lunes, 21 de noviembre de 2022

¿Quién es quién? - Relato de Tom Hanks

 



Era un lunes por la mañana de principios de noviembre de 1978 y, tal como todos los días durante los últimos seis meses, Sue Gliebe ya estaba levantada y fuera del apartamento antes de que sus compañeras se despertaran siquiera. Rebecca estaba dormida a dos metros del suelo, en la litera de la sala de estar, y Shelley probablemente seguía descompuesta tras la puerta cerrada del único dormitorio del apartamento.

Sue se había duchado deprisa y sin ruido en la reducida bañera, que tenía un tubo de goma adosado al grifo. El chorro de agua salía sin fuerza, a ratos tibio y a ratos tan ardiente como la superficie del planeta Mercurio. Desde que había llegado a Nueva York, aún no había logrado sentirse limpia de verdad, y el cuero cabelludo empezaba a picarle. Se vistió en medio del vapor del diminuto baño, se puso los zapatos que habían quedado bajo el sofá de la sala, donde había dormido, se colocó en bandolera su gran bolso de cuero y cogió el paraguas que se había comprado el viernes. Se acercaba otra tormenta, según las noticias, pero ella estaba preparada: había pagado cinco dólares a uno de los muchos hombres que aparecían con cajas de paraguas en cuanto las nubes se cargaban de lluvia. Salió con el mayor sigilo posible y cerró la puerta, asegurándose de que sonaba el clic del cerrojo. En una ocasión había olvidado comprobarlo, y Shelley le había echado un airado sermón sobre los peligros de dejar una puerta abierta en Nueva York. Que no sonara el clic era un fallo grave.

Sus dos compañeras habían acabado mirándola como a una especie de apestada a la que había que esquivar. Aunque, en realidad, ellas no eran sus compañeras de piso, sino sus anfitrionas, y conseguían que se sintiera tan bienvenida como un parásito abdominal. Rebecca había estado muy simpática el anterior verano, mientras trabajaba en vestuario para la Arizona Civil Light Opera (ACLO). Sue, una actriz local, interpretaba tres papeles destacados. Entonces eran compinches. Algunos días, cuando no había demasiado trabajo, Rebecca iba a nadar a la piscina de los Gliebe y asistía a las juergas de la compañía en el patio de la casa familiar. En una ocasión, le había ofrecido a Sue su sofá durante «una temporada» si alguna vez llegaba a ir a Nueva York. Cuando se presentó con tres maletas, ochocientos dólares ahorrados y un sueño, la auténtica compañera de piso de Rebecca, Shelley, dio su consentimiento con un «Sí, vale.» Pero eso había ocurrido hacía siete semanas, y Sue seguía pasando todas las noches en el sofá de la sala de estar. El ambiente en el apartamento de un único dormitorio, junto al Upper Broadway, había pasado de la calidez hospitalaria al frío polar ártico. Rebecca quería que Sue se largara; Shelley, que se muriera. Sue confiaba en ganarse una prórroga y un poco de buena voluntad aportando cincuenta dólares al alquiler; también llevando leche, zumo de naranja Tropicana y, en una ocasión, una cosa llamada pastel negro que Shelley se zampó para desayunar. Esos gestos, lejos de ser agradecidos, se daban por descontados.

¿Qué podía hacer? ¿A dónde iba a ir? Todos los días buscaba su propio apartamento en Nueva York, pero las agencias —Apartment Finders y Westside Spaces— solo tenían ofertas en edificios oscuros y manchados de orines donde nadie respondía al interfono, o apartamentos que ya no estaban disponibles, o que ni siquiera existían. Shelley le dijo que pusiera una nota de «piso compartido» en el tablón del Actor’s Equity, pero Sue le confesó que todavía no se había afiliado al sindicato: no podía hacerlo hasta que no tuviera un trabajo como actriz. Shelley, entornando los ojos, le dirigió una mirada de suprema decepción y soltó otro: «Sí, vale.» A lo que añadió: «La próxima vez que vayas al súper, compra una lata grande de café, por favor». En su octava semana —el comienzo de su tercer mes en la isla de Manhattan—, la joven promesa de Arizona que había interpretado a Maria en West Side Story (durante la última temporada en la ACLO) tenía tendencia a llorar por la noche, en silencio, en su saco de dormir instalado sobre el sofá, mientras contemplaba las siluetas de las rejas de seguridad de las ventanas (¿esas rejas realmente eran a prueba de cacos?). En el metro, que costaba cincuenta centavos el viaje, debía contener a menudo las lágrimas, angustiada por la posibilidad de que alguien la viera como una agraciada joven en apuros y que, bueno, quisiera robarle o algo peor. Trasladarse a Nueva York había constituido un acto de fe: de fe en sí misma, en su talento y en las promesas de la ciudad que nunca duerme. Se suponía que tenía que ser una aventura: como una escena de película en la que ella saldría por la entrada de artistas después de una actuación y besaría a un apuesto marinero de permiso; o como un episodio de la serie de televisión Esa chica, en el que tendría un apartamento con una gran cocina y unas persianas de listones, y un novio que trabajaría en la revista Newsview. Pero Nueva York no estaba colaborando. Cómo era posible que las cosas le fueran tan mal a Sue Gliebe, que era la auténtica definición de una artista todoterreno: ¡sabía cantar, bailar y actuar! ¡Sus propios padres habían reconocido ese talento en bruto cuando apenas era una cría! ¡Había sido la protagonista de todas las representaciones de secundaria! ¡Había sido escogida entre el coro de la Civic Light Opera para convertirse en la actriz principal durante tres temporadas seguidas! ¡Había hecho el musical Hight Button Shoes con Monty Hall, el presentador del programa de televisión Let’s Make a Deal! ¡Le habían organizado una fiesta de despedida con un gran cartel que decía DIRECTA A BROODWAY!

