miércoles, 3 de mayo de 2023

Pulsión de muerte - Novella - Federico Ambesi - Cap. 5 El psiquiatra del penal

 

El psiquiatra del penal

 

 

El doctor Luis Fernández era un hombre respetado en el mundo de la medicina, no por haber realizado grandes descubrimientos científicos, ni por tener un trato especial con sus pacientes; el máster realizado en Barcelona, luego de obtener el título de psiquiatría en nuestro país, lo convirtió en alguien destacado para la sociedad médica y el público en general. Hacia fines de 1984, estuvo a punto de concretar un proyecto soñado. Se trataba de PsiMed, una clínica especializada en la psiquis humana. La novedad sería incluir entre los profesionales a un gran número de psicólogos, todos ellos recibidos en la Universidad de Buenos Aires, que colaborarían con psiquiatras y especialistas en neurología. Pero los embates económicos del país, sumados a la muerte de su socio, el licenciado Bermúdez, lo llevaron a la ruina y el proyecto nunca se concretó. Gracias a su reputación y a una agenda vasta en contactos, Fernández pudo levantar cabeza, aunque nunca del mismo modo, y terminó trabajando, muy a pesar suyo, en la clínica de un colega. Recién en 1988 logró conseguir un puesto en un hospital público (cosa a la que se había negado luego de hacer la residencia) y a principios de 1991 obtuvo el cargo en la prisión del distrito, en donde se ganó el respeto de los oficiales y del director gracias a su carácter distinguido, que adoptaba, sobre todo, en donde había un gran número de personas. Uno de esos seguidores era Medardo Gómez, oficial veterano y soltero, que desde el principio se mostró servicial con él y siempre que se encontraban por los pasillos del penal, actuaba reverencialmente.

Pero no todo se solucionaba sin tanto esfuerzo para el psiquiatra Fernández. Luego de veinte años de matrimonio, se sentía frustrado por la vida corriente que estaba llevando a sus cincuenta y cuatro años. No amaba a su esposa y renegaba de Manuel, el hijo en común que tenía con Elena Rodríguez, una contadora que pasaba los cincuenta; retirada de su profesión por problemas con el alcohol y trastornos de la personalidad. Por eso el doctor buscaba pasarse el mayor tiempo posible fuera de casa, ya sea en La Primavera, su bar favorito, o incluso en la oficina del penal. Soñando con una vida nueva, proyectaba los años futuros lejos de su familia, viviendo al fin todas las sensaciones que por entonces alimentaban sus días. El único obstáculo era su resentimiento. No podía irse con las manos vacías, ni tampoco dejarle la mitad de las cosas a Elena. Además, esta cortina de vida familiar, significaba para el doctor la oportunidad de poder continuar desplegando sus impulsos sensuales sin que nadie sospechara…

Durante un tiempo el Doctor Fernández dio rienda suelta a sus fantasías en los escenarios de un club underground. El sitio en cuestión se llamaba Cash, y era el espacio más libertino de toda la zona. Se permitían el juego, las drogas, el sexo grupal y la prostitución, además de las representaciones teatrales y la música en vivo. Cada jueves por la noche, el psiquiatra se escurría entre la gente para llegar al club sin ser visto, pues un hombre de su tipo, al parecer, nada tenía que ver con lugares como aquel. Se presentaba frente al público como Gloria a secas; iba vestido con un corsé, tacones y medias de red; sobre su cabeza pesaba una peluca rubia y desaliñada que hacía juego con el maquillaje intencionadamente abundante. Con los labios de rojo, las cejas artificiales y el resto de la cara empolvada, apenas podían percibirse sus ojos verdes. Toda la producción había sido pensada por Luis, lo mismo que el vestuario. A la par de un jazz sombrío, Gloria deliberaba durante cuarenta minutos, con un sarcasmo punzante, acerca de la vida en la ciudad, la necesidad del libre albedrío, que confundía con un libertinaje total, y hacía una extensa e hilarante crítica sobre la vida familiar, los bienes y el trabajo. A diferencia de Luis, Gloria sacaba a la gente de la amargura, sumergiéndola en una risa frenética. Así se ganaba el respeto de decenas de personas que esperaban las noches de jueves para verla sobre el escenario. Para él resultaba en extremo excitante, tanto por el interés que despertaba bajo la máscara de Gloria, como por tener la oportunidad de vestirse, según sus propias palabras, “de puta cirquera”. La actuación tenía como cierre un número muy peculiar, ampliamente solicitado por sus seguidores más fieles. Al final del monólogo, la música se pausaba y las luces, ya tenues, disminuían hasta el punto de que sólo podía verse sobre el escenario el par de zapatos moviéndose de forma extraña. Entonces se encendía una lamparita, amarilla y moribunda, que impactaba directamente sobre las nalgas desnudas de la actriz. En el agujero, un cigarrillo. La mano izquierda de Gloria serpentea, lo enciende y el humo forma una cortina irregular. El público permanece expectante, incluso aquellos que vieron el show con anterioridad ponen toda su atención en este momento. El pucho se mueve, como si el culo en verdad lo estuviera fumando, y poco antes de llegar hasta la mitad, se oye a Gloria: << ¿Y, Luisito, en dónde te metiste?>> Todo el mundo aplaude, ríe; hacen gestos con las manos indicando la genialidad del concepto mientras las luces se apagan y Gloria desaparece. Tal era el éxito de sus presentaciones, que el tema sobre “Luisito” se había convertido en un debate entre el público. Había quienes lo consideraban una metáfora; otros, más acertados, opinaban que el tal Luisito era un hombre real, con cara de culo, como aquellos sobre los que Gloria despotricaba en sus monólogos.  También corría una versión sobre la posibilidad de que “la cara de culo”, fuera la representación de las madres y esposas de los hombres que estaban en el lugar presenciando el espectáculo. Nunca hubo una explicación por parte del creador, ni siquiera se prestaba a hablar con la gente que, entusiasmada, insistía en tomar un trago con Gloria. Además del número, la única interacción de Gloria con quienes allí concurrían, era un revolcón casual en un depósito que funcionaba como camarín. Ya fuera que se tratara de un hombre o de una mujer, el acto era realizado junto a Gloria, y nunca con Luis. Sin embargo, el doctor se sentía aburrido, como si nada fuera suficiente. Luego de once meses, Gloria dejó de presentarse en Cash. Sin embargo, no desapareció del todo; Luis sólo creyó necesario esperar el momento indicado para volver a invocarla, cuando fuera necesario tocar un corazón, lo haría, sin dudarlo.

Lo que Luis quería, en realidad, tenía nombre y apellido: Belén Bermúdez. Se trataba de una joven licenciada en psicología, hermana menor del difunto Raúl Bermúdez. Al principio mantuvieron la relación propia de dos personas que tienen un conocido en común, mas, luego del fallecimiento de Raúl, comenzaron a distanciarse. Esto puso muy mal a Fernández, incluso comenzó a abusar de los antidepresivos. Durante este período tuvo los primeros ataques nerviosos que lo acompañarían de por vida, llevándolo al abuso de psicofármacos. Finalmente, decidió atraer a la mujer con dinero, el mismo anzuelo del que se valió para agradar a su hermano: el dinero. La propuesta consistía en ser socios en el relanzamiento de un nuevo proyecto en el que venía pensando, aunque, en realidad, al punto carecía de fondos y contactos para lanzarse a algo semejante. Belén Bermúdez había mostrado entusiasmo, pero aún no disponía de un capital que le permitiera costear otros gastos además del alquiler habitacional. Mientras el tiempo pasaba, la propuesta de Fernández iba dejando de ser un tema de conversación, y nuevamente sintió que la relación estaba haciendo aguas. Todo cambió en una ocasión en la que, luego de indagar hasta el punto de incomodar a la mujer, el psiquiatra logró enterarse de que esta padecía un intenso estrés nervioso, un cuadro muy similar al suyo. Aprovechando la confesión, le facilitó un blíster de Alplax y otro de Valium, seguro de que pronto lo visitaría para conseguir más. El plan surtió efecto, y cada vez con más frecuencia Belén Bermúdez se comunicaba con él poniendo una excusa cualquiera, casi siempre de índole profesional. Así, la joven de veinticinco años había caído en el vicio y la dependencia, tanto de los fármacos como de su proveedor, y el hombre pasó a tener un dominio casi total de la relación. El asunto, sin embargo, tenía sus complicaciones, no sólo porque ella estaba comprometida con Javier, sino porque él no se animaba a dar el paso, limitándose a contemplarla y esperar sus llamados. Se sorprendía de sí mismo por no actuar, y lo justificaba diciendo que se trataba de amor verdadero, ajeno a los bajos instintos que liberaba frente a otras mujeres. Mientras tanto, Fernández continuó haciendo de las suyas, y hacia fines de 1992 entabló una relación con otra persona muy joven, de apenas veinte años, un tal Walter Miguel Cardozo.



Félix Maocho

Pulsión de muerte - Novella - Federico Ambesi - Cap. 6 Impulsos

 Impulsos

 

 

Cuatro días después de la reunión con el abogado, a las once de la mañana, Radek llegó a los aposentos de Fernández. Era una oficina diminuta que daba la impresión de haber sido una caja dispuesta para hacerle perder la cordura a los que entraran allí. Los muros, copiados de las celdas, le impedían sentir que por lo menos cambiaba de aire. En el centro, el psiquiatra de la prisión aguardaba detrás del escritorio, sentado en una desvencijada silla de aluminio que chillaba a pesar de que el hombre no movía más que las manos para escribir en un cuadernillo repleto de folios y documentos. Radek entró con la cabeza gacha, fantaseando un desenlace que pudiera salvarlo de pudrirse en prisión. El interno miró con resquemor a este hombre delgado, casi transparente y dueño de un diminuto par de ojos verdes que parecían capaces de escrutar cualquier cosa hasta desmantelarla, y que ahora mantenía un gesto rígido, como quien se encuentra ya hastiado de cualquier cosa e intenta continuar.

Luis Fernández lo miró de hito en hito sin moverse de la silla. Daba la sensación de estar impedido del habla, hasta que al fin carraspeó y se dispuso a comenzar con la entrevista.

—Bueno, voy a hacerle unas preguntas; usted va a responder tratando de no faltar a la verdad y la cuestión debería terminar... —resumió el psiquiatra.

—Comprendo.

—¿Se acuerda de lo que pasó?

—No, en realidad, excepto haber disparado.

—¿Podría decirme por qué lo hizo? ¿Cree que tuvo un ataque nervioso o estaba consciente? —pregunta, lacónico, el doctor.

Radek medita, pero no logra esclarecer el pensamiento. Cuando intenta declarar lo mismo que dijo frente al abogado, le viene a la mente el canto de un zorzal y advierte que se trata de la misma voz que le ordenó matar. Lejos de alborotarlo, la voz le resulta agradable; esta vez parece más simple, incluso llena de gracia. Le cuesta modular y sólo pronuncia algunas palabras sueltas que no tienen relación entre sí “¿Está bien?”, pregunta el psiquiatra. El reo comprende que es necesario encontrar un término exacto que pudiera librarle del aprieto, pero al momento es incapaz de pensar con claridad. Cavila, no halla un punto seguro en donde poner la vista, siente que el estómago empieza a empujar. Son golpes lacónicos, por completo ácidos. Al borde de la desesperación, menea la cabeza de un lado al otro, ensimismado, hasta que da con el rostro de Fernández, en donde se queda abstraído… << ¿Y éste, me entenderá?>>

El cuarto se envuelve en penumbras, y allí no se observa más que a los dos hombres, que se miran en silencio. Sin embargo, Radek oye en su cabeza una y mil voces que se agolpan intentando salir <<¿Qué quieren?>>, les pregunta sin abrir la boca, y una de las voces le ordena que lo atrape <<Lo buscamos a él; traenos al hombre que te mira>>  Pese al gran temor que siente, Radek vuelve a preguntar <<¿Cómo haría tal cosa?>> y la voz se lo responde:

<<Dejame salir, ya me cansaste… déjame ir con él, vas a estar libre>>

Conforme la voz se iba desvaneciendo, Radek volvía a la tierra, a los conceptos. Estaba en la misma sala; con la puerta sin llave y custodiada por los carceleros. Como tantas otras veces, movía la boca sacando un ruido ininteligible. Sin embargo, el psiquiatra del penal le escuchaba boquiabierto, y, además, le respondía, un tanto incrédulo, un tanto horrorizado.

—¡Eso es cierto! —casi gritó Fernández— Despierto a medianoche y grito como un loco… Hay un nervio que me latiguea el estómago; lo disfruto, aunque temo un poco que esto que me pasa haya sido infundido en mí por alguien más ¿Cómo puedo estar seguro? Claro, hay que dejar salir esas cosas, hay que ceder, si no, uno se pudre por dentro.

Para cualquier supuesto testigo de esta conversación, comprender sería imposible. Ni siquiera podría decirse que el psiquiatra estaba practicando con el interno alguna técnica especial; respondía a los balbuceos del recluso como si en verdad se tratara de una conversación. Además, Fernández se expresaba en un tono de voz que pasaba del llanto a la risa como si nada ¿Quién sería capaz de ver en sus ojos el terror que sentía en ese momento a pesar de la soltura de sus gestos y palabras? Sólo él, su parte más íntima, sabía que estaba diciendo algo indebido, que era necesario detenerse, pero ¿cómo? Ya no se sentía en posesión de sí mismo, en cambio, parecía sujeto a una fuerza extraña. Pronto, los dos se callan y Fernández vuelve en sí. Apenas pudo ver cuando Radek se levantaba y, todavía mirándolo a los ojos, le sonreía, satisfecho y triunfal, diciéndole <<Ahora es suyo, cuídelo>>. Al ver que el prisionero estaba de pie, los guardias interpretaron que la cita había culminado y lo llevaron de nuevo a su celda. Fernández no hizo nada para impedirlo, al contrario, se sintió a salvo una vez que la puerta se cerró. Algo en su interior se revolvía. Parecía estar a punto de romperle la cabeza, aunque también el estómago sufría convulsiones. Salió al pasillo buscando romper la atmósfera que le envolvía y otra vez pudo ver a su adversario, esta vez de espaldas, alejándose junto a los carceleros. Esposado y con la cabeza baja, no parecía más que un debilucho, sin embargo, se trataba del mismo hombre que momentos antes logró hacerlo temblar valiéndose de un puñado de palabras << ¡Pero qué peligro! >> Por ahí venía Medardo Gómez, que al verlo pálido y balbuceando apretó el paso para ocuparse de él.

—¿Está bien, doctor?

—No te preocupes, andá tranquilo. –responde Fernández.

Al salir de la prisión camina apretando el paso, algo poco habitual en él, que siempre daba la impresión de estar en completo estado de calma. Siente escalofríos por todo el cuerpo y no llega a hacer dos cuadras cuando una serie de puntadas en el estómago lo obligan a ponerse de cuclillas. Parapetado bajo el toldo de un almacén, proyecta una escena del crimen en la que él es protagonista y le invaden sensaciones cruzadas. Goza, pero guarda cierto temor. Siente una especie de hambre que le pide actuar. Entonces lo oye, claro y conciso, y sin percatarse de lo que está haciendo, responde: << ¿Que te deje salir?>>



El Bosco

Pulsión de muerte - Novella - Federico Ambesi - Cap. 4 ¡Lo asignó el estado!

 

¡Lo asignó el estado!

 

 

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, ya aseado y habiendo tragado un mendrugo de pan, Radek caminaba por los pasillos de la prisión escoltado por dos guardianes raídos y muy perfumados que buscaban resaltar sus placas ante los reclusos; sin embargo, unos ojos marchitos, como dos porciones de mierda, evidenciaban lo opuesto. Luego de cruzar los enormes portones del pabellón y esperar a que uno de los guardias terminara su cigarrillo, al fin se encontraron frente a la pequeña entrada del despacho principal, en donde lo esperaba su abogado. Se trataba de un tal Mariano Prado, un petacón atrevido, dueño de un bigote que encajaba con la pequeña barba del mentón y unas cejas finas y arqueadas, las cuales causaron en Radek la leve impresión de estar hablando con una laucha.  Mirando los papeles de la causa con un gesto de molestia y resignación, el abogado aconsejaba que lo mejor era declararse culpable.

—No puedo negar que la maté; ni siquiera tuve la astucia de esconder las evidencias…

—¿A qué se refiere cuando dice evidencias? —le interrumpió Prado, un tanto sorprendido.

—El arma, su cuerpo… —largó entre suspiros, y agregó— Igualmente, no estoy arrepentido.

—¡No se le ocurra volver a decir eso! Desde ahora, hable con quien hable, aclare que está arrepentidísimo de lo que sucedió.

—Usted no entiende —replicó el prisionero— no puedo arrepentirme de lo que no hice.

—Ese es otro punto —dijo Prado, adoptando el tono de voz de quien está explicando una ciencia —; no se contradiga ¿La mató o no la mató? Acá está muy claro lo que pasó: hay testigos que lo vieron entrar y salir de la casa, y los horarios que declaran coinciden con el llamado de otro vecino por el disparo… Además…

—¡Eso no importa! Vieron mi cuerpo, testearon la pólvora en mis manos, pero nadie investigó a esta cosa —dijo Radek, señalándose la cabeza y luego el pecho— Acá duerme mi captor, el verdadero asesino.

—Tengo entendido que ya lo revisó un psiquiatra ¿Es correcto? —inquiere el abogado, sin atender las palabras del prisionero.

—Completé un formulario, eso fue todo…

—Muy bien… voy a pedir una nueva evaluación; intente decirle lo mismo que me acaba de decir.

Una vez terminada la reunión, los guardias demoraban en irlo a buscar, y Radek le pidió a Prado que le consiguiera un baño, acusando una fuerte diarrea. Como Prado no acostumbraba dialogar con los policías, fue directamente con Garmendia, el director de la prisión, que accedió a prestarle el baño al interno, no sin antes objetar y acusar al abogado de ser amigo de la delincuencia.

Va de un lado al otro del baño, escupe el jabón y saca su sexo para mear en el lavamanos. Cuando se mira al espejo, intenta reencontrarse con el hombre que alguna vez fue. Reconoce su barbilla triangular, los ojos color café y el pelo enmarañado; sin embargo, él no es el de la imagen. Mientras esboza una sonrisa, estirando los labios y llegando al punto de verse la hilera superior de dientes, nota que su rostro ha sido aplastado por las arenas de un terrible reloj. Está a punto de llorar, piensa en la posibilidad de no salir nunca de prisión. Pasado el límite concedido, el oficial encargado de escoltar al prisionero golpea la puerta.

—¿Estás bien, amigo? —se oyó.

—Necesito ayuda, entre, venga.

—No voy a entrar…

—¿Qué le molesta de ver a un hombre meando? Necesito ayuda, estoy a punto de desmayarme.

—Bueno, pero tenés que abrir desde adentro —resopla el guardia.

Radek abre la puerta de un puñetazo. El policía lo ve de frente, con los calzones bajos, chillando como un niño: << ¡Me hice pis! ¡Me meé todo!>> Confundido, el guardia recula, haciendo aspavientos con las manos para que sus compañeros lo socorran. Otros dos hombres llegaron y se dedicaron a golpear al recluso para poner fin al escándalo.


Pulsión de muerte - Novella - de Federico Ambesi - Cap. 1 cuentas pendientes

 PRIMERA PARTE

Cuentas pendientes

 

Hay casos en los que un carácter sensible, de esos que causan ternura tanto en quien lo posee como en los demás, no es más que la fachada de un espíritu frágil, incluso mezquino. Los vientos del destino, con sus fuerzas variantes, pero determinadas, actúan con frialdad llevándose esta máscara, la sepultan en el pasado y sólo dejan, a modo de prueba de lo que alguna vez fue, recuerdos que servirán para la posterior comparación. Es entonces que se muestra, con brillo inusitado, el hombre nuevo, llamado “distinto” por los demás, quienes no logran explicarse el cambio que hasta entonces habían considerado imposible en las numerosas especulaciones de las que cada uno de nosotros forma parte cuando es nombrado. Tal fenómeno sucedió una vez con uno de esos hombres buenos, de esos por los que, antes que afecto, se siente una compleja compasión. Por supuesto que él no lo notaba, aunque era evidente que todos se iban alejando de su lado como si de pronto hubieran comenzado a odiarlo. Como animal social que es el hombre, Radek intentó encontrar nuevas personas con las que relacionarse, pero había algo en su corazón que le pinchaba cada vez que se acercaba a los demás. Al mismo tiempo, por más que se esforzara, la gente parecía percibir la oscuridad que poco a poco iba tomándolo por completo y, al cabo de un tiempo, lo dejaban de lado. El orgullo, que a veces enaltece y otras tantas aniquila, le hizo pensar que no necesitaba a nadie más, que podía arreglárselas con sus propias fantasías. Sin embargo ¿quién está verdaderamente listo para vérselas con la soledad y salir indemne? La desesperación puede llevar a un hombre a cualquier resultado, al cual, finalmente, éste se aferra como si se tratase de la última esperanza fidedigna de continuar viviendo, de alcanzar la preciada idea de la felicidad. Una especie de rencor lo ató al nihilismo, y el astuto dolor se disfrazó de virtud. Pero había piezas faltantes, pues el mundo, por más que se pretenda, es un campo de batalla en el que cada uno debe aliarse a alguien más para luego romper relaciones y así continuar en la constante pugna con Dios. Por eso Radek, sin percatarse, fue construyendo un universo paralelo en donde él era el tirano, el humillado y la mismísima resurrección. Su carácter volvióse vengativo y burlón, como si fuera un arlequín. Al abrirse esta puerta, otros demonios confluyeron a su reino, y como todo monarca, acabó por ser un blanco al cual sus súbditos dedicaban todas sus maldiciones. Un rey paranoico siempre busca su chivo expiatorio, por eso desconfiaba de los demás hasta el punto de creer que todo aquel que estuviera fuera de su cuerpo representaba una amenaza. Se volvió huraño, retraído; convirtió a su hogar en una fortaleza y en menos de un año perdió contacto con la sociedad. Mientras tanto, en su mente se formaban ideas cada vez más retorcidas, de esas que censuramos con horror cuando apenas destellan en nuestras cavilaciones, por temor a convertirnos en un monstruo. Lejos de amedrentarlo, las pesadillas lúcidas causaban placeres irrefrenables en Radek y pronto se volvieron vicio. Éste era Radek, y su parte en esta historia comienza pocas horas antes de la noche de un domingo de otoño del año 1993, tiempo en el cual, pese a su obstinación, comenzaba a darse cuenta de que estaba sumergido en una pesadilla orquestada por él mismo.

Merodeaba semidesnudo por la estrecha vivienda de dos ambientes sin una pizca de sueño, en un estado de alerta superlativo que lo mantuvo al punto del colapso durante toda la jornada. Su mente había empeorado durante los últimos días, pero fue en ese preciso momento que se sintió más atribulado que nunca. Por eso fumaba un cigarro tras otro, llegando al punto de sentir arcadas que lo hacían tirar la droga con un gesto de repulsión sólo para encender uno nuevo a los pocos minutos. Las voces en su cabeza se volvían cada vez más constantes, palpables, y llegaban a decirle qué hacer, cómo y cuándo. En el afán de exorcizarse, escribía sus pensamientos en un viejo y maltratado cuaderno que volvía a leer cada vez que la ansiedad le atacaba. El último de sus escritos permanecía sobre la mesa del comedor, rodeado por vasos, colillas y papeles abollados. Lo miró desde lejos, luego se fue acercando y lo tomó para repasar las palabras escritas durante el día anterior:

Mayo de 1993

Me tiene. No puedo describirlo, sólo sé que me ha atrapado. No es un <<quien>> ni un espectro, más bien huele a animal… se metió en mi cuerpo y sólo me abandona para dejarme llorar un poco, así me burla y se asegura de que no me queden fuerzas para pelear. Retuerce mis nervios a su antojo, me tiene en un delirio constante al entregarme voces y figuras que alimentan tanto a mis miedos como a mis deleites más íntimos. He llegado al punto de no saber si existo, tal vez ya no sea más que su sueño. Hace algunas noches me hizo ver que mi perdición sería a manos de una mujer, animal al que me resisto cada vez con más trabajo. No logro pensar en una mujer sin sentir la necesidad de cortarla, desde el hombro hasta las clavículas, usando un alfiler. Las pocas veces que salgo a la calle me paralizo al verlas pasar, tan hermosas, tan vivaces. Cierro los ojos, proyecto el corte, es entonces que mi cuerpo se estremece y el placer me domina. Me resulta inexplicable, pero encantador. Por eso me escondo, porque temo, y es entonces que las voces se acrecientan contra mí <<Olvidate del amor, de la compasión, del nudo que controla tus impulsos; son creencias, nada más>>, Dicho así, parece absurdo, incluso aceptable ¿Quién más podría entenderme? Sé que llegará el punto en el cual perderé el control, no seré capaz de domeñar a este tirano, y mientras espero, me pregunto cuáles son sus ambiciones… Creí haberle entregado cuanto había en mí, pero quiere más, no le alcanza con verme de rodillas, me quiere en el foso, y para arrastrarme necesita que haga algo, que rompa un límite, lo sé. Pude verlo, sentirlo, no era un sueño, sino una reacción. La luz, la maldita luz brillante en mi cabeza, en mi cuarto, día y noche, sobre todo por la noche ¿Será posible aplacarla? Mis manos ensangrentadas, mi risa, un goce extremo. El cuerpo yace desnudo, conserva el horror y dejo de ser quien fui. Nunca más veré la tierra, ni el sol; le pertenezco ¿Cómo se vuelve de aquel primer deseo de matar, sobre todo cuando uno lo ha sentido de un modo tan sublime?

Radek.

Hacia la medianoche todo permanecía en aparente calma. Prevalecía el silencio, a excepción del murmullo proveniente de la avenida ubicada a pocas cuadras de su hogar. Primero fue un susurro que brotaba desde algún rincón, como si estuviera forcejeando para salir de su escondite, luego un trino lacónico, tan violento como un rugido y fugaz como el relámpago.  Finalmente, lo escuchó con claridad. No se trataba de las voces de siempre, sino del canto de un zorzal que le decía:

—No temas, da el salto. Dejame salir. —sonaba, incesante, como un eco que se adueña del espacio.

—¿Quién sos? —preguntó, asustado, a sabiendas de que se trataba del enemigo de siempre.

—Es hora de que lo hagas, no se puede esperar más. Dejame salir…

 

Radek se puso a caminar, intentando evadirse, mientras la orden se repetía una y otra vez. Aterrado, pero curioso, comenzó a andar por la casa, mirando cada rincón sin saber bien qué buscaba. En eso, encontró bajo la mesa un hilo de sangre que fluía tranquilamente como una serpiente rojinegra que brilla por sí misma. Atraído por la cadencia del movimiento lineal, clavó la vista en él sin preguntarse de dónde venía ni hacia dónde pretendía llegar. El tejido causó honda impresión en nuestro hombre, que se perdía contemplando el misterioso trasiego a la par que su conciencia le abandonaba. Movido por una sensación desconocida, se miró las manos, encontrándolas por completo ensangrentadas. Un calor intenso le recorría el cuerpo <<Hacelo… hacelo para que todo se termine>> Sus ojos se fueron cerrando lentamente, como si entrara en otra dimensión. Comenzó a acariciarse el cuerpo, que al punto se volvía multidimensional, y sintió placeres nunca antes experimentados corriendo ora por su interior, ora por el lado externo. El vértigo afluía en su sexo, le causaba escalofríos, y al acto, brotaba en forma de jadeos histriónicos que se alternaban con una risa colérica. Entonces la voz, que hasta entonces parecía inalterable, se distorsionaba al igual que su cuerpo, para volver a convertirse en un trino agudo, casi metálico, que, sin embargo, repetía la misma orden <<Es el momento, dejame salir…>> Al abrir los ojos, Radek encontró a sus pies un cuerpo desnudo, perfectamente trazado por hermosos alfileres —Mañana mismo —dijo en un tono muy suave, que mantenía para prolongar el éxtasis — Voy a cumplirte…

Amanece. La mirada abyecta, el odio encarnizado; apenas recordaba los eventos de la víspera. Piensa en levantarse, pero algo le retiene en la cama, aunque le exaspera la sábana enroscada, a fuerza de haberse movido durante el sueño, convertida en un nudo tan blando como invencible. Mira hacia un costado y ve el montón de ropa que yace en el suelo. El bulto, apenas a un metro de distancia, se le antoja inalcanzable, pues no basta con estirar el brazo para tomarlo. Le es imposible esquivar la luz del sol que ingresa por la pequeña ventana junto a la cama, siente que le lastima los ojos. Voltear es inútil, ya no soporta estar allí. Es entonces que se lanza desde la cama, toma las prendas y comienza a vestirse el pantalón de corderoy, la camiseta blanca y un suéter negro, raído hasta el punto de parecer un simple harapo. También las suelas de sus zapatos de cuero están arruinadas, al menos lo suficiente para notar la textura del suelo en cada pisada. Mientras va hasta la cocina, tantea con apuro en cada uno de los muebles buscando el encendedor. Se coloca un cigarrillo entre los dientes cariados, lo muerde un poco, dice algo ininteligible, toma las llaves y un puñado de alfileres, de distintos tipos y tamaños, que parecían estar preparados para llevar a cabo una proeza, y cruza la puerta de calle. Hace tiempo que no está afuera, por lo que todo le resulta novedoso, aunque sabe muy bien qué dirección tomar, qué calles elegir y los posibles rostros con los que puede encontrarse en el camino. Mira a todos de reojo, a veces tiene la osadía de clavarles la mirada y soportar lo suficiente; sabe por experiencia que nadie se detendrá frente a él. Al mismo tiempo, el encierro le ha llevado a no saber cómo relacionarse con los demás, por lo que, al mirar, lo hace con cierta extrañeza que acompaña su constante gesto de desafío. Camina sintiéndose un criminal, un ser calamitoso perdido entre rostros complacidos por la nada. Siente tanto asco por la gente como por sí mismo; no obstante, continúa a paso firme. Al final de la avenida tocó la puerta del prostíbulo. Le recibió un tipo gordo que sin decir palabra comenzó a palparlo antes de dejarlo entrar. Radek se sentó en un sofá de tres cuerpos, sin decir palabra, aunque no se estuvo quieto, sino que sus movimientos eran tan duros como los de un muñeco, tal era el peso de sus nervios aquel día. Cuando entró al cuarto y vio a la mujer sacándose la ropa, tuvo ganas de reír. Pero se contuvo para no perder la oportunidad de acabar con todos sus pesares. Ella parecía un tanto apurada, sin ánimos para cumplir con el turno del joven que se había sentado en la cama sin quitarse siquiera los zapatos.

