miércoles, 3 de mayo de 2023

Pulsión de muerte - Novella - Federico Ambesi - Cap. 4 ¡Lo asignó el estado!

 

¡Lo asignó el estado!

 

 

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, ya aseado y habiendo tragado un mendrugo de pan, Radek caminaba por los pasillos de la prisión escoltado por dos guardianes raídos y muy perfumados que buscaban resaltar sus placas ante los reclusos; sin embargo, unos ojos marchitos, como dos porciones de mierda, evidenciaban lo opuesto. Luego de cruzar los enormes portones del pabellón y esperar a que uno de los guardias terminara su cigarrillo, al fin se encontraron frente a la pequeña entrada del despacho principal, en donde lo esperaba su abogado. Se trataba de un tal Mariano Prado, un petacón atrevido, dueño de un bigote que encajaba con la pequeña barba del mentón y unas cejas finas y arqueadas, las cuales causaron en Radek la leve impresión de estar hablando con una laucha.  Mirando los papeles de la causa con un gesto de molestia y resignación, el abogado aconsejaba que lo mejor era declararse culpable.

—No puedo negar que la maté; ni siquiera tuve la astucia de esconder las evidencias…

—¿A qué se refiere cuando dice evidencias? —le interrumpió Prado, un tanto sorprendido.

—El arma, su cuerpo… —largó entre suspiros, y agregó— Igualmente, no estoy arrepentido.

—¡No se le ocurra volver a decir eso! Desde ahora, hable con quien hable, aclare que está arrepentidísimo de lo que sucedió.

—Usted no entiende —replicó el prisionero— no puedo arrepentirme de lo que no hice.

—Ese es otro punto —dijo Prado, adoptando el tono de voz de quien está explicando una ciencia —; no se contradiga ¿La mató o no la mató? Acá está muy claro lo que pasó: hay testigos que lo vieron entrar y salir de la casa, y los horarios que declaran coinciden con el llamado de otro vecino por el disparo… Además…

—¡Eso no importa! Vieron mi cuerpo, testearon la pólvora en mis manos, pero nadie investigó a esta cosa —dijo Radek, señalándose la cabeza y luego el pecho— Acá duerme mi captor, el verdadero asesino.

—Tengo entendido que ya lo revisó un psiquiatra ¿Es correcto? —inquiere el abogado, sin atender las palabras del prisionero.

—Completé un formulario, eso fue todo…

—Muy bien… voy a pedir una nueva evaluación; intente decirle lo mismo que me acaba de decir.

Una vez terminada la reunión, los guardias demoraban en irlo a buscar, y Radek le pidió a Prado que le consiguiera un baño, acusando una fuerte diarrea. Como Prado no acostumbraba dialogar con los policías, fue directamente con Garmendia, el director de la prisión, que accedió a prestarle el baño al interno, no sin antes objetar y acusar al abogado de ser amigo de la delincuencia.

Va de un lado al otro del baño, escupe el jabón y saca su sexo para mear en el lavamanos. Cuando se mira al espejo, intenta reencontrarse con el hombre que alguna vez fue. Reconoce su barbilla triangular, los ojos color café y el pelo enmarañado; sin embargo, él no es el de la imagen. Mientras esboza una sonrisa, estirando los labios y llegando al punto de verse la hilera superior de dientes, nota que su rostro ha sido aplastado por las arenas de un terrible reloj. Está a punto de llorar, piensa en la posibilidad de no salir nunca de prisión. Pasado el límite concedido, el oficial encargado de escoltar al prisionero golpea la puerta.

—¿Estás bien, amigo? —se oyó.

—Necesito ayuda, entre, venga.

—No voy a entrar…

—¿Qué le molesta de ver a un hombre meando? Necesito ayuda, estoy a punto de desmayarme.

—Bueno, pero tenés que abrir desde adentro —resopla el guardia.

Radek abre la puerta de un puñetazo. El policía lo ve de frente, con los calzones bajos, chillando como un niño: << ¡Me hice pis! ¡Me meé todo!>> Confundido, el guardia recula, haciendo aspavientos con las manos para que sus compañeros lo socorran. Otros dos hombres llegaron y se dedicaron a golpear al recluso para poner fin al escándalo.


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