Entonces, ¿por qué la hacía llorar Nueva York? En su primera noche en la ciudad, cuando Rebecca la llevó en autobús a ver el Lincoln Center, había contemplado a toda la gente que desfilaba por el Upper Broadway y había preguntado en serio: «¿A dónde va todo el mundo?». Ahora ya sabía que todo el mundo iba a todas partes. Esa mañana, ella se dirigía al banco, a la sucursal del Manufacturers Hanover, donde había abierto una cuenta hacía cinco semanas. Desde detrás de un panel de Plexiglás (a prueba de balas), una cajera desganada le deslizó por la ranura un billete de diez dólares, uno de cinco y cinco billetes de dólar. Ahora sus ahorros se reducían exactamente a quinientos sesenta y cuatro dólares. Ya se había gastado en Nueva York más de doscientos, y lo único que podía mostrar a cambio era un paraguas de cinco dólares: uno azul con mango telescópico.

Después del banco, fue a una cafetería y pidió un pastel sencillo —el más barato— y un café con azúcar, leche y crema. Ese era su desayuno. Comió de pie frente a un mostrador pegajoso de trocitos de azúcar glaseado y café derramado. Escasamente fortalecida, caminó hasta la oficina de Apartment Finders, en Columbus Avenue, que se hallaba subiendo por una ancha escalera, encima de un restaurante chino. Las listas expuestas no habían cambiado desde el sábado, pero revisó el tablón de todos modos, buscando algún diamante extraviado, una gema milagrosamente desapercibida, un lugar que llevara escrito su nombre. Apartment Finders le había costado cincuenta dólares al mes, un dinero que bien podría haber empleado en poner cirios al patrón de los desamparados. Volvería a pasarse más tarde, cuando, supuestamente, colgarían más listas, pero ya sabía de antemano que sus esperanzas se verían de nuevo defraudadas.

Pensó que ya estaba adaptándose a Gotham, porque giró sobre sus talones y se dirigió de nuevo a Broadway con un objetivo. No perdería el tiempo paseando por Central Park, donde las zonas de césped estaban llenas de malas hierbas y los bancos, desvencijados, los terrenos de juego, sucios y los senderos, sembrados de tazas de café desechables, condones usados y otros desperdicios. No recorrería las tiendas de discos y libros sin comprar nada. No gastaría dinero en los periódicos de la profesión —Show Biz, Back Stage o Daily Variety— para buscar noticias de entrevistas del sindicato de actores o de audiciones para actores no sindicados. Hoy no. Hoy iba a ir a la Biblioteca Pública, el famoso edificio de la calle Curaenta y Dos y la Quinta, que constituía un punto de referencia y en cuya entrada destacaban los leones de piedra.

A dos manzanas de la estación de la calle Ochenta y Seis, empezó a llover. Sue se detuvo, sacó el paraguas y apretó el botón del mango telescópico, pero el mango no se desplegó. Tiró de la tela para abrirlo a la fuerza, pero lo único que consiguió fue torcer unas cuantas varillas. Cuando trató de deslizar el pasador de plástico del bastón metálico, el paraguas se dobló sobre sí mismo como una mesa plegable. Lo sacudió varias veces e intentó forzar el pasador, pero solo se desplegó la mitad de la tela. Al arreciar la lluvia, cerró el paraguas y lo abrió de nuevo, pero entonces se dio la vuelta como un guante y varias varillas más quedaron sueltas, como costillas arrancadas.

Dándose por vencida, intentó introducir el inútil esqueleto en una papelera rebosante a la altura de Broadway y la calle Ochenta y Ocho, pero el paraguas parecía resistirse y se negaba a encajar entre los demás desperdicios. Hicieron falta cuatro intentos para que se quedara en su sitio.

La joven se apresuró hacia la estación de metro. El pelo le chorreaba mientras hacía cola en el quiosco para adquirir las dos fichas que necesitaría para los viajes de ese día.