—¿Para qué es el forro? —preguntó Radek, mientras ella tiraba del empaque.

—¿Me querés dejar un pibe también? —responde, socarrona— Dale, papi… sacate la ropita.

La mujer tenía la voz ronca de tanto fumar, seguramente también bebía mucho, aunque tenía un rostro angelical, poco frecuente en lugares como aquel en donde se pagaban tan sólo cinco pesos por un servicio completo. Después de recostarse en la cama y sentir las manos de la prostituta sobre su pecho, le invadió la repulsión, pero fue cuando fijó la vista en su rostro que tuvo vergüenza ajena y dando un salto se alejó de ella.

—¿Qué te pasa? —se exaltó la mujer— Si me vas a boludear, pagá la hora y tomatelás de acá.

—No venía para eso, me asquea el contacto humano; sólo quiero cortarte… —dijo, enseñándole un alfiler.

Espantada, la prostituta salió de la habitación pidiendo auxilio, y en menos de un minuto, el mismo tipo gordo de la entrada se hizo presente para sacarlo de allí. Tuvo suerte de que no lo golpearan, aunque no se salvó de pagar la hora antes de salir.

<< ¿Qué carajo estoy haciendo?>>, se reprochaba. Mientras caminaba de regreso, por un instante vio al mundo como antes y una ráfaga de compasión lo tomó por completo. Los niños volvían a parecerle hermosos, lo mismo los árboles. Al doblar en una esquina y cruzarse con un viejo que inclina la cabeza en un saludo cordial, su corazón estalla, entonces él también le da los buenos días e infla el pecho << ¿Habré vuelto?>>, se pregunta. Abrigaba la sospecha de que sólo había bastado con salir, enfrentar sus oscuras obsesiones y así todo había acabado. Pero entonces, andando un poco más, vuelve a ver aquellos rostros vacíos que una vez le hicieron meditar profundamente sobre la condición humana. La sonrisa, la voz, el andar: estándares, mediocridad. Un nubarrón le muerde el músculo vital y una voz le ordena encerrarse nuevamente << ¿Para qué vas a enredarte con los que merecen mierda? ¿No viste cómo te miran?>>, le dice. Radek se sofoca, mira en derredor buscando ayuda, pero ¿a quién le diría todo eso? El viejo de hacía unos instantes ahora le parecía un simple idiota. De nuevo el mundo conspiraba en su contra ¿Qué más podía esperar? Sin advertir sus pasos, llega hasta su casa y allí se mete. Aquellos muros, la atmósfera cargada y la especie de tiniebla sempiterna de la vivienda eran el vivo reflejo de su fuero interno. Se quedó sin moverse, temblando y en pleno delirio, hasta encontrarse con la noche.

Hacia las once, quiere dormir, pero no puede; la misma voz de antes repite una y otra vez que es menester dar el salto, y a la par de estas órdenes, Radek balbucea un nombre que le suena familiar… Si en un principio le dominó el temor, ahora se trataba de cumplir con algo que consideraba urgente, necesario, una especie de hambre voraz. Mientras las voces continuaban, él iba aceptando lo que creía su destino. Así de decidido, se pasa el resto de la noche esbozando un plan maestro. De cara a la pared traza una línea, anota pasos a seguir. Luego, en un súbito rapto de razón, tacha las palabras comprometedoras, pero al rato vuelve a escribirlas mientras ríe a carcajadas. Son las seis de la mañana cuando, agotado, al fin se durmió con el velador prendido y sin siquiera taparse. Esa noche no sueña, le basta con todo lo que pasó estando despierto, así que duerme hasta cerca del mediodía, cuando el sol se mete por la ventana y le pincha los párpados. Otra vez se sintió abatido, con ganas de quedarse en la cama para siempre, pero necesitaba terminar con las dudas. Luego de una taza de café quemado, bebida a prisa junto a un cigarrillo, partió.

