Había
hecho el musical Hight Button Shoes
con Monty Hall, el presentador del programa de televisión Let’s Make a Deal! ¡Le habían organizado una fiesta de despedida
con un gran cartel que decía DIRECTA A BROODWAY!
Entonces, ¿por qué la hacía
llorar Nueva York? En su primera noche en la ciudad, cuando Rebecca la llevó en
autobús a ver el Lincoln Center, había contemplado a toda la gente que
desfilaba por el Upper Broadway y había preguntado en serio: «¿A dónde va todo
el mundo?». Ahora ya sabía que todo el mundo iba a todas partes. Esa mañana,
ella se dirigía al banco, a la sucursal del Manufacturers Hanover, donde había
abierto una cuenta hacía cinco semanas. Desde detrás de un panel de Plexiglás
(a prueba de balas), una cajera desganada le deslizó por la ranura un billete
de diez dólares, uno de cinco y cinco billetes de dólar. Ahora sus ahorros se
reducían exactamente a quinientos sesenta y cuatro dólares. Ya se había gastado
en Nueva York más de doscientos, y lo único que podía mostrar a cambio era un
paraguas de cinco dólares: uno azul con mango telescópico.
Después del banco, fue a una
cafetería y pidió un pastel sencillo —el más barato— y un café con azúcar,
leche y crema. Ese era su desayuno. Comió de pie frente a un mostrador pegajoso
de trocitos de azúcar glaseado y café derramado. Escasamente fortalecida,
caminó hasta la oficina de Apartment Finders, en Columbus Avenue, que se
hallaba subiendo por una ancha escalera, encima de un restaurante chino. Las
listas expuestas no habían cambiado desde el sábado, pero revisó el tablón de
todos modos, buscando algún diamante extraviado, una gema milagrosamente
desapercibida, un lugar que llevara escrito su nombre. Apartment Finders le
había costado cincuenta dólares al mes, un dinero que bien podría haber
empleado en poner cirios al patrón de los desamparados. Volvería a pasarse más
tarde, cuando, supuestamente, colgarían más listas, pero ya sabía de antemano
que sus esperanzas se verían de nuevo defraudadas.
Pensó que ya estaba adaptándose a
Gotham, porque giró sobre sus talones y se dirigió de nuevo a Broadway con un
objetivo. No perdería el tiempo paseando por Central Park, donde las zonas de
césped estaban llenas de malas hierbas y los bancos, desvencijados, los
terrenos de juego, sucios y los senderos, sembrados de tazas de café
desechables, condones usados y otros desperdicios. No recorrería las tiendas de
discos y libros sin comprar nada. No gastaría dinero en los periódicos de la
profesión —Show Biz, Back Stage o Daily Variety— para buscar noticias de entrevistas del sindicato de
actores o de audiciones para actores no sindicados. Hoy no. Hoy iba a ir a la
Biblioteca Pública, el famoso edificio de la calle Curaenta y Dos y la Quinta,
que constituía un punto de referencia y en cuya entrada destacaban los leones
de piedra.
A dos manzanas de la estación de
la calle Ochenta y Seis, empezó a llover. Sue se detuvo, sacó el paraguas y
apretó el botón del mango telescópico, pero el mango no se desplegó. Tiró de la
tela para abrirlo a la fuerza, pero lo único que consiguió fue torcer unas
cuantas varillas. Cuando trató de deslizar el pasador de plástico del bastón
metálico, el paraguas se dobló sobre sí mismo como una mesa plegable. Lo sacudió
varias veces e intentó forzar el pasador, pero solo se desplegó la mitad de la
tela. Al arreciar la lluvia, cerró el paraguas y lo abrió de nuevo, pero
entonces se dio la vuelta como un guante y varias varillas más quedaron
sueltas, como costillas arrancadas.
Dándose por vencida, intentó
introducir el inútil esqueleto en una papelera rebosante a la altura de
Broadway y la calle Ochenta y Ocho, pero el paraguas parecía resistirse y se
negaba a encajar entre los demás desperdicios. Hicieron falta cuatro intentos
para que se quedara en su sitio.
La joven se apresuró hacia la
estación de metro. El pelo le chorreaba mientras hacía cola en el quiosco para
adquirir las dos fichas que necesitaría para los viajes de ese día.
Los trenes iban con retraso. Una
inundación en las vías de la zona alta de la ciudad. La multitud fue creciendo
en el andén, hasta el punto de que empujó a Sue hasta muy cerca de la línea
amarilla de seguridad. Con un simple golpe habría podido caerse a la vía.