Los trenes iban con retraso. Una inundación en las vías de la zona alta de la ciudad. La multitud fue creciendo en el andén, hasta el punto de que empujó a Sue hasta muy cerca de la línea amarilla de seguridad. Con un simple golpe habría podido caerse a la vía. Cuarenta minutos más tarde, se hallaba de pie en un vagón abarrotado. Los pasajeros se apretujaban unos contra otros y, con el calor corporal, ascendía el vapor de sus gruesos abrigos empapados. El ambiente estaba tan cargado y sofocante que rompió a sudar. En Columbus Circle el tren paró y permaneció detenido diez minutos, con las puertas cerradas, impidiendo la huida. Finalmente, en Times Square, salió a empujones e ingresó en la riada de gente que había logrado encontrar las escaleras. Subió y subió, cruzó los torniquetes, subió más escaleras aún y emergió en el caos de la «encrucijada del mundo», donde todo el mundo iba a todas partes.

Times Square era la versión exterior de la estación de tren: mugrienta, inundada y atestada de gente. Sue había aprendido una lección básica desde su llegada a la ciudad: había que mantenerse en movimiento, caminar con paso decidido aunque no tuviera a dónde ir, especialmente a lo largo de la calle Cuarenta y Dos, donde había que ir sorteando a los desechos humanos que se daban cita allí por las drogas y el porno y —cuando llovía— para vender paraguas de cinco dólares.

Ya había recorrido la zona otras veces para buscar empleo en las agencias artísticas de medio pelo, que tenían sus oficinas en la gran equis donde Broadway se cruzaba con la Séptima Avenida. Le había sorprendido encontrar personas normales en despachos normales haciendo tareas normales en pisos que quedaban a poca altura del bullicio de Times Square. No había tenido éxito con ninguno de los agentes: nunca pasaba de la recepción y debía conformarse con dejar su currículum a unas secretarias que decían: «Sí, vale», con un tono extraordinariamente similar al de su coanfitriona Shelley.

Este lunes, su objetivo era el currículum.

En su último mes en Scottsdale, había hecho un par de anuncios televisivos para la Valley Home Furniture, en los que abría los brazos y exclamaba: «¡Todas las habitaciones, todos los estilos, todos los bolsillos!». Luego, durante cuatro fines de semana, había actuado en la Feria Medieval de Otoño, citando a Shakespeare en el papel de la Moza Exuberante por treinta dólares al día. Había añadido estos méritos en su currículum con bolígrafo, pero era consciente de que eso daba una impresión… bueno, de aficionada. Así pues, volvería a mecanografiarlo todo, le pediría a un impresor que sacara un centenar de copias y graparía detrás de cada copia una foto suya: una instantánea en la que parecía Cheryl Ladd, de Los ángeles de Charlie, pero con un escote de verdad.

El problema era que no tenía máquina de escribir; y Rebecca, tampoco. Cuando le había preguntado a Shelley si disponía de una para prestarle, ella no le dijo que no la tuviera; le dijo: «En la biblioteca las alquilan». De ahí que Sue Gliebe caminara sin paraguas por la calle Cuarenta y Dos en dirección este, pasando junto a un adolescente con pinta de colocado que se había sacado el pene de los pantalones y meaba tambaleándose. Ninguna persona le prestó atención.

En el momento exacto en que descubrió que la Biblioteca Pública cerraba los lunes, un relámpago iluminó el cielo de Manhattan. Se quedó ante la entrada lateral del histórico edificio, cuya puerta estaba cerrada, como si fuera incapaz de captar el sentido de estas tres sencillas palabras: «Cerrado los lunes». Y cuando una serie de truenos ahogaban los bocinazos del tráfico, Sue perdió la batalla contra las lágrimas. La acumulación de desilusiones era excesiva: sus compañeras de piso de Nueva York no eran unas simpáticas almas gemelas; Central Park era un lugar lleno de árboles pelados, bancos inutilizables y gomas usadas; las ventanas tenían rejas de seguridad que dejaban encerrados a los violadores fuera y a las víctimas, dentro; ningún apuesto marinero estaba deseando conocer a una chica y llevarse un beso. No. En Nueva York las agencias inmobiliarias te engañaban y se quedaban tu dinero, los drogadictos se aliviaban a la vista de todo el mundo y la Biblioteca Pública cerraba los lunes.

Se echó a llorar allí mismo, en la calle Cuarenta y Dos, entre la Quinta y la Sexta avenida (o avenida de las Américas, según el mapa). Sollozaba, jadeaba, se deshacía en lágrimas: el número completo. Exactamente la misma cantidad de gente que había reparado en el pene del tipo drogado se detuvo a ayudarla o miró siquiera a esa chica que estaba pasando un día tan horrible como para sollozar en público. Hasta que…

—¡Sue Gliebe! —gritó una voz masculina—. ¡Mi pajarito!

Bob Roy era el único hombre del mundo que la llamaba así. Había sido el director general de la Arizona Civic Light Opera, la ACLO, pero vivía en Nueva York. Era un profesional del teatro, contratado por temporadas, y homosexual. Había trabajado en su día como actor en Broadway y también había hecho anuncios en los años 60, pero posteriormente se había dedicado a la gestión teatral para tener un ingreso fijo. Dirigir la Civic Light Opera en el oeste era como un campamento de verano para él —lo hacía todos los años—, y solía asumir sus deberes con un poco menos de seriedad de lo que se dedicaba a divertirse y a chismorrear. Parecía saberlo todo del teatro, y si trabajabas en su compañía y era él quien firmaba tus cheques, no había término medio: o te adoraba, o te odiaba. Tu situación dependía totalmente de hacia dónde soplara el viento en su ánimo.