En media hora llegó hasta la casa de Ana María, su madre, quien lo recibe entusiasmada y no deja de hablar mientras prepara las tazas y pone a calentar un cazo con agua << ¡Hace tanto que no me visitas, no te imaginas lo contenta que estoy! >>, le dice, pero Radek no habla, sólo mira el mantel estampado con margaritas y se pierde en las roturas del plástico sin prestar atención a las historias que la madre narra sin cesar, creyendo que él le pone algún tipo de atención. Cada tanto le echa un ojo, se siente incapaz de matarle y quiere hablar para desahogarse. Antes, cuando los delirios eran una novedad, no se animó a abrirse, y ahora, al notar aquel vacío en los ojos de su madre, comprende cuán lejanos son los dos, que ya es tarde para hablar. Entonces vuelve a ensimismarse, balbucea <<Nunca lo va a entender… no puede…>> No ha dejado de repetir en su cabeza las palabras que le encumbraron la carne durante la víspera. Como despertando de un ensueño, levanta la cabeza y se excusa para ir al baño. <<Sabía que el arma de mi abuelo estaba en la casa… Ella la guardó como si fuera una reliquia ¿me entienden? Una bala, nada más, suficiente para cruzar hacia la eternidad>>, diría más tarde, durante el interrogatorio. Ahora tiene el arma entre ambas manos. La mujer lo mira boquiabierta, él no se decide a hablar o simplemente tirar del gatillo. <<Esto es algo que voy a hacer, pero no me define, para nada…>> Apunta hacia ella, dispara un proyectil que le da justo en el pecho. Cuando Ana María cae, el hijo se paraliza y mira la obra del plomo. Comienza a parpadear con intermitencia, pretendiendo invocar a la misma voz que le propuso cometer tal acto para pedirle explicaciones, evidenciar la falsía del hecho, pero es inútil, no hay nada. Entre las imágenes que se le cruzan por la mente, se presenta el recuerdo de haber visto a su madre varias veces la última noche durante los ataques << ¿Por qué a ella?>> 


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Dana Schutz

Pulsión de muerte - Novella - Federico Ambesi - Cap 2 El arresto

 

El arresto

 

 

Ni bien llega a su casa, va directo al dormitorio y se tiende desnudo sobre el colchón, con la mirada fija en el cielorraso. Las imágenes del crimen pasan una y otra vez frente a sus ojos; impera, sobre todo, la voz de su madre concediéndole el perdón, rogándole que escape, instantes previos a morir. La voz fluye por una boca semejante a la de un pescado recién sacado del río; lastimera, empapada en lágrimas, con aquel desespero final al que todo ser se aferra antes de lo ineluctable << ¿A dónde querés que vaya?>>, le habría dicho él. La sensación de muerte que Radek tiene en la mente, pronto queda obnubilada por otras emociones, unas mucho más personales que brotan en un acto de autocompasión. Le duele saber que nunca ha logrado comprender al mundo, a los demás. Sus modos, la forma de hablar y actuar no eran interpretadas por los otros en ningún sentido. El hombre andaba solo todo el tiempo, nadie a su lado, nadie en su contra, y hasta entonces no lo había advertido, al menos no tan claramente como ahora ¿Fue necesario un impacto tan fuerte para abrir los ojos? Estas preguntas, claro está, no se las hacía de una manera tan precisa, sino que venían a su mente fragmentadas, encerradas en pequeñas nubes que, tan pronto como llegaban a convertirse en un principio de idea, se fundían con otros pensamientos hasta volverse ininteligibles. Ya no trae el arma consigo, la ha tirado en alguna parte del camino, sin darse cuenta, pero esto no le preocupa, sólo mantiene los tendones rígidos, espera el desenlace. Permanece recostado, cualquier movimiento le parece un riesgo ¿Qué puede hacerse después de algo así? Antes de caer en un estado de suspensión total, comprende que la realidad no se parece en lo más mínimo a las recurrentes fantasías. El goce no está; la liberación, mucho menos. Continúa oyendo el mismo enunciado proveniente de las alucinaciones, sólo que esta vez se encuentra tan desesperado que el sonido parece débil. Así las cosas, no piensa en escapar, sabe que cualquier intento de salvarse resultaría inútil. Por la ventana observa el vuelo de un perfecto zorzal, que aterriza frente al vidrio y contempla su reposo. En sus ojitos puede verse un dejo de satisfacción. Radek lo mira, y al punto no sabe qué tan real podría ser. En otra ocasión hubiera intentado comunicarse con él, pero ahora lo ignora, ya ha tenido demasiado. Todo está muy fresco, sonoro. Sabe que, si se asoma fuera del cuarto, verá a la misma serpiente cruzando la sala una vez más. El siseo, inconfundible, ha sido parte de sus últimos sueños. Cierra los ojos, la oye reptar, parece estar acercándose lentamente. Entonces el tiempo se quiebra, la fricción de la serpiente con el suelo se convierte en golpes contra la puerta acompañados por gritos. Lo tienen. Uno de los uniformados lo toma del cuello, el hombre camina tirado por la fuerza del oficial, sin resistirse a las órdenes, impedido de moverse. Otros dos patean los muebles y no dejan de gritar mientras intentan dar con el arma. — ¡Es una mano, disparé con la mano! —repetía el prisionero.

Lo suben al patrullero, ve su casa y al barrio por última vez. Al llegar a la esquina recuerda toda su vida; de nuevo se siente como un niño << ¿Qué van a hacer conmigo?>> pregunta a los malhumorados canas. Estos le pegan puñetazos, se concentran en las costillas y piernas; son tipos fuertes que parecen estar tristes y enojados. Al rato detienen la marcha y lo bajan del vehículo. A fuerza de más golpes logran ponerlo de rodillas. Uno de los oficiales, calvo y de mirada intensa, se pone frente a él, lo mira con una sonrisa forzosamente estirada en la que apenas muestra los pequeños dientes superiores. Comienza a sacar el pingo sin bajarse del todo los pantalones. Radek teme lo peor cuando escucha la voz firme, mezclada por las risas de los otros tres, diciéndole que se prepare.

—Vas a hacerme un pete, boludito.

—No, no quiero… yo no… ¡No! —se opuso, intentando sacudir el cuerpo para alejar al policía.

—¡A mí no me grites, pendejo!

El pito arrugado comienza a erguirse sin premura. El hombre se frota para acelerar el asunto mientras, desesperado, el reo grita y lo maldice. Un tirón de pelos, más puños contra la nuca y el rostro bastaron para hacerlo callar. Antes de que el miembro le tocara los labios, Radek se muerde para evitar la violación, pero el oficial está decidido a hacerlo, es una práctica que repite con cada detenido que sube al patrullero. Al ver que este daba pelea, se pone furioso:

—¡Dale, hijo de puta!

—No sé cómo se hace, soy virgen. —declara Radek, haciendo que los demás rompan en carcajadas gruesas y exageradas.

—¿Me estás tomando el pelo, pendejo de mierda?