Cuarenta minutos más tarde, se hallaba de pie en un vagón abarrotado. Los
pasajeros se apretujaban unos contra otros y, con el calor corporal, ascendía
el vapor de sus gruesos abrigos empapados. El ambiente estaba tan cargado y
sofocante que rompió a sudar. En Columbus Circle el tren paró y permaneció
detenido diez minutos, con las puertas cerradas, impidiendo la huida.
Finalmente, en Times Square, salió a empujones e ingresó en la riada de gente
que había logrado encontrar las escaleras. Subió y subió, cruzó los
torniquetes, subió más escaleras aún y emergió en el caos de la «encrucijada
del mundo», donde todo el mundo iba a todas partes.
Times Square era la versión
exterior de la estación de tren: mugrienta, inundada y atestada de gente. Sue
había aprendido una lección básica desde su llegada a la ciudad: había que
mantenerse en movimiento, caminar con paso decidido aunque no tuviera a dónde
ir, especialmente a lo largo de la calle Cuarenta y Dos, donde había que ir
sorteando a los desechos humanos que se daban cita allí por las drogas y el
porno y —cuando llovía— para vender paraguas de cinco dólares.
Ya había recorrido la zona otras
veces para buscar empleo en las agencias artísticas de medio pelo, que tenían
sus oficinas en la gran equis donde Broadway se cruzaba con la Séptima Avenida.
Le había sorprendido encontrar personas normales en despachos normales haciendo
tareas normales en pisos que quedaban a poca altura del bullicio de Times
Square. No había tenido éxito con ninguno de los agentes: nunca pasaba de la
recepción y debía conformarse con dejar su currículum a unas secretarias que
decían: «Sí, vale», con un tono extraordinariamente similar al de su
coanfitriona Shelley.
Este lunes, su objetivo era el
currículum.
En su último mes en Scottsdale,
había hecho un par de anuncios televisivos para la Valley Home Furniture, en
los que abría los brazos y exclamaba: «¡Todas las habitaciones, todos los
estilos, todos los bolsillos!». Luego, durante cuatro fines de semana, había
actuado en la Feria Medieval de Otoño, citando a Shakespeare en el papel de la
Moza Exuberante por treinta dólares al día. Había añadido estos méritos en su
currículum con bolígrafo, pero era consciente de que eso daba una impresión…
bueno, de aficionada. Así pues, volvería a mecanografiarlo todo, le pediría a
un impresor que sacara un centenar de copias y graparía detrás de cada copia
una foto suya: una instantánea en la que parecía Cheryl Ladd, de Los ángeles de Charlie, pero con un
escote de verdad.
El problema era que no tenía
máquina de escribir; y Rebecca, tampoco. Cuando le había preguntado a Shelley
si disponía de una para prestarle, ella no le dijo que no la tuviera; le dijo:
«En la biblioteca las alquilan». De ahí que Sue Gliebe caminara sin paraguas
por la calle Cuarenta y Dos en dirección este, pasando junto a un adolescente
con pinta de colocado que se había sacado el pene de los pantalones y meaba
tambaleándose. Ninguna persona le prestó atención.
En el momento exacto en que
descubrió que la Biblioteca Pública cerraba los lunes, un relámpago iluminó el
cielo de Manhattan. Se quedó ante la entrada lateral del histórico edificio,
cuya puerta estaba cerrada, como si fuera incapaz de captar el sentido de estas
tres sencillas palabras: «Cerrado los lunes». Y cuando una serie de truenos
ahogaban los bocinazos del tráfico, Sue perdió la batalla contra las lágrimas.
La acumulación de desilusiones era excesiva: sus compañeras de piso de Nueva
York no eran unas simpáticas almas gemelas; Central Park era un lugar lleno de
árboles pelados, bancos inutilizables y gomas usadas; las ventanas tenían rejas
de seguridad que dejaban encerrados a los violadores fuera y a las víctimas,
dentro; ningún apuesto marinero estaba deseando conocer a una chica y llevarse
un beso. No. En Nueva York las agencias inmobiliarias te engañaban y se
quedaban tu dinero, los drogadictos se aliviaban a la vista de todo el mundo y
la Biblioteca Pública cerraba los lunes.
