Crisálida
f. Zool. En los insectos con metamorfosis completa,
estado quiescente previo al de adulto.
(R.A.E)
“…soy tan frágil que tengo
como vos que transformarme.”
(Poseído del Alba, Pescado Rabioso,
Pescado Rabioso 2, 1973)
Vivir en esta casa es como vivir en un hoyo. No son cuatro paredes húmedas y descascaradas. Tampoco es oscura ni tiene rincones inaccesibles. Los colores de los ambientes no son grises de humedad y las arañas del comedor no tienen telas. Los sillones están sanos y tampoco hay mugre ni manchas extrañas en los tapizados o las alfombras. El tocadisco que está en el mueble del living no es una reliquia obsoleta. Tiene todavía la vigencia que le dio mi abuelo cuando lo armó, válvula por válvula a principio de los setenta y en su bandeja permanece un simple con el lado B hacia arriba, de la canción Helter Skelter. Así quedó y así quedará. La casa no está encajonada entre otras que la aprisionen. Está en el centro de un parque verde con el pasto siempre corto y las paredes de los con-fines del terreno no llegan a verse ya que hay plantas con hojas largas y anchas que se encargan de ocultarlos. La escalera que lleva al piso de arriba no es una de madera desvencijada con peldaños que crujen cuando los pisan y parecen que van a quebrarse. Está construida con concreto bien sólido y recubierta con una alfombra que aún hoy me gusta recorrer descalzo como cuando era niño. Mis pies se hunden en la tela espesa y si se rueda por ella hacia abajo como si alguien te empujara, es imposible lastimarse.
Pero en esta casa habitamos seres que nos arrastramos como gusanos en un hoyo. Si bien en la casa pueden acomodarse cuatro personas sin molestarse, la cantidad de gusanos somos solo dos. Mi hermana mayor, que no puede pensar ni mantener una charla sin fumar, pasea su delgadez anoréxica y su pelo lacio Kolleston Rojo Exótico con el flequillo cortado recto, zigzagueando entre los sillones del living, con el cigarrillo en la boca o mordiendo una uña de la misma mano que sos-tiene el cigarrillo. Cuando no está usando una pollera tubo ajustada hasta las rodillas, usa algún pan-talón recto con tablas y la cintura a la altura del ombligo, como los que usaba mamá. Es hermosa por donde la mire. Su rostro pálido cobra una fuerza desmesurada enmarcado por el color de su pelo, y para ubicar los ojos y la nariz en su lugar, se pinta los labios de un carmín intenso. Sus ojos son los más verdes que vi alguna vez. Pero no es esto lo que me atrae de ellos. Sino todas las cosas que esos ojos vieron y que ella insinúa cuando quiere y a quien quiere. Conmigo lo hace a menudo y el efecto es estremecedor, ya que solamente muestra cosas perturbadoras. Y esa es la esencia de mi hermana: una esencia perturbada que disfruta perturbar. Su lugar preferido de la casa es el sillón del living. Desde allí puede ver todo el parque a través del ventanal que llega hasta el piso y a la vez es una puerta. En ese sillón pasa horas, con su celular en una mano, manteniendo varios chats con distintos hombres a la vez, un Campari en la otra y en los dedos que le quedan libres, un cigarrillo. Ella dice que es un sillón porno. Por el tamaño que tiene, dice que se pueden acomodar dos personas acostadas y dos más a los lados, y cuando lo dice, me mira con sus ojos verdes y me muestra que es verdad.
Yo siento una gran fascinación por ella desde el primer día que la vi ponerse una tanga di-minuta en su habitación, de espaldas a mí, cuando aún no llegaba a ser un adolescente. Ella sabía que yo la miraba oculto, y lo supo todos los años siguientes en que se siguió vistiendo y desvistiendo para mí, hasta que un día, sin decirme nada, me clavó sus ojos verdes a través de la abertura que quedaba entre el marco y la puerta, y la cerró para siempre. Fue el mismo día que se vistió para salir con papá a una cena de trabajo en la que debía ir acompañado, porque mamá no se sentía bien para ir. A partir de ese día, sus salidas juntos se hicieron cotidianas. Mi hermana siempre encontraba una excusa para salir con papá a donde él fuera. Al principio lo acompañaba para hacerle mantenimiento al auto, o para ir al supermercado. Luego, sus salidas comenzaron a ser nocturnas pero disimuladas, no se iban juntos: primero salía papá con la excusa de un encuentro con amigos o para cenar con un cliente importante, y más tarde salía mi hermana. Ella nunca me contó que se encontraban y mucho menos yo hubiera imaginado en ese momento que eso era posible.
