El psiquiatra del penal
El doctor Luis Fernández era un hombre respetado en el
mundo de la medicina, no por haber realizado grandes descubrimientos
científicos, ni por tener un trato especial con sus pacientes; el máster
realizado en Barcelona, luego de obtener el título de psiquiatría en nuestro
país, lo convirtió en alguien destacado para la sociedad médica y el público en
general. Hacia fines de 1984, estuvo a punto de concretar un proyecto soñado.
Se trataba de PsiMed, una clínica especializada en la psiquis humana. La
novedad sería incluir entre los profesionales a un gran número de psicólogos,
todos ellos recibidos en la Universidad de Buenos Aires, que colaborarían con
psiquiatras y especialistas en neurología. Pero los embates económicos del
país, sumados a la muerte de su socio, el licenciado Bermúdez, lo llevaron a la
ruina y el proyecto nunca se concretó. Gracias a su reputación y a una agenda
vasta en contactos, Fernández pudo levantar cabeza, aunque nunca del mismo
modo, y terminó trabajando, muy a pesar suyo, en la clínica de un colega.
Recién en 1988 logró conseguir un puesto en un hospital público (cosa a la que
se había negado luego de hacer la residencia) y a principios de 1991 obtuvo el
cargo en la prisión del distrito, en donde se ganó el respeto de los oficiales
y del director gracias a su carácter distinguido, que adoptaba, sobre todo, en
donde había un gran número de personas. Uno de esos seguidores era Medardo
Gómez, oficial veterano y soltero, que desde el principio se mostró servicial
con él y siempre que se encontraban por los pasillos del penal, actuaba
reverencialmente.
Pero no todo se solucionaba sin tanto esfuerzo para el
psiquiatra Fernández. Luego de veinte años de matrimonio, se sentía frustrado
por la vida corriente que estaba llevando a sus cincuenta y cuatro años. No
amaba a su esposa y renegaba de Manuel, el hijo en común que tenía con Elena
Rodríguez, una contadora que pasaba los cincuenta; retirada de su profesión por
problemas con el alcohol y trastornos de la personalidad. Por eso el doctor
buscaba pasarse el mayor tiempo posible fuera de casa, ya sea en La Primavera,
su bar favorito, o incluso en la oficina del penal. Soñando con una vida nueva,
proyectaba los años futuros lejos de su familia, viviendo al fin todas las sensaciones
que por entonces alimentaban sus días. El único obstáculo era su resentimiento.
No podía irse con las manos vacías, ni tampoco dejarle la mitad de las cosas a
Elena. Además, esta cortina de vida familiar, significaba para el doctor la
oportunidad de poder continuar desplegando sus impulsos sensuales sin que nadie
sospechara…
Durante un tiempo el Doctor Fernández dio rienda
suelta a sus fantasías en los escenarios de un club underground. El sitio en
cuestión se llamaba Cash, y era el espacio más libertino de toda la zona. Se
permitían el juego, las drogas, el sexo grupal y la prostitución, además de las
representaciones teatrales y la música en vivo. Cada jueves por la noche, el
psiquiatra se escurría entre la gente para llegar al club sin ser visto, pues
un hombre de su tipo, al parecer, nada tenía que ver con lugares como aquel. Se
presentaba frente al público como Gloria a secas; iba vestido con un corsé,
tacones y medias de red; sobre su cabeza pesaba una peluca rubia y desaliñada que
hacía juego con el maquillaje intencionadamente abundante. Con los labios de
rojo, las cejas artificiales y el resto de la cara empolvada, apenas podían
percibirse sus ojos verdes. Toda la producción había sido pensada por Luis, lo
mismo que el vestuario. A la par de un jazz sombrío, Gloria deliberaba durante
cuarenta minutos, con un sarcasmo punzante, acerca de la vida en la ciudad, la
necesidad del libre albedrío, que confundía con un libertinaje total, y hacía
una extensa e hilarante crítica sobre la vida familiar, los bienes y el
trabajo. A diferencia de Luis, Gloria sacaba a la gente de la amargura,
sumergiéndola en una risa frenética. Así se ganaba el respeto de decenas de
personas que esperaban las noches de jueves para verla sobre el escenario. Para
él resultaba en extremo excitante, tanto por el interés que despertaba bajo la
máscara de Gloria, como por tener la oportunidad de vestirse, según sus propias
palabras, “de puta cirquera”. La actuación tenía como cierre un número muy
peculiar, ampliamente solicitado por sus seguidores más fieles. Al final del
monólogo, la música se pausaba y las luces, ya tenues, disminuían hasta el