Se echó a llorar allí mismo, en
la calle Cuarenta y Dos, entre la Quinta y la Sexta avenida (o avenida de las
Américas, según el mapa). Sollozaba, jadeaba, se deshacía en lágrimas: el
número completo. Exactamente la misma cantidad de gente que había reparado en
el pene del tipo drogado se detuvo a ayudarla o miró siquiera a esa chica que
estaba pasando un día tan horrible como para sollozar en público. Hasta que…
—¡Sue Gliebe! —gritó una voz
masculina—. ¡Mi pajarito!
Bob Roy era el único hombre del
mundo que la llamaba así. Había sido el director general de la Arizona Civic
Light Opera, la ACLO, pero vivía en Nueva York. Era un profesional del teatro,
contratado por temporadas, y homosexual. Había trabajado en su día como actor
en Broadway y también había hecho anuncios en los años 60, pero posteriormente
se había dedicado a la gestión teatral para tener un ingreso fijo. Dirigir la
Civic Light Opera en el oeste era como un campamento de verano para él —lo
hacía todos los años—, y solía asumir sus deberes con un poco menos de seriedad
de lo que se dedicaba a divertirse y a chismorrear. Parecía saberlo todo del
teatro, y si trabajabas en su compañía y era él quien firmaba tus cheques, no
había término medio: o te adoraba, o te odiaba. Tu situación dependía
totalmente de hacia dónde soplara el viento en su ánimo.
Él había adorado a Sue Gliebe
desde el mismo momento en que la había visto en una prueba de vestuario para Brigadoon en el verano del año 76. Le
cautivó su juventud, su mata de pelo de un rubio del color de la miel, sus ojos
claros llenos de bondad y su concienzuda ética profesional. La adoraba porque
siempre se presentaba con puntualidad, porque se sabía su texto y tenía ideas
para su actuación en el escenario. Se sentía fascinado por su cuerpo bronceado,
por sus firmes tetas, por su falta de timidez, de ego y de mala baba. Todos los
hombres heterosexuales de la ACLO —los siete, de hecho— querían follársela,
pero ella no era así. La mayoría de las actrices ansiaban esa clase de
adoración y exigían para ellas el camerino más grande, pero Sue Gliebe no
quería otra cosa que subir al escenario. Después de tres temporadas, no había
cambiado ni pizca, y él la adoraba todavía más por ello.
Bob estaba en un taxi parado
junto a la acera, con la ventanilla bajada y la lluvia cayendo entre ambos.
—¡Sube al taxi ahora mismo! —le
ordenó.
Se apartó para hacerle sitio y el
taxista arrancó.
—Ver a Eva Gabor en la calle
Cuarenta y Dos me habría sorprendido menos que encontrarte a ti. ¿Estás
llorando?
—No. Sí. ¡Ay, Bobby!
Sue se explicó: llevaba dos meses
en la ciudad durmiendo en el sofá de Rebecca. Sus ahorros se estaban agotando.
Los agentes no le daban ni la hora. Había visto a un hombre orinando en la
calle. Y ahora lloraba en concreto porque las únicas películas que contaban la
verdad sobre Nueva York eran las que hablaban de parques en los que abundaban
los drogadictos y de taxistas en pleno frenesí asesino. Bob Roy se echó a reír
a carcajadas.
—¿Llevas dos meses en Nueva York
y no me has llamado? Mira que eres mala, Sue. Mala, mala.
—No tenía tu número.
—¿Qué estabas haciendo en Times
Square?
—Iba a la biblioteca.
—¿Para leer el último misterio de
Nancy Drew? Yo habría dicho que a estas alturas ya los habías leído todos.
—Es que tienen máquinas de
escribir. Necesito una para renovar mi currículum.
—Pajarito —dijo Bob—. Primero
tienes que renovarte tú. ¿Qué tal una taza de té o de café instantáneo? Cualquier
cosa que sirva para serenar a la pequeña Sue, criada en territorio indio.
El taxi los llevó al apartamento
de Bob, que estaba en el bajo Manhattan, en un barrio espantoso de edificios de
seis pisos y cubos de basura abollados a lo largo de las aceras. Le dio al
taxista seis dólares y no pidió el cambio. Sue lo siguió bajo la lluvia y subió
tras él los peldaños de la entrada, cruzó la maciza puerta principal y subió
cuatro pisos por una escalera estrecha y zigzagueante hasta el apartamento 4D.
Él empleó tres llaves para abrir las tres cerraduras de la puerta.
Desde el lóbrego pasillo, cuyas
paredes verdes viraban hacia un gris sucio y cuyo suelo estaba compuesto por
una mezcolanza de baldosas rotas y desparejadas, Sue accedió a un refugio que
olía a velas aromáticas y detergente de limón: todo un gabinete de curiosidades
entre las que destacaba la bañera situada justo en medio de la pequeña cocina.
El piso tipo vagón de Bob Roy contaba con cuatro estrechas habitaciones
comunicadas entre sí, cada una de ellas atiborrada de chucherías, chismes,
piezas de mobiliario de todos los estilos, estantes, libros, fotos enmarcadas,
trofeos comprados en mercadillos, discos antiguos, lamparillas y calendarios de
hacía décadas.
—Sí, ya sé —dijo él—. Parece como
si vendiera pociones mágicas aquí, como si fuera el dibujo de Disney de un
tejón. —Encendió un fogón de la cocina con un fósforo gigante y llenó de agua
del grifo un reluciente hervidor de estilo inglés antiguo. Mientras ponía las
tazas en la bandeja, añadió—: Él té estará en diez minutos, pajarito. Ponte a
tus anchas.
La habitación contigua a la
cocina era un pasillo en realidad, un estrecho corredor que discurría entre
tesoros y desechos. En la sala de estar había tres grandes sillones de
diferentes épocas —un La-Z-Boy, entre ellos—, cada uno adornado con un tapiz de
vistoso colorido. En el centro, había una mesa de café circular, casi demasiado
grande para ese espacio cuadrado, con montones de libros, una cigarrera repleta
de lápices afilados, un jarrón con una orquídea artificial y dos insectos de
juguete colocados como si estuvieran luchando o apareándose. Afuera la lluvia
seguía cayendo con fuerza, pero las cortinas de las ventanas (que muy bien
podrían haber sido de una mansión de antes de la guerra) amortiguaban el fragor
de la tormenta. La última habitación del piso era el dormitorio de Bob, que
estaba ocupado en su mayor parte por una cama con una columna en cada esquina.
—Nunca consigo mudarme de este
sitio. Tardaría años en recogerlo todo —le gritó Bob desde la cocina, que
estaba a poco más de dos metros—. Enciende la radio, ¿quieres?
—Si es que la encuentro —murmuró
Sue. Oyó cómo él se reía. Tuvo que concentrarse y dejar de lado montones de
cosas, como si estuviera en un «reino perdido y olvidado», para conseguir
encontrarla. La radio era un armatoste de madera clara del tamaño de un
congelador, con mandos circulares que parecían fichas de póquer y cuatro
hileras de números para las distintas frecuencias. Giró el de ON/OFF VOLUMEN
hasta que sonó un ¡cloc! tan fuerte que incluso Bob debió de oírlo.
—Las lámparas han de calentarse
—le dijo él.
—¿Capta la onda corta de la Unión
Soviética?
—¿Cómo lo sabes?
—Mi abuela tenía una radio igual.
—¡Y la mía! Así es.
Él llegó con una bandeja y dos
tazas, una jarra de leche, un cuenco de azúcar con una abeja pintada en la tapa
y un plato lleno de galletas Oreo.
—Puedes quitarte el abrigo, a
menos que te guste estar mojada. —Una composición orquestal salió de la radio
al mismo tiempo que el hervidor emitía un pitido armonioso.
El té caliente con leche, tres
Oreos y el ambiente confortable del apartamento consiguieron que Sue pudiera
respirar hondo por primera vez en varios meses. Dejó escapar un gran suspiro,
como una ola rizada de espuma, y se arrellanó en un sillón tan mullido que
reunía todas las letras de la palabra «acogedor».
—Bueno —dijo Bob—. Cuéntamelo
todo.
Ella, animada por su comprensión,
se abrió en el acto y se lo explicó… bueno, todo. Él le mostró su apoyo ante
cada historia y cada anécdota: ¡Nueva York era la ciudad donde debía estar!
¡Shelley y sus «Sí, vale» eran previsibles en una idiota de ese calibre! El
metro no era peligroso siempre que no miraras a nadie a los ojos. Para
encontrar un apartamento debías revisar los anuncios clasificados del Times y The Village Voice, pero tenías que hacerlo a primera hora, a las
siete de la mañana, y salir pitando a ver los apartamentos con una bolsa de
donuts, porque el casero siempre le abriría la puerta a una chica guapa
dispuesta a ofrecerle un dónut. De ahí, se remontaron en el tiempo y
rememoraron las temporadas de verano en Arizona, comparando los cotilleos que
circulaban entre bastidores con los que se contaban entre los directivos, las
aventuras amorosas que habían salido fatal, la figura de Monty Hall, a quien
Sue consideraba un profesional serio… Bob se atragantó con el té, riendo.