Él había adorado a Sue Gliebe desde el mismo momento en que la había visto en una prueba de vestuario para Brigadoon en el verano del año 76. Le cautivó su juventud, su mata de pelo de un rubio del color de la miel, sus ojos claros llenos de bondad y su concienzuda ética profesional. La adoraba porque siempre se presentaba con puntualidad, porque se sabía su texto y tenía ideas para su actuación en el escenario. Se sentía fascinado por su cuerpo bronceado, por sus firmes tetas, por su falta de timidez, de ego y de mala baba. Todos los hombres heterosexuales de la ACLO —los siete, de hecho— querían follársela, pero ella no era así. La mayoría de las actrices ansiaban esa clase de adoración y exigían para ellas el camerino más grande, pero Sue Gliebe no quería otra cosa que subir al escenario. Después de tres temporadas, no había cambiado ni pizca, y él la adoraba todavía más por ello.

Bob estaba en un taxi parado junto a la acera, con la ventanilla bajada y la lluvia cayendo entre ambos.

—¡Sube al taxi ahora mismo! —le ordenó.

Se apartó para hacerle sitio y el taxista arrancó.

—Ver a Eva Gabor en la calle Cuarenta y Dos me habría sorprendido menos que encontrarte a ti. ¿Estás llorando?

—No. Sí. ¡Ay, Bobby!

Sue se explicó: llevaba dos meses en la ciudad durmiendo en el sofá de Rebecca. Sus ahorros se estaban agotando. Los agentes no le daban ni la hora. Había visto a un hombre orinando en la calle. Y ahora lloraba en concreto porque las únicas películas que contaban la verdad sobre Nueva York eran las que hablaban de parques en los que abundaban los drogadictos y de taxistas en pleno frenesí asesino. Bob Roy se echó a reír a carcajadas.

—¿Llevas dos meses en Nueva York y no me has llamado? Mira que eres mala, Sue. Mala, mala.

—No tenía tu número.

—¿Qué estabas haciendo en Times Square?

—Iba a la biblioteca.

—¿Para leer el último misterio de Nancy Drew? Yo habría dicho que a estas alturas ya los habías leído todos.

—Es que tienen máquinas de escribir. Necesito una para renovar mi currículum.

—Pajarito —dijo Bob—. Primero tienes que renovarte tú. ¿Qué tal una taza de té o de café instantáneo? Cualquier cosa que sirva para serenar a la pequeña Sue, criada en territorio indio.

El taxi los llevó al apartamento de Bob, que estaba en el bajo Manhattan, en un barrio espantoso de edificios de seis pisos y cubos de basura abollados a lo largo de las aceras. Le dio al taxista seis dólares y no pidió el cambio. Sue lo siguió bajo la lluvia y subió tras él los peldaños de la entrada, cruzó la maciza puerta principal y subió cuatro pisos por una escalera estrecha y zigzagueante hasta el apartamento 4D. Él empleó tres llaves para abrir las tres cerraduras de la puerta.

Desde el lóbrego pasillo, cuyas paredes verdes viraban hacia un gris sucio y cuyo suelo estaba compuesto por una mezcolanza de baldosas rotas y desparejadas, Sue accedió a un refugio que olía a velas aromáticas y detergente de limón: todo un gabinete de curiosidades entre las que destacaba la bañera situada justo en medio de la pequeña cocina. El piso tipo vagón de Bob Roy contaba con cuatro estrechas habitaciones comunicadas entre sí, cada una de ellas atiborrada de chucherías, chismes, piezas de mobiliario de todos los estilos, estantes, libros, fotos enmarcadas, trofeos comprados en mercadillos, discos antiguos, lamparillas y calendarios de hacía décadas.

—Sí, ya sé —dijo él—. Parece como si vendiera pociones mágicas aquí, como si fuera el dibujo de Disney de un tejón. —Encendió un fogón de la cocina con un fósforo gigante y llenó de agua del grifo un reluciente hervidor de estilo inglés antiguo. Mientras ponía las tazas en la bandeja, añadió—: Él té estará en diez minutos, pajarito. Ponte a tus anchas.

La habitación contigua a la cocina era un pasillo en realidad, un estrecho corredor que discurría entre tesoros y desechos. En la sala de estar había tres grandes sillones de diferentes épocas —un La-Z-Boy, entre ellos—, cada uno adornado con un tapiz de vistoso colorido. En el centro, había una mesa de café circular, casi demasiado grande para ese espacio cuadrado, con montones de libros, una cigarrera repleta de lápices afilados, un jarrón con una orquídea artificial y dos insectos de juguete colocados como si estuvieran luchando o apareándose. Afuera la lluvia seguía cayendo con fuerza, pero las cortinas de las ventanas (que muy bien podrían haber sido de una mansión de antes de la guerra) amortiguaban el fragor de la tormenta. La última habitación del piso era el dormitorio de Bob, que estaba ocupado en su mayor parte por una cama con una columna en cada esquina.

