¡Lo asignó el estado!
Al día siguiente, a las nueve de la mañana, ya aseado
y habiendo tragado un mendrugo de pan, Radek caminaba por los pasillos de la
prisión escoltado por dos guardianes raídos y muy perfumados que buscaban
resaltar sus placas ante los reclusos; sin embargo, unos ojos marchitos, como
dos porciones de mierda, evidenciaban lo opuesto. Luego de cruzar los enormes
portones del pabellón y esperar a que uno de los guardias terminara su
cigarrillo, al fin se encontraron frente a la pequeña entrada del despacho
principal, en donde lo esperaba su abogado. Se trataba de un tal Mariano Prado,
un petacón atrevido, dueño de un bigote que encajaba con la pequeña barba del
mentón y unas cejas finas y arqueadas, las cuales causaron en Radek la leve impresión
de estar hablando con una laucha. Mirando
los papeles de la causa con un gesto de molestia y resignación, el abogado aconsejaba
que lo mejor era declararse culpable.
—No puedo negar que la maté; ni siquiera tuve la
astucia de esconder las evidencias…
—¿A qué se refiere cuando dice evidencias? —le
interrumpió Prado, un tanto sorprendido.
—El arma, su cuerpo… —largó entre suspiros, y agregó—
Igualmente, no estoy arrepentido.
—¡No se le ocurra volver a decir eso! Desde ahora,
hable con quien hable, aclare que está arrepentidísimo de lo que sucedió.
—Usted no entiende —replicó el prisionero— no puedo
arrepentirme de lo que no hice.
—Ese es otro punto —dijo Prado, adoptando el tono de
voz de quien está explicando una ciencia —; no se contradiga ¿La mató o no la
mató? Acá está muy claro lo que pasó: hay testigos que lo vieron entrar y salir
de la casa, y los horarios que declaran coinciden con el llamado de otro vecino
por el disparo… Además…
—¡Eso no importa! Vieron mi cuerpo, testearon la
pólvora en mis manos, pero nadie investigó a esta cosa —dijo Radek, señalándose
la cabeza y luego el pecho— Acá duerme mi captor, el verdadero asesino.
—Tengo entendido que ya lo revisó un psiquiatra ¿Es
correcto? —inquiere el abogado, sin atender las palabras del prisionero.
—Completé un formulario, eso fue todo…
—Muy bien… voy a pedir una nueva evaluación; intente
decirle lo mismo que me acaba de decir.
Una vez terminada la reunión, los guardias demoraban
en irlo a buscar, y Radek le pidió a Prado que le consiguiera un baño, acusando
una fuerte diarrea. Como Prado no acostumbraba dialogar con los policías, fue
directamente con Garmendia, el director de la prisión, que accedió a prestarle
el baño al interno, no sin antes objetar y acusar al abogado de ser amigo de la
delincuencia.
Va de un lado al otro del baño, escupe el jabón y saca
su sexo para mear en el lavamanos. Cuando se mira al espejo, intenta
reencontrarse con el hombre que alguna vez fue. Reconoce su barbilla triangular,
los ojos color café y el pelo enmarañado; sin embargo, él no es el de la
imagen. Mientras esboza una sonrisa, estirando los labios y llegando al punto
de verse la hilera superior de dientes, nota que su rostro ha sido aplastado
por las arenas de un terrible reloj. Está a punto de llorar, piensa en la
posibilidad de no salir nunca de prisión. Pasado el límite concedido, el
oficial encargado de escoltar al prisionero golpea la puerta.
—¿Estás bien, amigo? —se oyó.
—Necesito ayuda, entre, venga.
—No voy a entrar…
—¿Qué le molesta de ver a un hombre meando? Necesito
ayuda, estoy a punto de desmayarme.
—Bueno, pero tenés que abrir desde adentro —resopla el
guardia.
Radek abre la puerta de un puñetazo. El policía lo ve de
frente, con los calzones bajos, chillando como un niño: << ¡Me hice pis!
¡Me meé todo!>> Confundido, el guardia recula, haciendo aspavientos con
las manos para que sus compañeros lo socorran. Otros dos hombres llegaron y se
dedicaron a golpear al recluso para poner fin al escándalo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario