martes, 21 de marzo de 2023

De cuando caminando por Ventanas terminé caminando por Caracas - Por Mariano Gallardo

 

De cuando caminando por Ventanas terminé caminando por Caracas

(episodio del libro “Rock’n Horcón” de Mariano Gallardo)

Ahí habíamos llegado a Venezuela. Estaba el Jano, la Karen y la Paloma. Estábamos en Caracas, que era una ciudad impresionante y moderna, pero por sobre todo muy tensa, los caraqueños eran rápidos, iban de un lugar a otro muy exaltados, provocando una densidad extraña en el aire.

Yo estaba sentado sobre nuestro equipaje, los demás andaban en algún otro lugar. En eso aparecen dos hombres terneados de negro y con gafas oscuras. Se me quedan mirando un rato y luego uno se acerca. Ninguno de nosotros tenía algo así como un pasaporte, además yo estaba prófugo y ahora podía encanar. A ver, la cosa aquí fue rápida, pero enredada. El veneco era un policía, y me dice: “Bueno, si quieres comprar yerba, no compres nada malo chamo, aquí hay de la buena”. Acto seguido saca un papel plateado de su bolsillo y lo abre, ahí tenía unos cogollos. El tipo presume de que seguramente yo jamás había visto algo así y me pide que los huela. Yo olí bastante, y aunque el cogollo en su estructura no era tan impresionante, el aroma estaba buenísimo.

Cuando llegaron mis amigos nos fuimos, siempre con esa impresión de que en las calles estaba ocurriendo algo, mucha policía y nada en calma, algo en la forma de ser de ellos era acelerado, como uno podía pensar que era un cardumen, esto se parecía mucho a eso, pero no tan alegre. Así, de repente, por una calle muy transitada se me acerca un tipo y me dice que no vaya con la polera dentro del pantalón, sino que la lleve afuera, porque allí todos andan con cuchillos y es necesario que los demás, por último, piensen que yo también llevo un arma ahí, o sino voy a cooperar.

Seguimos un tanto extrañados, como a los diez pasos, en un café, se arma una gresca gigante que acaba involucrándonos a todos. Nosotros que nos habíamos sentado en unas sillas de la cafetería, nos pusimos de pie, todo el mundo lo había hecho, sacaron cuchillas y un par sacó pistolas. Todos se incitaban, unos a otros, pero no pasó más allá de un par de golpes y un extraño exhibicionismo.

Yo me acordé en un momento que había soñado con Yerka, me gustaría saber con claridad de qué se trataba el sueño, yo la veía embarazada de nuestro hijito, había un dejo de tristeza y ternura en el sueño.

Yo me acordé de eso, así sin querer a uno se le vienen esos reflejos de lo que pasa en el otro lado, y a veces sólo un recuerdo, un instante, una imagen, o una sensación, así como un sabor en el paladar, ¿a qué?, no se alcanza uno a dar cuenta.

Íbamos por esas calles de Caracas y como siempre que uno anda en otro país, además con dos rubias y hermosas mujeres, como la Karencita y la Palomita, se nos habían arrimado dos simpáticos caraqueños, yo me había acordado de ese sueño y como que iba en otra, así es que no recuerdo muy bien cómo llegamos al departamento de ellos, pero los locos nos invitaban a tomar unas cervezas Polar,  acompañadas de coña de Altagracia de Orituco. Estaba todo bien y era claro que ellos tenían intenciones poco honorables respecto a nuestras amigas.

Uno de los tipos, el que tenía el pelo claro, comenzó a explicarnos la situación de violencia general que se estaba viviendo en Venezuela, que algo había provocado el que toda la gente anduviese saltona. Si alguien miraba mucho a otro, sus tajos, si había una trampa por tráfico o monedas, cañonazo de una. En general, se estaba dando que la única forma de trabajar y ganar un sueldo digno, era estando fuera de la ley. Ahí estaban las oportunidades, sobre todo en el tráfico de armas, ya que toda la gente quería armarse y matar a alguien.

En esa, (me guastaría comentar antes, lo buena que estaba aquella macoña) el tipo va y abre una puerta como de un armario, y saca un cilindro grueso, de tosco metal, yo no entiendo mucho de diámetro y radio, pero eso era tan grueso como una garrafa. ¿Qué era? El tipo nos hizo seguirlo hasta una especie de terraza, pero que era la ladera de un cerrito, estábamos en los barrios marginales de Caracas, como en Valparaíso construcciones en altura, con vista al plan de la ciudad.

El joven va y calza aquel cañón en uno de esos carritos, carritos de cañón, ¿se entiende o no?

Se sienta, comienza a apuntar y le pide al otro que le traiga la bala, nosotros, o yo por lo menos, dudaba de que ese cañón fuese de verdad, o que estuviese funcionando. El amigo vuelve, trae un óvalo plateado brillante, nosotros nos acercamos, vimos cómo el tipo calculaba y apuntaba directo al cuartel de policía militar, algo así como el GOPE de Caracas. Abajo se veía el edificio, unos policías en la puerta, otros que entraban y otros que salían, en eso el tipo dispara, la bala viaja veloz por el aire y da de lleno en la estructura del edificio. Sale humo y fuego, policías que parecen hormigas estropeadas mirando hacía un lugar desconocido, los venecos se ríen tirados de guata, mientras nosotros nos cubríamos para que no nos fuesen a identificar.

Todo había sido de verdad, después de haber visto cómo le daban por el culo al cuartel de policía, de sentir que estaba en Caracas y no en Ventanas, de pensar lo tan buena que había estado la marihuana, lo único que podía decir era: “qué loca toda la hueá”. De ahí, como que me urgí un poco, ¿quiénes eran estos locos, cuántas armas tendrían, nos matarían y violarían a nuestras amigas?