—Nunca consigo mudarme de este sitio. Tardaría años en recogerlo todo —le gritó Bob desde la cocina, que estaba a poco más de dos metros—. Enciende la radio, ¿quieres?

—Si es que la encuentro —murmuró Sue. Oyó cómo él se reía. Tuvo que concentrarse y dejar de lado montones de cosas, como si estuviera en un «reino perdido y olvidado», para conseguir encontrarla. La radio era un armatoste de madera clara del tamaño de un congelador, con mandos circulares que parecían fichas de póquer y cuatro hileras de números para las distintas frecuencias. Giró el de ON/OFF VOLUMEN hasta que sonó un ¡cloc! tan fuerte que incluso Bob debió de oírlo.

—Las lámparas han de calentarse —le dijo él.

—¿Capta la onda corta de la Unión Soviética?

—¿Cómo lo sabes?

—Mi abuela tenía una radio igual.

—¡Y la mía! Así es.

Él llegó con una bandeja y dos tazas, una jarra de leche, un cuenco de azúcar con una abeja pintada en la tapa y un plato lleno de galletas Oreo.

—Puedes quitarte el abrigo, a menos que te guste estar mojada. —Una composición orquestal salió de la radio al mismo tiempo que el hervidor emitía un pitido armonioso.

El té caliente con leche, tres Oreos y el ambiente confortable del apartamento consiguieron que Sue pudiera respirar hondo por primera vez en varios meses. Dejó escapar un gran suspiro, como una ola rizada de espuma, y se arrellanó en un sillón tan mullido que reunía todas las letras de la palabra «acogedor».

—Bueno —dijo Bob—. Cuéntamelo todo.

Ella, animada por su comprensión, se abrió en el acto y se lo explicó… bueno, todo. Él le mostró su apoyo ante cada historia y cada anécdota: ¡Nueva York era la ciudad donde debía estar! ¡Shelley y sus «Sí, vale» eran previsibles en una idiota de ese calibre! El metro no era peligroso siempre que no miraras a nadie a los ojos. Para encontrar un apartamento debías revisar los anuncios clasificados del Times y The Village Voice, pero tenías que hacerlo a primera hora, a las siete de la mañana, y salir pitando a ver los apartamentos con una bolsa de donuts, porque el casero siempre le abriría la puerta a una chica guapa dispuesta a ofrecerle un dónut. De ahí, se remontaron en el tiempo y rememoraron las temporadas de verano en Arizona, comparando los cotilleos que circulaban entre bastidores con los que se contaban entre los directivos, las aventuras amorosas que habían salido fatal, la figura de Monty Hall, a quien Sue consideraba un profesional serio… Bob se atragantó con el té, riendo.

—¿Has almorzado?

—No. Pensaba darme el lujo de una porción de pizza. —A medio dólar la porción, la pizza se había convertido en su tentempié favorito a mediodía.

—Voy a bajar al súper. Tú quítate esa ropa y date un baño caliente. Te dejaré un albornoz que birlé en un spa del desierto y después comeremos como judíos de clase media.

Bob fue a la cocina y retiró la gran tabla de carnicero que cubría la bañera. Que estuviera en medio de la cocina se explicaba al parecer por la fontanería original del antiguo edificio. Abrió el grifo y, mientras las nubes de vapor iban empañando la ventana, también protegida con reja de seguridad, dejó el albornoz sobre una silla. En una delicada cesta de mimbre había jabón aromatizado, champú, acondicionador, una esponja natural y una jarra para recoger agua y enjuagarse.

—Yo me tomaré mi tiempo. Tú ponte en remojo. —Bob salió y cerró la puerta con dos llaves.

Después de las duchas tibias y abreviadas a las que se había habituado, Sue saboreó la sensación del agua caliente en su piel y no paró de rociarse la cabeza con la jarra. Resultaba extraño darse un baño en una cocina como aquella, pero la chica estaba sola, totalmente a sus anchas, y la bañera era como el jacuzzi del patio de la familia Gliebe. Se remojó, restregó y enjuagó hasta sentirse verdadera y maravillosamente limpia. Aún seguía en el agua cuando se abrieron los cerrojos de la puerta y apareció Bob con una gran bolsa del súper.

—Todavía desnuda, ya veo —dijo sin molestarse en apartar la mirada. A Sue no le importó. Si «los camerinos no eran lugar para el pudor», como decían en el mundo del teatro, la cocina de Bob Roy no era lugar para sonrojarse.