—¿Has almorzado?
—No. Pensaba darme el lujo de una
porción de pizza. —A medio dólar la
porción, la pizza se había convertido
en su tentempié favorito a mediodía.
—Voy a bajar al súper. Tú quítate
esa ropa y date un baño caliente. Te dejaré un albornoz que birlé en un spa del desierto y después comeremos
como judíos de clase media.
Bob fue a la cocina y retiró la
gran tabla de carnicero que cubría la bañera. Que estuviera en medio de la
cocina se explicaba al parecer por la fontanería original del antiguo edificio.
Abrió el grifo y, mientras las nubes de vapor iban empañando la ventana,
también protegida con reja de seguridad, dejó el albornoz sobre una silla. En
una delicada cesta de mimbre había jabón aromatizado, champú, acondicionador,
una esponja natural y una jarra para recoger agua y enjuagarse.
—Yo me tomaré mi tiempo. Tú ponte
en remojo. —Bob salió y cerró la puerta con dos llaves.
Después de las duchas tibias y
abreviadas a las que se había habituado, Sue saboreó la sensación del agua
caliente en su piel y no paró de rociarse la cabeza con la jarra. Resultaba
extraño darse un baño en una cocina como aquella, pero la chica estaba sola,
totalmente a sus anchas, y la bañera era como el jacuzzi del patio de la familia Gliebe. Se remojó, restregó y
enjuagó hasta sentirse verdadera y maravillosamente limpia. Aún seguía en el
agua cuando se abrieron los cerrojos de la puerta y apareció Bob con una gran
bolsa del súper.
—Todavía desnuda, ya veo —dijo
sin molestarse en apartar la mirada. A Sue no le importó. Si «los camerinos no
eran lugar para el pudor», como decían en el mundo del teatro, la cocina de Bob
Roy no era lugar para sonrojarse.
Los miembros ahora blanquísimos
de Sue flotaban con holgura en el enorme albornoz masculino mientras, sentada
otra vez en el sillón, se pasaba un peine por el pelo húmedo. Bob colocó sobre
la mesa de café sándwiches de pan de molde, unos cartones de sopa, ensalada de
col con mayonesa, pepinillos en rodajas y unas latas de agua de seltz. Mientras
comían, charlaron de películas y piezas de teatro. Él le dijo que podía
conseguir entradas gratis para las obras de medio pelo de Broadway y asientos
baratos para las de mayor éxito, así que ya no debería pasar más noches en
Nueva York sin otra cosa que hacer que aguantar malas caras en el sofá de
Rebecca. Él haría una ronda de llamadas a sus amistades para ver qué agentes
podían conseguirle alguna que otra entrevista, aunque no podía prometerle más.
Conocía a varios pianistas, colaboradores de los ensayos, que podían ayudarla a
preparar las audiciones; dispondría de partitura y le transportarían la clave a
su propio tono.
—Bueno, pajarito —dijo Bob,
sacudiéndose de las manos unas migas de pan de centeno—. Déjame ver ese
currículum.
Sue sacó la vieja versión del
bolso. Él cogió un lápiz y, tras un somero repaso, lo tachó todo con una gran
X.
—Convencional. Demasiado
convencional —suspiró.
—¿Qué es lo que está mal? —dijo
Sue, herida. Se había esforzado mucho para redactarlo. Toda su carrera teatral
estaba en ese pedazo de papel. Todas las obras que había representado en
secundaria, incluidas las de un solo acto, señalando las galardonadas con el
Premio de la Thespian Society.10
Cada una de sus actuaciones en la ACLO, desde simple miembro del coro hasta la
interpretación del último año de Nellie Forbush en South Pacific. ¡Cinco temporadas y dieciocho musicales! Las
producciones en el café teatro Gaslamp Playhouse: como Emily en Our Town y como miembro del conjunto
musical en Zoo Story. La narración
que había leído como mensaje de la Marcha contra la Diabetes. Todas y cada una
de las actuaciones que había ofrecido Sue Gliebe figuraban en el currículum.
—Como decimos las viejas
reinonas: «A nadie le importa un carajo, cariño». —Bob se levantó, fue a su
dormitorio y sacó de debajo de la cama una vieja máquina de escribir envuelta
en una funda transparente—. Esta bestia es demasiado pesada. Debería guardarla
fuera. Haz un poquito de espacio en la mesa. —Ella apartó las sobras del
almuerzo y una pila de libros.
