El arresto
Ni bien llega a su casa, va directo al dormitorio y se
tiende desnudo sobre el colchón, con la mirada fija en el cielorraso. Las
imágenes del crimen pasan una y otra vez frente a sus ojos; impera, sobre todo,
la voz de su madre concediéndole el perdón, rogándole que escape, instantes
previos a morir. La voz fluye por una boca semejante a la de un pescado recién
sacado del río; lastimera, empapada en lágrimas, con aquel desespero final al
que todo ser se aferra antes de lo ineluctable << ¿A dónde querés que
vaya?>>, le habría dicho él. La sensación de muerte que Radek tiene en la
mente, pronto queda obnubilada por otras emociones, unas mucho más personales
que brotan en un acto de autocompasión. Le duele saber que nunca ha logrado
comprender al mundo, a los demás. Sus modos, la forma de hablar y actuar no eran
interpretadas por los otros en ningún sentido. El hombre andaba solo todo el
tiempo, nadie a su lado, nadie en su contra, y hasta entonces no lo había
advertido, al menos no tan claramente como ahora ¿Fue necesario un impacto tan
fuerte para abrir los ojos? Estas preguntas, claro está, no se las hacía de una
manera tan precisa, sino que venían a su mente fragmentadas, encerradas en
pequeñas nubes que, tan pronto como llegaban a convertirse en un principio de
idea, se fundían con otros pensamientos hasta volverse ininteligibles. Ya no
trae el arma consigo, la ha tirado en alguna parte del camino, sin darse cuenta,
pero esto no le preocupa, sólo mantiene los tendones rígidos, espera el
desenlace. Permanece recostado, cualquier movimiento le parece un riesgo ¿Qué
puede hacerse después de algo así? Antes de caer en un estado de suspensión
total, comprende que la realidad no se parece en lo más mínimo a las
recurrentes fantasías. El goce no está; la liberación, mucho menos. Continúa
oyendo el mismo enunciado proveniente de las alucinaciones, sólo que esta vez
se encuentra tan desesperado que el sonido parece débil. Así las cosas, no
piensa en escapar, sabe que cualquier intento de salvarse resultaría inútil.
Por la ventana observa el vuelo de un perfecto zorzal, que aterriza frente al
vidrio y contempla su reposo. En sus ojitos puede verse un dejo de satisfacción.
Radek lo mira, y al punto no sabe qué tan real podría ser. En otra ocasión
hubiera intentado comunicarse con él, pero ahora lo ignora, ya ha tenido
demasiado. Todo está muy fresco, sonoro. Sabe que, si se asoma fuera del cuarto,
verá a la misma serpiente cruzando la sala una vez más. El siseo,
inconfundible, ha sido parte de sus últimos sueños. Cierra los ojos, la oye
reptar, parece estar acercándose lentamente. Entonces el tiempo se quiebra, la
fricción de la serpiente con el suelo se convierte en golpes contra la puerta
acompañados por gritos. Lo tienen. Uno de los uniformados lo toma del cuello,
el hombre camina tirado por la fuerza del oficial, sin resistirse a las
órdenes, impedido de moverse. Otros dos patean los muebles y no dejan de gritar
mientras intentan dar con el arma. — ¡Es una mano, disparé con la mano! —repetía
el prisionero.
Lo suben al patrullero, ve su casa y al barrio por
última vez. Al llegar a la esquina recuerda toda su vida; de nuevo se siente
como un niño << ¿Qué van a hacer conmigo?>> pregunta a los malhumorados
canas. Estos le pegan puñetazos, se concentran en las costillas y piernas; son
tipos fuertes que parecen estar tristes y enojados. Al rato detienen la marcha
y lo bajan del vehículo. A fuerza de más golpes logran ponerlo de rodillas. Uno
de los oficiales, calvo y de mirada intensa, se pone frente a él, lo mira con
una sonrisa forzosamente estirada en la que apenas muestra los pequeños dientes
superiores. Comienza a sacar el pingo sin bajarse del todo los pantalones.
Radek teme lo peor cuando escucha la voz firme, mezclada por las risas de los
otros tres, diciéndole que se prepare.
—Vas a hacerme un pete, boludito.
—No, no quiero… yo no… ¡No! —se opuso, intentando
sacudir el cuerpo para alejar al policía.
—¡A mí no me grites, pendejo!
El pito arrugado comienza a erguirse sin premura. El
hombre se frota para acelerar el asunto mientras, desesperado, el reo grita y
lo maldice. Un tirón de pelos, más puños contra la nuca y el rostro bastaron
para hacerlo callar. Antes de que el miembro le tocara los labios, Radek se
muerde para evitar la violación, pero el oficial está decidido a hacerlo, es
una práctica que repite con cada detenido que sube al patrullero. Al ver que
este daba pelea, se pone furioso:
—¡Dale, hijo de puta!
—No sé cómo se hace, soy virgen. —declara Radek,
haciendo que los demás rompan en carcajadas gruesas y exageradas.
—¿Me estás tomando el pelo, pendejo de mierda?
Le vinieron arcadas, mareos y terminó vomitando sobre
el policía, haciéndole perder la erección. Mientras le daban una y otra vez con
la macana, Radek cayó al suelo, orgulloso de haberse librado de algo que le
parecía terrible.
—¿Lo hice bien, señor? Quiero decir si fui un buen
puto, como a usted le gusta…—inquiere el reo, apenas consciente.
—¿Qué decís, hijo de puta?
—El puto es usted, que le pide a un hombre que le haga
sexo oral… No lo tome a mal, no tengo prejuicios contra los homosexuales.
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