En la prisión
Pabellón catorce.
Las manchas húmedas de las paredes dibujaban monstruos
desconocidos, anfitriones de las últimas puertas hacia el infierno. Ni una sola
mujer, sólo rostros de padres borrachos, creadores de masacres, delincuentes
comunes, arrebatadores e inocentes formando una masa de espíritus grises. Al
principio, alentado por un sentimiento foráneo, pensó en que sería necesario
conversar con alguien, formar un vínculo beneficioso que le ayudara a pasar el
tiempo que debiera pasar allí. Pero al sentir lo viciado del aire, el peso del
ambiente cayendo sobre sus hombros, decidió no acercarse a nadie. Entra en la
celda y allí se queda, como adosado a la pared, viendo rostros en donde no
están, oyendo voces que se confunden con el bullicio propio de aquel inframundo
por el cual circulan manojos de nervios de extremidades violentas, acaso tan
atormentados como él; igual de errados con respecto a los valores de justicia y
amor que se ponderan entre las personas, pero que siempre le habían parecido
falsos, mejor dicho, huecos. Confirmaba una vieja idea: todo lo considerado
bueno y justo no es más que producto del temor hacia extremos como este, un
abismo terrenal dictado por los corazones más misericordiosos ¿Qué razones
tenía el alma para obrar de modo tal que siempre terminara pagando el cuerpo? ¿Alguien
más allí dentro se preguntaría estas cosas? Todos se movían arrastrando un
sentimiento ansioso que buscaba el momento de salir, pero en el fondo parecían
tranquilos al confiar en la eternidad de sus almas, en la vacuidad de lo
terreno, a pesar de que esto era lo único palpable en sus vidas. Los querubines
no matan, ni ríen de sí mismos, ni son enjaulados, precisamente porque han
nacido muertos. Nada había cambiado; con sus frases a veces inconexas, un
carácter retraído y constantes actitudes adversas al sentido común, Radek
continuaba siendo el raro para los demás. Incluso allí, en la prisión,
en donde nadie parecía tener motivos para juzgar, era juzgado.
Por las noches, una vez que sonaban las sirenas y se
cerraban todas las puertas del penal, una voz con el característico tono
militar anunciaba por los parlantes que llegaba el momento de dormir. Uno de
los internos, autoproclamado poeta y considerado por todos como una figura
culta, alzaba la voz rompiendo el manto de oscuridad, invitando a sus
compañeros a oírlo recitar los versos que escribía durante el día. <<Compañeros,
compañeros>>, les llamaba. Cuando los demás daban aviso de su presencia,
el poeta solía presentar la obra: <<Esta la escribí hace algunos días,
compañeros, y la canto con el recuerdo de las órdenes de mi madre, que nunca
valoró mi fidelidad de perro>> Después de algunos aplausos, se hizo un
silencio expectante y el poeta empezó a leer:
“Por pedido de mi madre, me encontré hirviendo un
huevo
mas el cuenco no lograba la cocción del cuerpo a
tiempo
Impaciente la señora, me gritó desde su cuarto:
¡Traeme el huevo, de hambre morir no quiero!
Sin tregua mis nervios brotaban,
mientras el huevo cocinarse no lograba
Mas sus gritos no cesaron, y, colmado caí en rabia
En mi boca espumosa metí el huevo y con bronca,
crucé el portal de su cuarto, me entregué al Diablo
Y de mi boca a
su garganta pasé el huevo sin dudarlo
Al contacto nuestros labios
bendijeron el atraco
y la voz atragantada de mi madre, la excitada
se grabó en mi cabeza
hizo estragos y belleza
<<Qué delicia
la cosa cruda
mas yo siento que has llegado,
por eso te excuso,
y uso las manos”
Todos celebraron con gritos de emoción en los que
podía notarse un dejo de venganza. Las voces causaron un estrépito general que se
replicó en cada jaula, incluso entre aquellas a donde la voz del poeta no había
llegado. Animados, unos cantaban y reían mientras los hombres más calmos aprovechaban
para jugar a los naipes, iluminados por velas metidas de contrabando. Radek,
que nunca antes había escuchado una poesía similar, sintió curiosidad sobre su
creador ¿Podría contarle acerca de sus fantasías sin causarle el mismo
resquemor que a los demás? Por primera vez oía a un ser humano expresando
aquellas cosas que él pensaba, pero que a todos sus conocidos les habían
parecido propias de un enfermo. Lo que a muchos podría parecerles frívolo, a
Radek le llenaba de gozo el corazón. <<Por fin alguien que se opone a los
prejuicios>>, pensaba mientras se iba abriendo paso entre la multitud
para ver de cerca al poeta. Sin embargo, al verlo a los ojos, tuvo la sensación
de estar frente a un farsante. No teniendo qué decir, se limitó a estirarle la
mano y el poeta hizo lo propio; mas tenía el pulso de un hombre temeroso, lo cual
intentaba disimular sacudiendo el brazo enérgicamente, y Radek terminó
espantándose. Acabó por sentirse defraudado: por un momento creyó haber
encontrado a un amigo en aquel encierro, pero sólo se trataba de un hablador
—como más tarde podría comprobar— uno de esos hombres de los que es necesario
escapar si no se quiere terminar siendo parte de un funesto rebaño. Restándole
importancia al recién ingresado, el poeta se deshacía en agradecimientos con
manos ligeras que tomaban cigarrillos como parte de la ofrenda hecha por sus
entusiasmados compañeros. El ritual se repetiría todas las noches, cada vez más
engrosado por la necesidad de palabras que había en el lugar.
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