miércoles, 5 de octubre de 2022

In articulo mortis - Relato de Juan González Repiso

 

 

«IN ARTÍCULO MORTIS»

 

No sé cómo sucedió pero llegó un momento en el que intuí que todo se estaba acabando. Aún latía mi corazón, eso sí, pero todo lo demás estaba inmerso en un extraño entumecimiento y mi mente en la más insondable oscuridad. Me alivié pensando que me había podido despedir de la gente a la que quise; aunque es evidente que esos adioses deberían durar más, no unos cuantos minutos. Pero, para qué quejarse. Pude decir, desvelar, aconsejar y reconocer las cosas que, en ese notable trance, se nos suelen antojar. Como si la vida no fuese tan solemne como la muerte.

 

I

 

«Estamos hechos de la misma materia que los sueños

 y nuestra pequeña vida termina durmiendo.»

William Shakespeare

 

De repente, creí percibir una corriente de aire frio por la habitación e intuí que alguien había entrado. Pregunté si era la enfermera, pero no. Ahí empezó mi alucinación, cuando escuché aquella dulce voz.

            - Soy Hipnos.

            - No te conozco, ¿eres médico?

            - No lo soy, pero en cierto modo ayudo en el tratamiento de los enfermos.

            - ¿Cómo es eso?

            - Soy el dios del sueño, aquel al que adoraron los griegos siglos atrás.

            - Entonces, ¿es este el fin?

            - Es el principio del fin.

            Es verdad que, a pesar de la preocupación, me inundó una placentera sensación. Dejé de sentir dolor y, en cierto modo, una confortable calma se instaló en mi espíritu, una paz que antes sólo me proporcionaba la morfina. El caso, muy extraño sí, es que podía conversar con aquel intruso sin mover los labios ni poder verlo, pero era consciente de que me hacía bien esa charla, distraerme de una realidad que no presagiaba nada bueno.

            - ¿Puedo preguntarte algo?

            - Claro, si sé las respuestas no dudes de que te contestaré.

            - ¿Existe una divinidad suprema que rige los destinos de este mundo? Ya sabes, un Dios y todo eso.

            - Eso lo descubrirás muy pronto. No tengo la potestad de decirte nada más.

            - Bueno, al menos podrás decirme si hay vida después de la muerte.

            - No lo sé, mi misión empieza y acaba en inducir el sueño en los vivos y en los moribundos. Lo que ocurre después lo ignoro. Lamento no poder serte de ayuda.

            - Después de un sueño siempre viene el despertar, ¿no?

            - A veces, no siempre.

            - Yo pensaba que los dioses, incluso los paganos, teníais más poderes.

            - ¡Qué va!, los dioses fueron creados para que cada cual asumiera una función. Algunos salieron mejor parados que otros. Yo, la verdad, no puedo quejarme.

            - El sueño es necesario.

            - Y soñar, sin duda. Bueno, tengo que irme.

            - Corta visita.

            - Sólo he venido para que te sea más llevadero el...

            - ¿El qué?

            - Nada. Descansa.

            Y volví a sentir esa inquietante corriente en movimiento. No sé si estuve mucho tiempo dormido, pero al cabo de un rato volví a ese mundo onírico en el que crees estar hablando con alguien.

 

II

 

“Todos llevamos dentro el cielo y el infierno.”

Oscar Wilde

 

                - ¿Eres Hipnos? - creí oír un leve movimiento mientras escuchaba de fondo el leve pitido intermitente del aparato que medía mis constantes vitales.

            - ¿No sabes quién soy? - me dijo con tono seco y fatuo.

            - No tengo ni idea, ¿un doctor? - contesté por decir algo lógico.

            - Soy Hades, el guardián del inframundo, el amo del can Cerbero, el señor del infierno.

            - Entonces, hay un cielo y un infierno.

            - No sé lo que sienten las almas que llegan a mi reino. Eso, me temo, lo descubrirás muy pronto.

            - ¿Ya estoy muerto?

            - Aún no, yo he venido para que reflexiones sobres tus acciones en la vida, para que analices cómo te has comportado y si mereces vagar por las orillas del río Aqueronte.

            - Ya he pensado en eso, y mucho más de lo que crees. He intentado vivir en armonía con lo que me rodeaba sin hacer el mal a nadie.

            - Pero, algo malo, horrible o imperdonable habrás hecho; un humano sin faltas es como un mirlo blanco.

            - ¿Y eso qué más da? Acaso puedo cambiar algo de lo que hice? ¿De qué sirve que me martirice o me vanaglorie a estas alturas? Ya es tarde para darle vueltas a la culpa.