Por el momento nos íbamos, los seis, nos llevarían a otro lugar más bonito, a ver un río, naturaleza aledaña. No estaba tan lejos, el río era pequeñito, pero estaba limpio y muy cristalino. Bajo sus aguas había un manto de esas plantitas, parecidas a los berros, o eran berros, nunca he estado muy seguro cuándo son o no son berros. Nosotros caminábamos a pie descalzo por sobre ese manto, era una sensación de mucha tranquilidad, las laderas eran amplias y verdecitas, unas lomas que parecían tan suaves que me recordaron Dumuño. Caminábamos así en la más amigos, mirando los paisajes, casi sin hablar, era un cambio total, la otra Caracas, pero la misma, en otra instancia, una caricia y un golpe.

Al seguir bajando por el río, que nunca fue tan profundo, siempre hasta las rodillas no más, en una de sus orillas encontramos un restaurante al paso.

        Puros pescados y cosas que sacan del río- dijeron los caraqueños. 

        Ya, vamos a comer entonces- dijo Karen.

El bajón de la yerba, la caminata y el aire puro nos ocasionó un hambre severo. El puesto de comida tenía una vitrina, en donde ofrecían toda la variedad de platos que servían. Eran peces pequeños, peces de río y una especie de langosta, que no se veía muy apetitosa. Nadie sabía qué pedir, eran peces desconocidos para nosotros, además, ¿cuánto valían?, nosotros le decíamos a los venezolanos que pidieran ellos primero, pero se miraban y no pedían nada, entonces nosotros tampoco pedíamos.

Al fin la Karencita y la Paloma pidieron una especie de pececillo que no sé qué, pero que tampoco tenía nada de especial. Yo no sabía qué pedir, pensaba en la langosta, pero era muy chiquitita.

De repente, caché que andaba con caleta de plata, y que podía comprar cualquier cosa sin importar el precio y que incluso podía invitar a los demás todo lo que quisieran. Entonces saqué unos dólares e invité a todos algo más, sí, y todos aceptaron, pero los caraqueños pensaron que al principio yo me estaba cagando, que yo no quería gastar ni uno, y no supieron que era que yo no sabía que tenía esa plata y que por eso antes no había pedido. De nuevo volví a urgirme, tal vez los venecos me asaltarían ahora que sabían que tenía dólares.

Bajamos por una de esas lomas, esas verdes lomas. Allá a lo lejos se veían unos mochileros, este era un lugar en donde uno podía acampar y pasar piola, ellos habían estado allí un par de días, eran varios artesanos. Bajamos todos juntos, había un chileno, unos uruguayos, y unas argentinas, toda gente buena onda. Bajamos corriendo, había un charco de barro, paramos ahí, nos metimos todos desnudos y chapoteamos caleta de rato en el barro. Al lado venía bajando el riachuelo y ahí uno se bañaba después, y si querías te podías meter de nuevo en el barro y vuelta al agua. Estábamos cagados de la risa de hacer esto.

Ya después de un buen rato nos íbamos, yo iba bajando con uno de los uruguayos, un loco de barba que me hablaba de Cafrune, los otros se devolvieron y se volvieron a meter al barro. Bajaron después todos llenos de un lodo negro muy bonito.

Al fin seguimos bajando hasta empezar a caminar por la ciudad. Dejamos atrás al grupo y nos fuimos con la Karen hasta el final de la playa. Habíamos subido de nuevo un cerro, los recovecos y las escalas eran muy porteña. Habían unas niñas pequeñas que jugaban afuera de sus casas, la Karen se quedó jugando con ellas, yo decidí caminar. Los demás nos alcanzaron y miraban embelezados esa vista que había desde la altura. Yo comencé a bajar solo, anduve así por todos lados, caminaba y caminaba sin parar, como mirando todas las cosas por primera vez, las cosas nuevas, las cosas de otra gente, de otras ciudades. Llegué a una plaza y vi a un caballero que jugaba con su hijo y con un perro blanco, me pareció algo único, en ese momento sentí no ese calor intenso de Caracas, sino que una brisa muy especial, muy refrescante que me hacía andar feliz, como volando por entre las calles. Andaba y andaba sin cansarme, caminaba y caminaba y todo me parecía deslumbrante. Pensaba que andaba en Caracas, en Venezuela, además por los barrios más periféricos y sentía una enorme tranquilidad, ya no esa violencia del centro de la ciudad.

Bajé por una callecita, después había otra más amplia por donde pasaban vehículos, la crucé y llegué a la línea del tren, volví a cruzar y me vi andando por ahí cuando uno viene de Horcón y llega a Ventanas, a su costanera. Lloviznaba, era verano y hacía un gran calor, había varios arcoíris simultáneos, la llovizna era casi un manto de vida, pero en verdad era lluvia ácida. Yo aún pensaba que estaba en Caracas, pero ya no, ahora estaba en la calle principal de Ventanas, caminando entre gringos de pantalones cortos. En general la gente andaba relajada, la llovizna estaba mojando duro, pero había una alegría general porque cerrarían la fundición. ¿Cómo mierda había llegado a Ventanas si estaba en Caracas? Sentí terror de haberme perdido de mis amigos, cómo volver, qué hacer. Volví por el mismo camino, crucé la calle y allí estaba nuevamente en Caracas, sí, volví a subir ese cerro y me encontré con el Jano y le dije: “Llegué caminando hasta Ventanas y ahora volví”.

Al principio no me creyó, me dijo que era imposible que yo hubiese atravesado de Caracas hasta Ventanas, pero luego recordó que sí, que había una ruta antigua que unía a Chile con Venezuela y que se podía hacer a pie en pocas horas. Entonces se rió, y todo fue normal.




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