Le vinieron arcadas, mareos y terminó vomitando sobre el policía, haciéndole perder la erección. Mientras le daban una y otra vez con la macana, Radek cayó al suelo, orgulloso de haberse librado de algo que le parecía terrible.

—¿Lo hice bien, señor? Quiero decir si fui un buen puto, como a usted le gusta…—inquiere el reo, apenas consciente.

—¿Qué decís, hijo de puta?

—El puto es usted, que le pide a un hombre que le haga sexo oral… No lo tome a mal, no tengo prejuicios contra los homosexuales.




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Pulsión de muerte - Novella - Federico Ambesi - Cap. 3 En la prisión

 

En la prisión

 

Pabellón catorce.

Las manchas húmedas de las paredes dibujaban monstruos desconocidos, anfitriones de las últimas puertas hacia el infierno. Ni una sola mujer, sólo rostros de padres borrachos, creadores de masacres, delincuentes comunes, arrebatadores e inocentes formando una masa de espíritus grises. Al principio, alentado por un sentimiento foráneo, pensó en que sería necesario conversar con alguien, formar un vínculo beneficioso que le ayudara a pasar el tiempo que debiera pasar allí. Pero al sentir lo viciado del aire, el peso del ambiente cayendo sobre sus hombros, decidió no acercarse a nadie. Entra en la celda y allí se queda, como adosado a la pared, viendo rostros en donde no están, oyendo voces que se confunden con el bullicio propio de aquel inframundo por el cual circulan manojos de nervios de extremidades violentas, acaso tan atormentados como él; igual de errados con respecto a los valores de justicia y amor que se ponderan entre las personas, pero que siempre le habían parecido falsos, mejor dicho, huecos. Confirmaba una vieja idea: todo lo considerado bueno y justo no es más que producto del temor hacia extremos como este, un abismo terrenal dictado por los corazones más misericordiosos ¿Qué razones tenía el alma para obrar de modo tal que siempre terminara pagando el cuerpo? ¿Alguien más allí dentro se preguntaría estas cosas? Todos se movían arrastrando un sentimiento ansioso que buscaba el momento de salir, pero en el fondo parecían tranquilos al confiar en la eternidad de sus almas, en la vacuidad de lo terreno, a pesar de que esto era lo único palpable en sus vidas. Los querubines no matan, ni ríen de sí mismos, ni son enjaulados, precisamente porque han nacido muertos. Nada había cambiado; con sus frases a veces inconexas, un carácter retraído y constantes actitudes adversas al sentido común, Radek continuaba siendo el raro para los demás. Incluso allí, en la prisión, en donde nadie parecía tener motivos para juzgar, era juzgado.

Por las noches, una vez que sonaban las sirenas y se cerraban todas las puertas del penal, una voz con el característico tono militar anunciaba por los parlantes que llegaba el momento de dormir. Uno de los internos, autoproclamado poeta y considerado por todos como una figura culta, alzaba la voz rompiendo el manto de oscuridad, invitando a sus compañeros a oírlo recitar los versos que escribía durante el día. <<Compañeros, compañeros>>, les llamaba. Cuando los demás daban aviso de su presencia, el poeta solía presentar la obra: <<Esta la escribí hace algunos días, compañeros, y la canto con el recuerdo de las órdenes de mi madre, que nunca valoró mi fidelidad de perro>> Después de algunos aplausos, se hizo un silencio expectante y el poeta empezó a leer:

 

“Por pedido de mi madre, me encontré hirviendo un huevo

mas el cuenco no lograba la cocción del cuerpo a tiempo

Impaciente la señora, me gritó desde su cuarto:

¡Traeme el huevo, de hambre morir no quiero!

Sin tregua mis nervios brotaban,

mientras el huevo cocinarse no lograba

Mas sus gritos no cesaron, y, colmado caí en rabia

En mi boca espumosa metí el huevo y con bronca,

crucé el portal de su cuarto, me entregué al Diablo

  Y de mi boca a su garganta pasé el huevo sin dudarlo

Al contacto nuestros labios

bendijeron el atraco

y la voz atragantada de mi madre, la excitada

se grabó en mi cabeza

hizo estragos y belleza

<<Qué delicia

la cosa cruda

mas yo siento que has llegado,

por eso te excuso,

y uso las manos”

 

Todos celebraron con gritos de emoción en los que podía notarse un dejo de venganza. Las voces causaron un estrépito general que se replicó en cada jaula, incluso entre aquellas a donde la voz del poeta no había llegado. Animados, unos cantaban y reían mientras los hombres más calmos aprovechaban para jugar a los naipes, iluminados por velas metidas de contrabando. Radek, que nunca antes había escuchado una poesía similar, sintió curiosidad sobre su creador ¿Podría contarle acerca de sus fantasías sin causarle el mismo resquemor que a los demás? Por primera vez oía a un ser humano expresando aquellas cosas que él pensaba, pero que a todos sus conocidos les habían parecido propias de un enfermo. Lo que a muchos podría parecerles frívolo, a Radek le llenaba de gozo el corazón. <<Por fin alguien que se opone a los prejuicios>>, pensaba mientras se iba abriendo paso entre la multitud para ver de cerca al poeta. Sin embargo, al verlo a los ojos, tuvo la sensación de estar frente a un farsante. No teniendo qué decir, se limitó a estirarle la mano y el poeta hizo lo propio; mas tenía el pulso de un hombre temeroso, lo cual intentaba disimular sacudiendo el brazo enérgicamente, y Radek terminó espantándose. Acabó por sentirse defraudado: por un momento creyó haber encontrado a un amigo en aquel encierro, pero sólo se trataba de un hablador —como más tarde podría comprobar— uno de esos hombres de los que es necesario escapar si no se quiere terminar siendo parte de un funesto rebaño. Restándole importancia al recién ingresado, el poeta se deshacía en agradecimientos con manos ligeras que tomaban cigarrillos como parte de la ofrenda hecha por sus entusiasmados compañeros. El ritual se repetiría todas las noches, cada vez más engrosado por la necesidad de palabras que había en el lugar.


 

Otero Alcántara



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