Los miembros ahora blanquísimos de Sue flotaban con holgura en el enorme albornoz masculino mientras, sentada otra vez en el sillón, se pasaba un peine por el pelo húmedo. Bob colocó sobre la mesa de café sándwiches de pan de molde, unos cartones de sopa, ensalada de col con mayonesa, pepinillos en rodajas y unas latas de agua de seltz. Mientras comían, charlaron de películas y piezas de teatro. Él le dijo que podía conseguir entradas gratis para las obras de medio pelo de Broadway y asientos baratos para las de mayor éxito, así que ya no debería pasar más noches en Nueva York sin otra cosa que hacer que aguantar malas caras en el sofá de Rebecca. Él haría una ronda de llamadas a sus amistades para ver qué agentes podían conseguirle alguna que otra entrevista, aunque no podía prometerle más. Conocía a varios pianistas, colaboradores de los ensayos, que podían ayudarla a preparar las audiciones; dispondría de partitura y le transportarían la clave a su propio tono.

—Bueno, pajarito —dijo Bob, sacudiéndose de las manos unas migas de pan de centeno—. Déjame ver ese currículum.

Sue sacó la vieja versión del bolso. Él cogió un lápiz y, tras un somero repaso, lo tachó todo con una gran X.

—Convencional. Demasiado convencional —suspiró.

—¿Qué es lo que está mal? —dijo Sue, herida. Se había esforzado mucho para redactarlo. Toda su carrera teatral estaba en ese pedazo de papel. Todas las obras que había representado en secundaria, incluidas las de un solo acto, señalando las galardonadas con el Premio de la Thespian Society.10 Cada una de sus actuaciones en la ACLO, desde simple miembro del coro hasta la interpretación del último año de Nellie Forbush en South Pacific. ¡Cinco temporadas y dieciocho musicales! Las producciones en el café teatro Gaslamp Playhouse: como Emily en Our Town y como miembro del conjunto musical en Zoo Story. La narración que había leído como mensaje de la Marcha contra la Diabetes. Todas y cada una de las actuaciones que había ofrecido Sue Gliebe figuraban en el currículum.

—Como decimos las viejas reinonas: «A nadie le importa un carajo, cariño». —Bob se levantó, fue a su dormitorio y sacó de debajo de la cama una vieja máquina de escribir envuelta en una funda transparente—. Esta bestia es demasiado pesada. Debería guardarla fuera. Haz un poquito de espacio en la mesa. —Ella apartó las sobras del almuerzo y una pila de libros.

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La máquina de escribir era casi tan grande como la radio de su abuela: una pieza de anticuario de metal negro, que encajaba en aquel apartamento repleto de objetos curiosos. La máquina era una Royal con secciones de vidrio en los costados, como ventanillas para cualquier pajarito que decidiera anidar entre sus clavijas.

—¿Todavía funciona? —preguntó Sue.

—Es una máquina de escribir, criatura. Cinta. Aceite. Papel. Dedos diligentes. No necesita más. Esto, en cambio… —Cogió desdeñosamente el registro de la actividad teatral de Sue, sujetándolo con dos dedos como si fuera una cáscara de melón rancio. Entonces, usando el lápiz, se dedicó a indicar los defectos—. Has de mencionar solo los papeles que has interpretado, no la escuela de secundaria donde estudiaste ni el café teatro amateur Como-se-Llame. Tu única actividad profesional es la Arizona Civil Light Opera, de modo que eso has de destacarlo. Debes ponerlo arriba con grandes mayúsculas y situar la lista de las mejores obras y los mejores papeles al principio, en vez de hacerlo en orden cronológico. Si estabas en el coro, ponlo en la parte inferior diciendo que hacías el papel de «Ellen Craymore» o «Candy Beaver». Y si alguien pregunta, entonces explicas que estabas en el coro. Estos otros papeles, los de secundaria y demás…

—¿Qué?

—Deben figurar bajo el título «Teatro Regional». Adórnalo. No les cuentes que eran obras de un acto. No les cuentes que ganaste ningún trofeo. No les cuentes que se representaron dos fines de semana. Nada de eso. La obra. El papel. Tú estabas trabajando como actriz en esa «región plagada-de-rocas», llamada Arizona, y tienes los títulos para demostrarlo.

—Pero ¿eso no es mentir?

—A ellos les da igual. —Bob volvió a señalar la hoja con el lápiz—. ¡Ah, vaya! ¡Has hecho anuncios! ¡Valley Furniture! ¡La marcha contra la diabetes! No, no, no. Has de poner «Disponible para anuncios». Así verán que has hecho anuncios, aunque ellos no te encargarán ninguno.

—¿De veras?

—Confía en Bobby Roy, Sue. Todos los grandes lo hacen. Bueno, y esta última parte, este patético párrafo enumerando tus «habilidades especiales»… Esto son tonterías para cualquiera que esté al otro lado de la mesa de casting. Y fíjate que no he dicho al otro lado de la cama.

—¿Y si andan buscando habilidades especiales?

—Ya te lo preguntarán. Pero toda esta lista… o sea. ¿Guitarra? Tú te sabes tres acordes, ¿no? Haces malabarismos. Tres naranjas unos cuantos segundos, ¿cierto? Patinas sobre ruedas. ¿Y qué crío no lo hace? Sabes esquiar, montar en bicicleta y en monopatín. ¡Vaya chorrada! ¿De veras has puesto aquí que conoces el lenguaje por señas?

—Aprendí un poquito para el Día del Patrimonio Nativo. Este signo significa «torpe».

Bob le respondió con el único signo que conocía.

—Y esto quiere decir «chorradas». Tienes que entender que le van a dedicar cinco nanosegundos a tu currículum. Los tipos del casting miran la foto y a continuación te miran a ti para ver si coincide. ¿Eres una chica? ¿Tienes el pelo rubio? ¿Posees un buen tipo? Si eres lo que están buscando, entonces le dan la vuelta al currículum, echan un vistazo a tus títulos y a tus mentirijillas y luego garabatean esas palabras mágicas: «Volver a llamar».

Bob metió una hoja en la vieja Royal, ajustó los márgenes y los tabuladores, y en cuestión de unos minutos había mecanografiado un nuevo currículum claro y nítido que lograba dar la impresión de que Sue era la aspirante con más experiencia que se había subido jamás a un autobús en dirección a la gran ciudad. Podía jactarse de haber interpretado treinta papeles. Lo único que faltaba era su nombre en lo alto de la hoja.

—Vamos a pensarnos esto un momentito tomando un poco más de té —dijo Bob. —Llevó la bandeja del almuerzo a la cocina y prendió otro fósforo gigante para encender el fogón—. Pondría más Oreos, pero nos las acabaríamos comiendo.

—Pensar… ¿el qué? —Sue examinó su nuevo currículum profesional. Ahora, gracias a lo que Bobby había escrito, se apreciaba más a sí misma.

—¿Has pensado alguna vez en cambiarte de nombre?

—Mi nombre auténtico es Susan Noreen Gliebe. Pero siempre me han llamado Sue.

—Joan Crawford siempre se había llamado Lucy LeSueur. A Leroy Scherer todos lo llamaban Júnior hasta que se convirtió en Rock Hudson. ¿Has oído hablar de Frannie Gumm?

—¿De quién?

Bob tarareó el principio de «Over the Rainbow».

—¿Judy Garland?

—Tiene más encanto que Frannie Gumm, ¿no?

—Mis padres se llevarán un disgusto si no uso mi nombre.

—Lo primero que hay que hacer cuando vienes a Nueva York es darles un disgusto a tus padres. —El hervidor empezó a silbar, y Bob volvió a llenar la tetera que estaba junto a la Royal—. Y lo segundo es decir que has triunfado en la Gran Vía Blanca. Cosa que harás. ¿De verdad quieres ver ese nombre iluminado: Sue Gliebe?

Ella se sonrojó; no estaba incómoda por el elogio, sino porque en el fondo estaba segura de que tenía futuro como actriz. Quería ser una gran estrella. Sí, tan grande como Frances Gumm.

Bobby sirvió más té en ambas tazas.

—¿Y cómo pronuncias ese apellido? ¿«Gleeb»? ¿Glee-bee»? ¿«Glibe»? —Fingió un gran bostezo—. ¿Sabes cuál era el nombre artístico de Tammy Grimes? Tammy Grimes. —Fingió otro bostezo aún más grande.

—¿Qué tal… Susan Noreen? —Sue ya se imaginaba ese nombre iluminado por los focos.

Bob desplazó la hoja en el rodillo de la máquina de escribir y le dio unos golpecitos con el dedo.

—Este es el certificado de nacimiento de una nueva Sue. Si pudieras retroceder en el tiempo y escoger otro nombre para ti, para tu mami y tu papi, ¿qué nombre sería? ¿Elizabeth St. John? ¿Marilyn Conner-Bradley? ¿Holly Woodandvine?

—¿Puedo llamarme con un nombre así?

—Habrá que cotejarlo en el sindicato, pero sí. ¿Quién quieres ser, pajarito?

Sue cogió su taza de té. Había un nombre con el que había soñado en su día, en secundaria, cuando cantó en un grupo folk ante su sección de Young Life.11 Todo el mundo se estaba inventando nombres enrollados como Rainbow Spiritchaser (Arcoíris Cazador de Espíritus). A ella se le ocurrió el suyo también, y se lo imaginó en la portada de su primer LP.

—Joy Makepeace (Alegría Pacificadora). —Lo dijo en voz alta, pero la cara de Bobby no mostró la menor reacción.

—Hay un grave problema: huele a señal de humo —dijo—. A menos que haya ADN nativo americano en el linaje Gliebe.

Y así siguieron mientras transcurría la tarde. A él se le fue ocurriendo toda una retahíla de nombres artísticos, el mejor de los cuales era Susana Woods, y el peor Cassandra O’Day. Las Oreo habían acabado apareciendo y ya las habían devorado. Sue seguía con el enfoque «Joy». Joy Friendly. Joy Roarke. Joy Lovecraft.

—Joy Spilledmilk (Alegría Lechederramada) —dijo Bobby.

Sue usó el baño. Incluso el lavabo de Bob estaba repleto de tesoros adquiridos en subastas. A ella no le cabía en la cabeza por qué iba a querer nadie un juego de bolos infantil de Pedro Picapiedra y, sin embargo, ahí estaba.