ϒ
La máquina de escribir era casi
tan grande como la radio de su abuela: una pieza de anticuario de metal negro,
que encajaba en aquel apartamento repleto de objetos curiosos. La máquina era
una Royal con secciones de vidrio en los costados, como ventanillas para
cualquier pajarito que decidiera anidar entre sus clavijas.
—¿Todavía funciona? —preguntó
Sue.
—Es una máquina de escribir,
criatura. Cinta. Aceite. Papel. Dedos diligentes. No necesita más. Esto, en cambio… —Cogió desdeñosamente
el registro de la actividad teatral de Sue, sujetándolo con dos dedos como si
fuera una cáscara de melón rancio. Entonces, usando el lápiz, se dedicó a
indicar los defectos—. Has de mencionar solo los papeles que has interpretado,
no la escuela de secundaria donde estudiaste ni el café teatro amateur Como-se-Llame. Tu única
actividad profesional es la Arizona Civil Light Opera, de modo que eso has de
destacarlo. Debes ponerlo arriba con grandes mayúsculas y situar la lista de
las mejores obras y los mejores papeles al principio, en vez de hacerlo en
orden cronológico. Si estabas en el coro, ponlo en la parte inferior diciendo
que hacías el papel de «Ellen Craymore» o «Candy Beaver». Y si alguien
pregunta, entonces explicas que estabas en el coro. Estos otros papeles, los de
secundaria y demás…
—¿Qué?
—Deben figurar bajo el título
«Teatro Regional». Adórnalo. No les cuentes que eran obras de un acto. No les
cuentes que ganaste ningún trofeo. No les cuentes que se representaron dos
fines de semana. Nada de eso. La obra. El papel. Tú estabas trabajando como
actriz en esa «región plagada-de-rocas», llamada Arizona, y tienes los títulos
para demostrarlo.
—Pero ¿eso no es mentir?
—A ellos les da igual. —Bob
volvió a señalar la hoja con el lápiz—. ¡Ah, vaya! ¡Has hecho anuncios! ¡Valley Furniture! ¡La marcha contra la
diabetes! No, no, no. Has de poner «Disponible para anuncios». Así verán que
has hecho anuncios, aunque ellos no te encargarán ninguno.
—¿De veras?
—Confía en Bobby Roy, Sue. Todos
los grandes lo hacen. Bueno, y esta última parte, este patético párrafo
enumerando tus «habilidades especiales»… Esto son tonterías para cualquiera que
esté al otro lado de la mesa de casting.
Y fíjate que no he dicho al otro lado de la cama.
—¿Y si andan buscando habilidades
especiales?
—Ya te lo preguntarán. Pero toda
esta lista… o sea. ¿Guitarra? Tú te sabes tres acordes, ¿no? Haces
malabarismos. Tres naranjas unos cuantos segundos, ¿cierto? Patinas sobre
ruedas. ¿Y qué crío no lo hace? Sabes esquiar, montar en bicicleta y en
monopatín. ¡Vaya chorrada! ¿De veras has puesto aquí que conoces el lenguaje
por señas?
—Aprendí un poquito para el Día
del Patrimonio Nativo. Este signo significa «torpe».
Bob le respondió con el único
signo que conocía.
—Y esto quiere decir «chorradas».
Tienes que entender que le van a dedicar cinco nanosegundos a tu currículum.
Los tipos del casting miran la foto y
a continuación te miran a ti para ver si coincide. ¿Eres una chica? ¿Tienes el
pelo rubio? ¿Posees un buen tipo? Si eres lo que están buscando, entonces le
dan la vuelta al currículum, echan un vistazo a tus títulos y a tus
mentirijillas y luego garabatean esas palabras mágicas: «Volver a llamar».
Bob metió una hoja en la vieja
Royal, ajustó los márgenes y los tabuladores, y en cuestión de unos minutos
había mecanografiado un nuevo currículum claro y nítido que lograba dar la
impresión de que Sue era la aspirante con más experiencia que se había subido
jamás a un autobús en dirección a la gran ciudad. Podía jactarse de haber
interpretado treinta papeles. Lo único que faltaba era su nombre en lo alto de
la hoja.
—Vamos a pensarnos esto un
momentito tomando un poco más de té —dijo Bob. —Llevó la bandeja del almuerzo a
la cocina y prendió otro fósforo gigante para encender el fogón—. Pondría más
Oreos, pero nos las acabaríamos comiendo.
—Pensar… ¿el qué? —Sue examinó su
nuevo currículum profesional. Ahora, gracias a lo que Bobby había escrito, se
apreciaba más a sí misma.