Su presencia en la casa me tranquiliza. El aroma de su perfume, mezcla de Jean-Paul Gaultier y su transpiración erótica, sumado al humo del cigarrillo, es lo más parecido a la felicidad. Toda la vida hizo lo que quiso. Su capacidad para hacer amistades, y relacionarse, y ser aceptada dónde la odian más, aun siendo una caprichosa mal llevada y de emociones mezquinas, la convirtieron en una especie de deidad. Intocable, etérea y mundana al mismo tiempo. Cree que puede obtener lo que quiere, y es verdad, puede. Con mis padres, con los hombres, con los profesores del colegio, con sus amigas. En una tienda comprando; en cualquier lado. Ella toda es como una fuerza bruta natural y sexual, que alimenta la confianza en sí misma manipulando y humillando a los demás. Paso varias horas del día buscando algo que conmueva su atención, un nuevo sacrificio para esa deidad que la saque de la frivolidad que disfruta en las redes y que la tiene a ella como objeto de admiración y perversión. Puedo ver como le gusta calentar y despertar la reacción de una cantidad de mantis a las que les va a comer la cabeza en cuanto les llegue el turno. Entonces le cuento de un plato nuevo que voy a cocinar a la noche, o de una película que descubrí en Netflix y que seguro le va a gustar. Pero ella me responde preguntando si ya entró el depósito por el alquiler de la casa de Uruguay, o por la cabaña del Tigre.
El otro gusano soy yo. Que orugo por la casa entrando y saliendo de los cuartos, en especial el de nuestros padres y al cual mi hermana ya no puede entrar. En ese gesto ella revela su única de-mostración de sentimentalismo. “¿Vas al cuarto de papá?” me preguntó ayer. Porque el cuarto de nuestros padres para ella es el cuarto de papá. “Traeme la bufanda marrón escocesa”, me pidió con desprecio, como si fuera su eunuco. Cuando se la di, la envolvió inmediatamente en su cuello y aca-rició su mejilla con la tela. Y así pasó todo el día hasta la noche, enredada en ella hasta que salió a encontrarse con un hombre, con la bufanda rompiendo el estilo de su vestido negro ajustado. En cambio yo no salgo de la casa desde la última cena que estuvimos los cuatro juntos. Hago las com-pras por internet y me asomo a la vereda solo para recibir al repartidor. Hasta me anoté en la versión a distancia de mi carrera. Y limpio. Todo el día. Con obsesión dedicada a encontrar una nueva man-chita en el sillón enorme del living, que al ser de color crudo, hace que el rojo ladrillo resalte ense-guida. Pienso en estos días lo retorcida que es la mecánica de fluidos. Papá siempre me hablaba de esas cosas cuando estaba trabajando en un proyecto. Yo tengo la misma costumbre: necesito verba-lizar lo que estoy pensando como una forma de que las ideas cobren existencia. No importa quien escucha, puede ser hasta un perro. Pero al oír mis propias ideas, estas existen y se hacen permanentes, luego, puedo organizarlas, y finalmente, están listas para ser ejecutadas. Cuando papá me contaba sus proyectos, nunca esperaba que le respondiera: hacía cálculos en voz alta, repasaba teorías de movimientos de líquidos, resistencias de mangueras, bombas, cañerías, temperaturas y cada tanto metía un “¿entendés?”. Y en sus instalaciones se preocupaba por evitar derrames y goteos. Y justo yo me vengo a encontrar con el mismo problema. ¿Cómo puede ser que una gota aparezca debajo de los almohadones del sillón? ¿Qué camino intrincado emprendió la gota para pasar entre dos al-mohadones, sin tocar ninguno, continuar con su viaje, y estamparse en la base del sillón? Como sea que haya hecho, ya la limpié.
En cambio mi papá y mi hermana siempre se divertían. Reían. Había una complicidad que iba más allá de los límites de la casa. Y era solo de ellos dos. Ni siquiera de mamá. Una complicidad que tensionaba y retorcía la casa de una manera insoportable. La energía que fluía entre ellos y rebotaba en los relieves y recovecos de la casa, hacía que, cuando impactaba en mamá o en mí, desprendiera de nosotros partículas de ira, de fastidio y de una incomodidad extraña.
Una tarde en las que todavía salía de casa, y mientras esperaba que el tráfico me permitiera cruzar la calle, la vi a mi hermana sentada en una mesa interior del café de la esquina de Arenales y Alvear. Hacía gestos dóciles con su cabeza, sonriendo, y escondía la mirada en el tazón que tenía delante. La mano de un hombre le acariciaba el rostro y ella, con las suyas, sostenía la mano libre de él. En el momento de subir al cordón y mientras un ciclomotor pasaba tan cerca de mí que con su viento movió un poco mi morral de cuero, este hombre, que de perfil lucía como mi padre, o tal vez lo era y yo no estaba preparado para entenderlo, se estiró sobre la mesa sin soltar las manos de mi hermana hasta besar la boca de ella. Como siempre en la vida, yo estaba ahí para mirarla.
Mirar es un acto silencioso. Cuando miro no puedo hablar, no pienso palabras. Las imágenes van directo a un lugar de mi cuerpo cercano al estómago, arriba de los testículos y adentro hacia la espalda. Ahí maduran, lentamente, por mucho tiempo. Ahí estaban pudriéndose mis caras frente al espejo del baño con mi pelo siempre ondulado y con remolinos, y mamá peinándome a tirones para desenredarlo, con mis ojos fijos en el reflejo de ellos; la parrilla del quincho llena de carne y papá hablando y hablando de sus proyectos y yo contestando con la cabeza cuando me decía “¿en-tendés?”; mamá mirando a mi hermana con odio cada vez que salía de la casa “así vestida”; el pi-zarrón de la facultad escrito hasta los bordes, y yo sin copiar y sin poder hablar para decir: “¿puede esperar un minuto por favor?”; las tangas de mi hermana junto a sus ojos del día en el que cerró la puerta para no abrirla nunca más; y la boca de ella apareciendo en la vidriera del café para besar la boca de este hombre.
Ese mismo día antes de anochecer, cuando mi hermana volvió de la calle, mi mamá y ella tuvieron una de sus discusiones, que como siempre empezaban bajito, con murmullos como ráfagas que, desde el piso de arriba solo se entendían las últimas sílabas amortiguadas por la espesura de la alfombra que recubría la escalera por donde subía el sonido. Hasta que finalmente fue imposible escaparse de la pelea: que ya tenés veinte años, y que yo a tu edad ya tenía trabajo y un novio esta-ble, y que andás todo el día así vestida. Y que vos no sos modelo de nada, mamá y yo no necesito trabajar porque sé cómo mantenerme sola y que a vos eso te da por la concha pero no es mi problema si es la vida que vos elegiste, y por favor agarrá a otro para romperle las pelotas. Y mocosa de mierda no me vas a hablar así, vos decile algo que sos el padre, mirá como me habla. Y yo hablo como se me canta y no lo metás a él que esto es entre vos y yo, fue la pelea.
A la hora de cenar, mi hermana apareció vestida con ropa de mamá que sacó de su placard. Se había hecho rulos con la buclera y pintado con una sombra verde para los ojos, típica de mamá cuando se arreglaba para salir. Bajó por la escalera tapizada con la alfombra mullida, sonriente y desafiante, midiendo cada paso como si desfilara por una pasarela. En el living, mamá detuvo un plato en el aire que estaba por apoyar mientras ponía la mesa y así se quedó hasta que mi hermana terminó de completar el descenso. Papá levantó la vista de la pantalla de su notebook sentado en el sillón y aunque se mantuvo en silencio, su rostro lucía extasiado. Y mientras yo me quitaba los auri-culares enchufados al tocadisco para ver mejor la escena, vi pasar como a una flecha un “¡sacate esa ropa, puta de mierda!” que le lanzó a mi hermana, mi mamá.
Mi hermana se desvistió ahí mismo, en el living. Se quedó solo con su ropa interior de encaje rojo, diminuta, y así se sentó a la mesa. Se reía y hablaba con indiferencia, sacando temas de conversación triviales. Pasaba las bandejas con gesto exageradamente amable y condescendiente. Mamá comió sin levantar la cabeza de su plato, como un león viejo al cual le fue arrebatado su lugar y se debe contentar con los restos de la caza. Papá nunca me había parecido tan pelotudo como hasta esa noche. Sonreía mientras cortaba el pan para llevárselo a la boca mientras movía la cabeza de lado a lado como quien recuerda un chiste y no quiere contarlo. Le decía incoherencias a mamá: “¡pero si fue una broma!” o “¿cómo te vas a poner así por esto?” y “hay que llamar a alguien para que arregle el excusado del baño de arriba”. Y yo desde mi silla observaba en silencio, igual que el jugador de ajedrez de Stefan Zweig, como las movidas se iban acomodando hacia adelante, antes que éstas sucedieran, mostrando el final de la partida.
Cuando la cena terminó, papá y mamá se encerraron en su habitación y discutieron mucho tiempo, muchas horas; con gritos y llantos de mamá y la voz apenas audible de papá. Mi hermana salió después de la cena y yo deseé haberla acompañado. “¿Puedo ir con vos?”—le pregunté por primera vez en la vida—“hoy no me quiero quedar solo en casa”. “A donde voy no hay lugar para vos”—me respondió con indiferencia.
Entonces entendí.
Entender es uno de los momentos más cruciales de la vida, si no, a caso, el único.
Entender te coloca frente a un abismo: el de qué hacer con la nueva información.
Entender es una luz cegadora que alumbra la oscuridad donde vivíamos cuando no sabíamos.
Entonces, bajo el cono blanco de esa luz, nos vemos ahí escondidos, desnudos, en cuclillas, sucios con nuestra propias heces, comiendo bichos del piso, los lentos y los rápidos. Felices en esa inmundicia. Seguros en esa ignorancia.
Entender es ver del otro lado durante un instante fugaz pero suficiente como para hacer in-soportable este lado, y que este lado sea un tormento.
Y entonces con entender no alcanza.
Entender te pone frente al abismo de la acción.
Regresó a la mañana, con el sol entrando por el ventanal del living y el jardín con el pasto corto y parejo, cortado el día anterior por el jardinero. El tocadisco, todavía encendido, reproducía con insistencia el rebote de la púa en el final del surco en una especie de lucha de intenciones: la púa queriendo saltar a un nuevo tema y el surco impidiéndoselo porque ya no había ninguno. Sentado en el sillón, con papá y mamá a mis dos costados, tuve que girar el cuerpo para poder verla parada en la puerta de entrada. Sin decir una palabra, por primera vez en la vida, me miró a los ojos sin mostrarme nada con la mirada: sus ojos limpios, claros, verdes, transparentes, cristalinos, brillantes y en silencio, miraron directamente a los míos: eran incapaces de mirar alrededor, aunque lo intentaban. Así como entró a la casa la vi irse con su vestido rojo diminuto pegado al cuerpo, y unos zapatos puntiagudos que se vencían hacia los lados, cediendo a la blandura del pasto, en cada pisada de su carrera.
Mi hermana apareció por la casa muchos días después, tal vez semanas. Yo estaba feliz de verla otra vez. La abracé y la besé y quise contarle todo lo que había hecho mientras ella no estuvo, pero me separó con fastidio. Durante todo ese tiempo que no estuvo en la casa no dio ninguna señal de vida, y yo tampoco pude salir a buscarla. Volvió más delgada, con ojeras. Con marcas de tabaco en los dedos como alguien que sostuvo constantemente un cigarrillo y nunca se higienizó. Apestaba a transpiración seca y a la misma bombacha usada todo el tiempo. Y en el pelo traía una mezcla de olor a comidas y grasa.
“¿Y papá?”, preguntó, sin ningún tipo de emoción ni entonación. “En el jardín —respondí—. Con mamá”. “Me voy a bañar”, me dijo y comenzó a subir las escaleras.
En ese momento la casa se convirtió en un hoyo y nosotros en gusanos.
Dos gusanos que aún esperan convertirse en crisálidas.
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