punto de que sólo podía verse sobre el escenario el par de zapatos moviéndose
de forma extraña. Entonces se encendía una lamparita, amarilla y moribunda, que
impactaba directamente sobre las nalgas desnudas de la actriz. En el agujero,
un cigarrillo. La mano izquierda de Gloria serpentea, lo enciende y el humo
forma una cortina irregular. El público permanece expectante, incluso aquellos
que vieron el show con anterioridad ponen toda su atención en este momento. El
pucho se mueve, como si el culo en verdad lo estuviera fumando, y poco antes de
llegar hasta la mitad, se oye a Gloria: << ¿Y, Luisito, en dónde te
metiste?>> Todo el mundo aplaude, ríe; hacen gestos con las manos
indicando la genialidad del concepto mientras las luces se apagan y Gloria
desaparece. Tal era el éxito de sus presentaciones, que el tema sobre “Luisito”
se había convertido en un debate entre el público. Había quienes lo
consideraban una metáfora; otros, más acertados, opinaban que el tal Luisito
era un hombre real, con cara de culo, como aquellos sobre los que Gloria
despotricaba en sus monólogos. También
corría una versión sobre la posibilidad de que “la cara de culo”, fuera la
representación de las madres y esposas de los hombres que estaban en el lugar
presenciando el espectáculo. Nunca hubo una explicación por parte del creador,
ni siquiera se prestaba a hablar con la gente que, entusiasmada, insistía en
tomar un trago con Gloria. Además del número, la única interacción de Gloria
con quienes allí concurrían, era un revolcón casual en un depósito que
funcionaba como camarín. Ya fuera que se tratara de un hombre o de una mujer,
el acto era realizado junto a Gloria, y nunca con Luis. Sin embargo, el doctor se
sentía aburrido, como si nada fuera suficiente. Luego de once meses, Gloria
dejó de presentarse en Cash. Sin embargo, no desapareció del todo; Luis sólo
creyó necesario esperar el momento indicado para volver a invocarla, cuando
fuera necesario tocar un corazón, lo haría, sin dudarlo.
Lo que Luis quería, en realidad, tenía nombre y
apellido: Belén Bermúdez. Se trataba de una joven licenciada en psicología,
hermana menor del difunto Raúl Bermúdez. Al principio mantuvieron la relación
propia de dos personas que tienen un conocido en común, mas, luego del
fallecimiento de Raúl, comenzaron a distanciarse. Esto puso muy mal a
Fernández, incluso comenzó a abusar de los antidepresivos. Durante este período
tuvo los primeros ataques nerviosos que lo acompañarían de por vida, llevándolo
al abuso de psicofármacos. Finalmente, decidió atraer a la mujer con dinero, el
mismo anzuelo del que se valió para agradar a su hermano: el dinero. La
propuesta consistía en ser socios en el relanzamiento de un nuevo proyecto en
el que venía pensando, aunque, en realidad, al punto carecía de fondos y
contactos para lanzarse a algo semejante. Belén Bermúdez había mostrado
entusiasmo, pero aún no disponía de un capital que le permitiera costear otros
gastos además del alquiler habitacional. Mientras el tiempo pasaba, la
propuesta de Fernández iba dejando de ser un tema de conversación, y nuevamente
sintió que la relación estaba haciendo aguas. Todo cambió en una ocasión en la
que, luego de indagar hasta el punto de incomodar a la mujer, el psiquiatra
logró enterarse de que esta padecía un intenso estrés nervioso, un cuadro muy
similar al suyo. Aprovechando la confesión, le facilitó un blíster de Alplax y
otro de Valium, seguro de que pronto lo visitaría para conseguir más. El plan
surtió efecto, y cada vez con más frecuencia Belén Bermúdez se comunicaba con
él poniendo una excusa cualquiera, casi siempre de índole profesional. Así, la
joven de veinticinco años había caído en el vicio y la dependencia, tanto de
los fármacos como de su proveedor, y el hombre pasó a tener un dominio casi
total de la relación. El asunto, sin embargo, tenía sus complicaciones, no sólo
porque ella estaba comprometida con Javier, sino porque él no se animaba a dar
el paso, limitándose a contemplarla y esperar sus llamados. Se sorprendía de sí
mismo por no actuar, y lo justificaba diciendo que se trataba de amor
verdadero, ajeno a los bajos instintos que liberaba frente a otras mujeres.
Mientras tanto, Fernández continuó haciendo de las suyas, y hacia fines de 1992
entabló una relación con otra persona muy joven, de apenas veinte años, un tal
Walter Miguel Cardozo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario