Impulsos
Cuatro días después de la reunión con el abogado, a
las once de la mañana, Radek llegó a los aposentos de Fernández. Era una
oficina diminuta que daba la impresión de haber sido una caja dispuesta para hacerle
perder la cordura a los que entraran allí. Los muros, copiados de las celdas,
le impedían sentir que por lo menos cambiaba de aire. En el centro, el
psiquiatra de la prisión aguardaba detrás del escritorio, sentado en una desvencijada
silla de aluminio que chillaba a pesar de que el hombre no movía más que las
manos para escribir en un cuadernillo repleto de folios y documentos. Radek
entró con la cabeza gacha, fantaseando un desenlace que pudiera salvarlo de
pudrirse en prisión. El interno miró con resquemor a este hombre delgado, casi
transparente y dueño de un diminuto par de ojos verdes que parecían capaces de
escrutar cualquier cosa hasta desmantelarla, y que ahora mantenía un gesto
rígido, como quien se encuentra ya hastiado de cualquier cosa e intenta
continuar.
Luis Fernández lo miró de hito en hito sin moverse de
la silla. Daba la sensación de estar impedido del habla, hasta que al fin
carraspeó y se dispuso a comenzar con la entrevista.
—Bueno, voy a hacerle unas preguntas; usted va a
responder tratando de no faltar a la verdad y la cuestión debería terminar... —resumió
el psiquiatra.
—Comprendo.
—¿Se acuerda de lo que pasó?
—No, en realidad, excepto haber disparado.
—¿Podría decirme por qué lo hizo? ¿Cree que tuvo un
ataque nervioso o estaba consciente? —pregunta, lacónico, el doctor.
Radek medita, pero no logra esclarecer el pensamiento.
Cuando intenta declarar lo mismo que dijo frente al abogado, le viene a la
mente el canto de un zorzal y advierte que se trata de la misma voz que le
ordenó matar. Lejos de alborotarlo, la voz le resulta agradable; esta vez
parece más simple, incluso llena de gracia. Le cuesta modular y sólo pronuncia
algunas palabras sueltas que no tienen relación entre sí “¿Está bien?”, pregunta
el psiquiatra. El reo comprende que es necesario encontrar un término exacto
que pudiera librarle del aprieto, pero al momento es incapaz de pensar con
claridad. Cavila, no halla un punto seguro en donde poner la vista, siente que
el estómago empieza a empujar. Son golpes lacónicos, por completo ácidos. Al
borde de la desesperación, menea la cabeza de un lado al otro, ensimismado,
hasta que da con el rostro de Fernández, en donde se queda abstraído… << ¿Y
éste, me entenderá?>>
El cuarto se envuelve en penumbras, y allí no se
observa más que a los dos hombres, que se miran en silencio. Sin embargo, Radek
oye en su cabeza una y mil voces que se agolpan intentando salir <<¿Qué
quieren?>>, les pregunta sin abrir la boca, y una de las voces le ordena
que lo atrape <<Lo buscamos a él; traenos al hombre que te mira>> Pese al gran temor que siente, Radek vuelve a
preguntar <<¿Cómo haría tal cosa?>> y la voz se lo responde:
<<Dejame salir, ya me cansaste… déjame ir con él,
vas a estar libre>>
Conforme la voz se iba desvaneciendo, Radek volvía a
la tierra, a los conceptos. Estaba en la misma sala; con la puerta sin llave y
custodiada por los carceleros. Como tantas otras veces, movía la boca sacando
un ruido ininteligible. Sin embargo, el psiquiatra del penal le escuchaba
boquiabierto, y, además, le respondía, un tanto incrédulo, un tanto horrorizado.
—¡Eso es cierto! —casi gritó Fernández— Despierto a
medianoche y grito como un loco… Hay un nervio que me latiguea el estómago; lo
disfruto, aunque temo un poco que esto que me pasa haya sido infundido en mí
por alguien más ¿Cómo puedo estar seguro? Claro, hay que dejar salir esas
cosas, hay que ceder, si no, uno se pudre por dentro.
Para cualquier supuesto testigo de esta conversación, comprender
sería imposible. Ni siquiera podría decirse que el psiquiatra estaba
practicando con el interno alguna técnica especial; respondía a los balbuceos del
recluso como si en verdad se tratara de una conversación. Además, Fernández se
expresaba en un tono de voz que pasaba del llanto a la risa como si nada ¿Quién
sería capaz de ver en sus ojos el terror que sentía en ese momento a pesar de
la soltura de sus gestos y palabras? Sólo él, su parte más íntima, sabía que
estaba diciendo algo indebido, que era necesario detenerse, pero ¿cómo? Ya no
se sentía en posesión de sí mismo, en cambio, parecía sujeto a una fuerza
extraña. Pronto, los dos se callan y Fernández vuelve en sí. Apenas pudo ver
cuando Radek se levantaba y, todavía mirándolo a los ojos, le sonreía,
satisfecho y triunfal, diciéndole <<Ahora es suyo, cuídelo>>. Al
ver que el prisionero estaba de pie, los guardias interpretaron que la cita
había culminado y lo llevaron de nuevo a su celda. Fernández no hizo nada para
impedirlo, al contrario, se sintió a salvo una vez que la puerta se cerró. Algo
en su interior se revolvía. Parecía estar a punto de romperle la cabeza, aunque
también el estómago sufría convulsiones. Salió al pasillo buscando romper la
atmósfera que le envolvía y otra vez pudo ver a su adversario, esta vez de espaldas,
alejándose junto a los carceleros. Esposado y con la cabeza baja, no parecía más
que un debilucho, sin embargo, se trataba del mismo hombre que momentos antes
logró hacerlo temblar valiéndose de un puñado de palabras << ¡Pero qué
peligro! >> Por ahí venía Medardo Gómez, que al verlo pálido y
balbuceando apretó el paso para ocuparse de él.
—¿Está bien, doctor?
—No te preocupes, andá tranquilo. –responde Fernández.
Al salir de la prisión camina apretando el paso, algo
poco habitual en él, que siempre daba la impresión de estar en completo estado
de calma. Siente escalofríos por todo el cuerpo y no llega a hacer dos cuadras
cuando una serie de puntadas en el estómago lo obligan a ponerse de cuclillas. Parapetado
bajo el toldo de un almacén, proyecta una escena del crimen en la que él es
protagonista y le invaden sensaciones cruzadas. Goza, pero guarda cierto temor.
Siente una especie de hambre que le pide actuar. Entonces lo oye, claro y conciso,
y sin percatarse de lo que está haciendo, responde: << ¿Que te deje
salir?>>
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