            - Como quieras. Sólo quería decirte que te servirá de consuelo arrepentirte de tus pecados.

            - El pecado es un invento del hombre para provocar miedo, para manejar a los pueblos al antojo de los poderosos. No creo en el pecado, sólo en la bondad.

            - Bien, no insistiré más. Te veré pronto.

            - No tengo prisa.

            - Es natural. Todos os aferráis como náufragos a la esperanza.

            Ni le contesté, que ya bastante tenía con saber que me estaba muriendo y aguantar tanta angustia. Aunque, he de decirlo, desde que me dormí no he podido llorar. Es como si viera y sintiera las cosas desde fuera, desde lejos, sin la tensión de una trágica despedida.

 

III

 

Como un día bien pasado trae un sueño feliz,

la vida bien utilizada trae una muerte feliz.

Leonardo da Vinci

  

Al rato volví a, cómo decirlo, despertar, aunque dentro de esa noche sin estrellas en la que estaba sumido. Me percaté de una presencia, una ligera energía o algo parecido.

            - ¿Sigues ahí?

            - Soy Tánatos.

            - No sé quién eres.

            - Lo que aquí llamáis la Muerte.

            - Uf, llevo tiempo dándole vueltas a eso. Parece que hoy todo son visitas indeseadas.

            - Estas cosas son así. Nadie quiere que llegue el momento.

            - Entonces, ¿es cierto, no? Estoy muerto.

            - Casi.

            - ¿Cómo se puede estar casi muerto?, explícamelo.

            - Hay un tiempo, que al expirante le parecen horas pero que sólo dura unos minutos, en el que aún puedes pensar y conversar conmigo. Una vez transcurrido ese tiempo todo acaba, te quedas solo con la oscuridad.

            No diré qué sensaciones te pasan por la cabeza en semejante trance, sería como hacer un spoiler y no está en mi ánimo condicionar a nadie. Pregunté a Tánatos acerca de esas cosas que tanto nos atormentan en vida y que ya, supuse - aunque mal-, podría averiguar. Si existen los dioses o un Dios, si hay un infierno, si hay una nueva vida en un paraíso, cosas así. Su respuesta me dejó, si cabe, más perplejo. «No lo sé»; así, sin más, que no lo sabía.

            - ¿Acaso no eres un dios romano? - dije con cierto enojo.

            - Griego, si no te importa.

            - Perdona, no he sido nunca muy bueno en Letras.

            - Pero no soy Zeus, soy un dios menor con una misión muy concreta: el último viaje. No puedo decirte lo que no conozco. Ignoro lo que hay detrás de las puertas del Hades.

            - ¡Vaya desengaño!

            - Podemos hablar de otra cosa, si te parece.

            - Pues ya que lo propones, tengo una curiosidad.

            - Dime.

            - ¿Disfrutas con tu trabajo?

            - Ni disfruto ni me entristece, mi oficio es así, carece de sentimientos.

            - No me lo creo. Es cruel arrebatar a alguien de la vida y hacer sufrir a los que se quedan.

            - Yo sólo acompaño al fallecido, a su espíritu, hasta el reino de los muertos.

            - ¿Pero hay Cielo, Infierno, Purgatorio?

            - No lo sé, desconozco lo que hay detrás de la puerta. Ya te lo he dicho. Y tampoco soy un juez que dirima lo que merece cada cual.

            - No me aclaras gran cosa.

            - No es mi tarea, insisto.

            - Entonces, ¿de qué entiendes tu?, si puede saberse.

            - Del arte de morir, de los ritos funerarios, de lo que he visto durante milenios. En cada época se ha reaccionado de manera muy distinta respecto a mí, a la muerte. Cada cual lo vive, permítete la paradoja de la palabra, de una manera.

            Y empezó a contarme sus batallitas de cómo se ha tratado este severo asunto desde los neandertales. Hablaba con pausa, como el que está contando una historia de manera enciclopédica, sin aderezar la narración con sensaciones ni emociones. Me dijo que el hombre prehistórico ya practicaba enterramientos y los rodeaba de rituales más o menos elaborados.

            - ¿Sabes que los hombres del neolítico, muchas veces, ataban las piernas y los brazos de los cadáveres? - me dijo en tono pedagógico.

            - ¿Y eso por qué?

            - Porque pensaban que en el mundo de ultratumba, en ese más allá que intuían, podían volverse seres malignos y presentarse ante sus lechos para hacerles daño.

            - Parece una tontería.

            - No digas eso. Los ritos no están ideados con el raciocinio, pero tienen su razón de ser. ¿Acaso sabes tú qué te espera a partir de ahora? ¿Lo saben, quizá, tus seres queridos?

            - Supongo que no.

            Pero eso ha ido evolucionando con los años, me dijo, y me contó que los egipcios, en tiempos de los faraones, creían en aquello del «pesaje del alma»; le pregunté en qué consistía.

            - Pues según su mitología, una vez morían y después de defender su comportamiento terrenal ante los cuarenta y dos dioses reunidos, el dios Anubis, el «pesador de almas», ponía su corazón exánime en un platillo de la balanza y en el otro colocaba la pluma que simboliza a la diosa Maat, que representa la verdad y la justicia supremas.

            - Complicado sistema. ¿Y qué dictaminaba al final la pesada?

            - Si el corazón pesa más que la pluma, eres impuro y no mereces pasar al reino sublime de Osiris. Entonces, una bestia con cabeza de cocodrilo, Ammyt, te devoraba sin piedad.

            - O sea, en su cultura había un castigo divino.

            - Algo parecido. Y era Tot, el dios escriba, el que tomaba nota de todo el proceso.

            - ¿Y qué lleva a los dioses a esa venganza póstuma? ¿Qué sentido tiene que te castiguen cuando ya no puedes reparar el mal hecho en vida, ni sabrán tus víctimas que la justicia, al final, triunfó?

            - Las religiones siempre han buscado testimonios que justifiquen su utilidad y que provoquen miedo en los humanos que han de seguir sus leyes. Es una especie de manipulación para controlar a la plebe.

            Yo no dejaba de pensar que mi locuaz interlocutor incurría en muchas contradicciones. Lo mismo me aseguraba no saber si había dioses que nombraba a Zeus u Osiris con toda la naturalidad del mundo. Al preguntarle, me contestó que se limitaba a reproducir lo que había visto y aprendido a lo largo de su inabarcable existencia y que no se postulaba en ningún sentido.

            En cierto modo, reflexioné, hay cierta lógica en el mensaje de este Tánatos; su existencia es anterior a cualquier profeta y, desde luego, a la génesis de cualquier religión que haya existido. Curiosamente, esto se lo comenté, hay cientos de religiones distintas, cada una con sus ritos, sus anatemas y sus herejes.

            - ¿Por qué crees que hay tantas religiones, tantos dioses diferentes si, al fin y al cabo, somos una sola especie? Un Homo Sapiens que, según parece, se ha desarrollado a partir de un tronco común; eso de la Eva mitocondrial y el Adán cromosómico me ha maravillado desde joven.

            - Dicen algunos filósofos de tu estirpe que el hombre actúa por miedo, por poder, por dinero, por venganza, por sexo, por amor... Entre otras muchas estructuras simbólicas que se han sucedido a lo largo de los milenios. Mira la liturgia funeraria griega.

            - ¿Qué le pasa?

            - Pues que al muerto, disculpa si no soy muy dado a eufemismos, lo lavaban, lo cubrían con lienzos blancos y le colocaban un óbolo, una moneda, bajo la lengua para que pudiera pagar a Caronte.

            - Ahí me he perdido un poco.

            - Caronte, el barquero del reino del Hades, el que te lleva en su barca desde el mundo de los vivos hasta el de los muertos.  

            No he sido una persona muy estudiada en esos temas, lo reconozco y lo lamento al mismo tiempo, pero siempre he tenido mucha curiosidad por las cosas, por la historia, por las costumbres. Por eso seguí preguntando.

            - ¿Y en la antigua Roma? ¿Cómo trataban a sus muertos?

            - Ellos creyeron en los Lares y los Manes, espíritus de sus antepasados que los protegían y a los que dedicaban pequeños altares en las casas. Los había familiares, del mar, del campo, urbanos.

            - ¿Y los enterramientos?

            - En eso había muchas variedades. Hubo lápidas en los sitios mortuorios que eran verdaderos testamentos. Lo mismo hacían loas al difunto, que dejaban instrucciones sobre la herencia o advertían al viajero de lo que le esperaba si profanaban aquel túmulo.

            - Todo un discurso, vamos.

            - Sí, y fueron muy aficionados a las plañideras, esas que lloran en un entierro por unas monedas, sin ser familia directa ni conocer al finado. Ah, y dados a guardar las lágrimas vertidas en un entierro en lacrimatorios de fino vidrio.

            Y no dejaba de contarme anécdotas sobre la historia de los ritos mortuorios. Mientras, yo pensaba en el paralelismo que hay entre cómo se tratan los vivos entre sí y cómo tratan a sus muertos. La costumbre de ensalzar al finado más cuando muere que cuando estaba respirando viene de antiguo.

            - Y otro tema es la dignidad con que se trata a los que se van - me dijo Tánatos cambiando de tema.

            - No te entiendo.

            - Que no siempre se trata al difunto con respeto a su memoria y honrando sus restos. Te pongo un ejemplo que te parecerá tremendo. En el siglo sexto, en Bizancio, se desató una epidemia de peste negra que mataba a miles de personas al día.  No había sitio ni tiempo de enterrar los cadáveres y los metían en las tumbas de otros y sin ceremonia alguna.

            - Pero eso son situaciones extremas. Oí una vez que en Venecia, siglos después y en otra epidemia, pagaban a desconocidos para hacer entierros debido a la falta de familiares vivos.

            - Así es, pero a lo que iba. En aquellos años de cruzadas llegaron los ejércitos a lanzar con catapultas los cuerpos de fallecidos infectados de peste para provocar el caos tras la murallas de las ciudades asediadas.

            - El hombre es un lobo para el hombre - dije porque me sonaba.

            - Si, eso dijo Plauto hace ya bastantes siglos. Y no ha dejado de tener vigencia. Llegó un momento, sigo con mi repaso, en que el cristianismo prohibió enterrar en sagrado a herejes, furcias, ladrones y niños sin bautizar. Otra mancha en vuestra historia.

            - Fanatismo no ha faltado nunca.

            - Cierto.

            En la Edad Media, me siguió relatando consciente de mi interés, el tema de la muerte está muy presente en la mentalidad de los ciudadanos. El ars bene moriendi - el arte de morir-, era un tema a debate en los círculos eruditos y religiosos. Había pavor a la descomposición del cuerpo y un intenso horror, no tanto por la muerte sino a la agonía y las postrimerías. El ritual estaba establecido por la iglesia de la época en  testamentos, sacramentos de penitencia, eucaristía y unción. Para ellos la muerte física era una paso hacia la eternidad que prometía su Dios.

            Y después llegó la época de mayor desigualdad en lo que a ritos funerarios se refiere - me siguió diciendo-. Fue por el Renacimiento, en una etapa triunfal en lo que al arte se refiere y donde la ambición alcanzó cotas nunca vistas.

            - Los reyes, príncipes, nobles, papas y cardenales rivalizaban en tener el mausoleo más pomposo. Era la manera de perpetuar lo que ya en vida se daba a entender: no somos todos iguales.

            - Me parece una injusticia histórica de difícil justificación - dije indignado.

            - No se trata de justificarlo, sino de explicarlo. ¿Acaso la injusticia humana sólo se ha ceñido a las pompas fúnebres?

            - Evidentemente, no.

            - Dijo alguien que las principales obras de arte en el siglo XIV no fueron las catedrales, ni los palacios, ni las estatuas, sino las tumbas.

            - Para quien las podía pagar, claro.

            - Eso es. Los camilleros de caridad de las órdenes religiosas sabían bien de eso. Su oficio consistía en ir recogiendo de la calle o de las casas de la gente sin recursos los cadáveres de los finados que no podían pagar médicos ni funerarias. Esto ha pasado hasta hace menos de un siglo.

            - Imagino que sí. Da pena pensar en eso.

            Siguió contándome cosas de su competencia, por decirlo así. Me dijo que los judíos ponen piedrecillas en las lápidas de sus tumbas porque la piedra significa la persistencia en el tiempo de sus visitas, del recuerdo. Y que los musulmanes lavaban el cuerpo del difunto un número impar de veces, que rechazan los mausoleos y féretros demasiados ostentosos y que lanzan tres puñados de tierra al túmulo mientras se leen suras del Corán.

            - En definitiva, que hay múltiples formas de morir y otras tantas de ser enterrado - dije intentando resumir lo hablado-. Que no vemos la realidad de manera homogénea; tal vez por eso haya tantos problemas de comunicación entre los seres humanos.

            - O tal vez sea otra cosa.

            - ¿A qué te refieres?

            - A que lo único real que existe en este mundo es la naturaleza.

            - Estoy de acuerdo; es lo único cierto.

            - El sapiens es un prestidigitador de lo ajeno, un ser que no se sacia nunca, que jamás está satisfecho con lo que tiene, que vendería su alma al diablo si lo hubiera.

            - Pero tú te llevas al rico y al pobre, al honrado y al corrupto, al niño y al anciano. No hay justicia en la muerte.

            - La justicia es un asunto humano, cada cual ve las cosas a su manera.

            - ¿Eres real?

            - Soy algo inevitable y certero. Lo demás, la filosofía incluida, es un invento humano, una interpretación interesada de las cosas. La realidad no existe.

Y ya no recuerdo más, nada más. 






No hay comentarios.:

Publicar un comentario