—¿Has pensado alguna vez en
cambiarte de nombre?
—Mi nombre auténtico es Susan
Noreen Gliebe. Pero siempre me han llamado Sue.
—Joan Crawford siempre se había
llamado Lucy LeSueur. A Leroy Scherer todos lo llamaban Júnior hasta que se
convirtió en Rock Hudson. ¿Has oído hablar de Frannie Gumm?
—¿De quién?
Bob tarareó el principio de «Over
the Rainbow».
—¿Judy Garland?
—Tiene más encanto que Frannie
Gumm, ¿no?
—Mis padres se llevarán un
disgusto si no uso mi nombre.
—Lo primero que hay que hacer
cuando vienes a Nueva York es darles un disgusto a tus padres. —El hervidor
empezó a silbar, y Bob volvió a llenar la tetera que estaba junto a la Royal—.
Y lo segundo es decir que has triunfado en la Gran Vía Blanca. Cosa que harás.
¿De verdad quieres ver ese nombre iluminado: Sue Gliebe?
Ella se sonrojó; no estaba
incómoda por el elogio, sino porque en el fondo estaba segura de que tenía
futuro como actriz. Quería ser una gran estrella. Sí, tan grande como Frances
Gumm.
Bobby sirvió más té en ambas
tazas.
—¿Y cómo pronuncias ese apellido?
¿«Gleeb»? ¿Glee-bee»? ¿«Glibe»? —Fingió un gran bostezo—. ¿Sabes cuál era el
nombre artístico de Tammy Grimes? Tammy Grimes. —Fingió otro bostezo aún más
grande.
—¿Qué tal… Susan Noreen? —Sue ya
se imaginaba ese nombre iluminado por los focos.
Bob desplazó la hoja en el
rodillo de la máquina de escribir y le dio unos golpecitos con el dedo.
—Este es el certificado de
nacimiento de una nueva Sue. Si pudieras retroceder en el tiempo y escoger otro
nombre para ti, para tu mami y tu papi, ¿qué nombre sería? ¿Elizabeth St. John?
¿Marilyn Conner-Bradley? ¿Holly Woodandvine?
—¿Puedo llamarme con un nombre
así?
—Habrá que cotejarlo en el
sindicato, pero sí. ¿Quién quieres ser, pajarito?
Sue cogió su taza de té. Había un
nombre con el que había soñado en su día, en secundaria, cuando cantó en un
grupo folk ante su sección de Young Life.11
Todo el mundo se estaba inventando nombres enrollados como Rainbow Spiritchaser
(Arcoíris Cazador de Espíritus). A ella se le ocurrió el suyo también, y se lo
imaginó en la portada de su primer LP.
—Joy Makepeace (Alegría
Pacificadora). —Lo dijo en voz alta, pero la cara de Bobby no mostró la menor
reacción.
—Hay un grave problema: huele a
señal de humo —dijo—. A menos que haya ADN nativo americano en el linaje
Gliebe.
Y así siguieron mientras
transcurría la tarde. A él se le fue ocurriendo toda una retahíla de nombres
artísticos, el mejor de los cuales era Susana Woods, y el peor Cassandra O’Day.
Las Oreo habían acabado apareciendo y ya las habían devorado. Sue seguía con el
enfoque «Joy». Joy Friendly. Joy Roarke. Joy Lovecraft.
—Joy Spilledmilk (Alegría
Lechederramada) —dijo Bobby.
Sue usó el baño. Incluso el
lavabo de Bob estaba repleto de tesoros adquiridos en subastas. A ella no le
cabía en la cabeza por qué iba a querer nadie un juego de bolos infantil de
Pedro Picapiedra y, sin embargo, ahí estaba.
Cuando salió, Bobby tenía en las
manos un montón de postales de época de París. Habían considerado nombres
franceses como Joan (por Juana de Arco), Yvette, Babette y Bernadette, pero
ninguno acababa de sonar bien.
—Humm. —Él alzó una de las
postales y se la enseñó—. La Rue Saint-Honoré. Así escrito, Honoré es
masculino. El femenino lleva una «e» más al final y se pronuncia igual. Honorée. ¿A que es encantador?
—Yo no soy francesa.
—Podríamos probar con un apellido
anglosajón. Algo simple, de una sílaba: Bates. Church. Smythe. Cooke.
—Ninguno está bien. —Sue hojeó el
montón de postales: la Torre Eiffel. Notre Dame. Charles de Gaulle.
—¿Honorée Goode? —dijo Bob. Lo
repitió de nuevo y le gustó cómo sonaba—. Ambos terminados en «e».
—Me llamarían Honorée Goody
Two-Shoes.12
—No, qué va. Todo el mundo finge
que sabe francés, mon petite oiseau.
Honorée Goode está bien, en serio. —Alargó el brazo, cogió del estante un
teléfono vintage negro, modelo
Princess, y marcó un número.
—Tengo un amigo en el sindicato.
Ahí manejan un ordenador; así no salen nombres duplicados. Jane Fonda, Faye
Dunaway, Raquel Welch… ¡ya están cogidos!
—¿Y Raquel Gliebe? A mis padres
no les disgustaría.
Bob ya estaba hablando con su
amigo Mark.
—Mark, Marky. Bob Roy. Sí, ya.
¿De veras? No sé nada desde que se largó en ese crucero. ¡Es un montón de
pasta! Oye, ¿puedes hacerme un pequeño favor? Mírame en la base de datos un
nombre artístico. No, uno que no esté cogido. Apellido, Goode, acabado en «e».
Nombre, Honorée. —Lo deletreó—. Con acento o lo que sea en la primera «e». Sí,
claro. Espero.
—No sé, Bobby… —Sue iba dándole
vueltas al nuevo nombre.
—Lo puedes decidir cuando vayas
al sindicato con tu primer contrato y un cheque por los derechos. Y entonces
puedes escoger Sue Gliebe o Catwoman Zelkowitz. Pero voy a decirte una cosa…
—Alguien se puso al teléfono, pero no era el amigo de Bob—. Sí, estoy esperando
a Mark. Gracias. —Volvió a mirar a Sue—. Yo fui al ensayo de Brigadoon. Y vi en el escenario a una
chica en el papel de Fiona que iba a hacer carrera.
Sue sonrió y se sonrojó. Ella era
esa Fiona. Había explotado a fondo ese papel, el primero que interpretaba fuera
del coro. Su Fiona le había abierto las puertas a todos los papeles que le
había ofrecido la ACLO, la había empujado a mudarse a Nueva York y le había
proporcionado un buen baño en la bañera de Bob Roy.
—Me encantó esa chica —dijo él—.
Me encantó esa actriz. No era la típica protagonista amargada porque Nueva York
no le había ofrecido lo suficiente. Ni una starlet
pintarrajeada que actuaba en la Civil Light Opera porque la distancia y el
maquillaje ocultaban que tenía cuarenta y tres años. Esa Fiona no era un
vejestorio emperifollado. No, ella era una gacela local, una chica de Arizona
capaz de apoderarse del escenario como Barrymore, capaz de cantar como Julie
Andrews, y con un par de tetas que ponían como locos a los chicos. Si te
hubieras presentado y me hubieras dicho que te llamabas Honorée Goode, yo
habría exclamado: «¡Vaya que sí!» Pero no, eras Sue Gliebe. Y yo pensé, ¿Sue
Gliebe? Esto no irá bien.
Sue Gliebe se sintió
reconfortada. Bobby Roy era su mayor admirador y ella lo adoraba. Si hubiera
sido quince años más joven y veinte kilos más ligero, y no fuera homosexual,
habría pasado la noche en su cama. Y quizá acabaría pasándola, de todos modos.
Mark volvió a ponerse al
teléfono.
—¿Estás seguro? —preguntó Bob—.
Con la «e» al final, ¿eh? Gracias, Marco. Sí. ¿El martes? ¿Por qué no? ¡Ciao! —Colgó el teléfono, tamborileó
sobre él con los dedos y dijo—: Ha llegado el momento de la gran decisión,
pajarito.
Sue se arrellanó en el mullido
sillón. Afuera, había dejado de llover. Bajo el albornoz, su piel ya se había
secado del todo y el jabón del baño le había dejado un delicado olor a agua de
rosas. La enorme radio emitía suavemente un estándar de jazz orquestado y, por
primera vez, Nueva York parecía el lugar natural para Sue Gliebe…
EXACTAMENTE
UN AÑO DESPUÉS
QUIÉN ES QUIÉN EN EL REPARTO
Honorée Goode (Miss Wentworth) — La señorita Goode se
formó en la Arizona Civic Light Opera. Fue nominada el pasado año para un
premio Obie por su interpretación de Kate Brunswick en Backwater Blues, de Joe
Runyan. Esta representación es su debut en Broadway, y quiere dar las gracias a
sus padres y a Robert Roy, júnior, por haberlo hecho posible.
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