Cuando salió, Bobby tenía en las manos un montón de postales de época de París. Habían considerado nombres franceses como Joan (por Juana de Arco), Yvette, Babette y Bernadette, pero ninguno acababa de sonar bien.

—Humm. —Él alzó una de las postales y se la enseñó—. La Rue Saint-Honoré. Así escrito, Honoré es masculino. El femenino lleva una «e» más al final y se pronuncia igual. Honorée. ¿A que es encantador?

—Yo no soy francesa.

—Podríamos probar con un apellido anglosajón. Algo simple, de una sílaba: Bates. Church. Smythe. Cooke.

—Ninguno está bien. —Sue hojeó el montón de postales: la Torre Eiffel. Notre Dame. Charles de Gaulle.

—¿Honorée Goode? —dijo Bob. Lo repitió de nuevo y le gustó cómo sonaba—. Ambos terminados en «e».

—Me llamarían Honorée Goody Two-Shoes.12

—No, qué va. Todo el mundo finge que sabe francés, mon petite oiseau. Honorée Goode está bien, en serio. —Alargó el brazo, cogió del estante un teléfono vintage negro, modelo Princess, y marcó un número.

—Tengo un amigo en el sindicato. Ahí manejan un ordenador; así no salen nombres duplicados. Jane Fonda, Faye Dunaway, Raquel Welch… ¡ya están cogidos!

—¿Y Raquel Gliebe? A mis padres no les disgustaría.

Bob ya estaba hablando con su amigo Mark.

—Mark, Marky. Bob Roy. Sí, ya. ¿De veras? No sé nada desde que se largó en ese crucero. ¡Es un montón de pasta! Oye, ¿puedes hacerme un pequeño favor? Mírame en la base de datos un nombre artístico. No, uno que no esté cogido. Apellido, Goode, acabado en «e». Nombre, Honorée. —Lo deletreó—. Con acento o lo que sea en la primera «e». Sí, claro. Espero.

—No sé, Bobby… —Sue iba dándole vueltas al nuevo nombre.

—Lo puedes decidir cuando vayas al sindicato con tu primer contrato y un cheque por los derechos. Y entonces puedes escoger Sue Gliebe o Catwoman Zelkowitz. Pero voy a decirte una cosa… —Alguien se puso al teléfono, pero no era el amigo de Bob—. Sí, estoy esperando a Mark. Gracias. —Volvió a mirar a Sue—. Yo fui al ensayo de Brigadoon. Y vi en el escenario a una chica en el papel de Fiona que iba a hacer carrera.

Sue sonrió y se sonrojó. Ella era esa Fiona. Había explotado a fondo ese papel, el primero que interpretaba fuera del coro. Su Fiona le había abierto las puertas a todos los papeles que le había ofrecido la ACLO, la había empujado a mudarse a Nueva York y le había proporcionado un buen baño en la bañera de Bob Roy.

—Me encantó esa chica —dijo él—. Me encantó esa actriz. No era la típica protagonista amargada porque Nueva York no le había ofrecido lo suficiente. Ni una starlet pintarrajeada que actuaba en la Civil Light Opera porque la distancia y el maquillaje ocultaban que tenía cuarenta y tres años. Esa Fiona no era un vejestorio emperifollado. No, ella era una gacela local, una chica de Arizona capaz de apoderarse del escenario como Barrymore, capaz de cantar como Julie Andrews, y con un par de tetas que ponían como locos a los chicos. Si te hubieras presentado y me hubieras dicho que te llamabas Honorée Goode, yo habría exclamado: «¡Vaya que sí!» Pero no, eras Sue Gliebe. Y yo pensé, ¿Sue Gliebe? Esto no irá bien.

Sue Gliebe se sintió reconfortada. Bobby Roy era su mayor admirador y ella lo adoraba. Si hubiera sido quince años más joven y veinte kilos más ligero, y no fuera homosexual, habría pasado la noche en su cama. Y quizá acabaría pasándola, de todos modos.

Mark volvió a ponerse al teléfono.

—¿Estás seguro? —preguntó Bob—. Con la «e» al final, ¿eh? Gracias, Marco. Sí. ¿El martes? ¿Por qué no? ¡Ciao! —Colgó el teléfono, tamborileó sobre él con los dedos y dijo—: Ha llegado el momento de la gran decisión, pajarito.

Sue se arrellanó en el mullido sillón. Afuera, había dejado de llover. Bajo el albornoz, su piel ya se había secado del todo y el jabón del baño le había dejado un delicado olor a agua de rosas. La enorme radio emitía suavemente un estándar de jazz orquestado y, por primera vez, Nueva York parecía el lugar natural para Sue Gliebe…

EXACTAMENTE UN AÑO DESPUÉS

QUIÉN ES QUIÉN EN EL REPARTO

Honorée Goode (Miss Wentworth) — La señorita Goode se formó en la Arizona Civic Light Opera. Fue nominada el pasado año para un premio Obie por su interpretación de Kate Brunswick en Backwater Blues, de Joe Runyan. Esta representación es su debut en Broadway, y quiere dar las gracias a sus padres y a Robert Roy, júnior, por haberlo hecho posible.

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