Abre los ojos, no llega a desperezarse, sabe de antemano que será un día terrible. Cuando se mira al espejo, encuentra la extinción adherida a su rostro. No importaba si se había rasurado el día anterior, o si, como escuchó decir a alguien en la televisión, se lavaba con abundante agua. Era tiempo, eso y un muro de alteraciones. Los adivinos, también personajes del medio televisivo (¿o se les dice seres de luz?) recomendaban bañarse con diferentes plantas, miel, azúcar, un cóctel en la piel promete acabar con la mala racha, pero es inútil para una mente trastornada. En eso pensaba al mirar su reflejo. Pronunció la palabra TRAS TOR NA DO, sin levantar la voz, pues prefería murmurar, le gustaba estirar, aunque al punto fuera en vano, el silencio de la noche. La chica de sus sueños lo llamó trastornado, lo cual no le gustó, era una palabra terrible, por algún motivo le refería a la ancianidad. Prefería el término psicótico, maniático (no tanto), loco, sin más… Pero no, la mujer había dicho eso, como si fuera un diagnóstico, y era imposible sacárselo de la cabeza. En la sala aguardaba una pila de ropa, toda aplastada, con manchas extrañas, lista para cubrirlo por enésima vez consecutiva. Antes de calentar el agua para el café, se metió un buen trago de whisky, prendió un cigarro y se recostó sobre una silla, como si meditara o simplemente hiciera tiempo a que el día se decidiera a pegarse un tiro en la frente. “Como un beso de plomo”, dijo, y apuntó al aire con el dedo índice. Allí, en la atmósfera, había una porción del día, seguro. Cuando vio la pava desprendiendo un rugido de vapor, sintió al fuego como un amigo traicionero, pero no corrió a cerrar el gas de inmediato, sino que lo dejó, pues sabía que, aunque sacara el recipiente, esperaría un rato más para preparar la infusión. Si todos esperaran como él, los relojes perderían su trono, pero la gente, por algún motivo, prefiere apurarse, como si la muerte no les estuviera pisando los talones. Morir, un acto de amor, por supuesto, el más puro, al menos el más loable para cualquier ser humano. Nada de ir hacia el Sol, nada de ponerse de rodillas si no es frente a una buena hembra, una de esas con la vagina tibia y el corazón hecho trizas. Se viste, lustra sus zapatos con un poco de saliva y sale a la calle. No hace tres cuadras que ya está pensando en comprar un arma, pretende volarse la sien, aunque sopesa la idea de atracar a una tribu cualquiera, amedrentarlos un poco, al menos, y tal vez gatillar antes de fugarse para siempre, como una sombra que muere en las garras de un farol. La idea se le figura de lo más cómica, le parece un final digno para la broma que fue su vida. Camina hasta el barrio vecino, en donde las calles parecen mejores, pero en extremo peligrosas. De todos modos, no le cuesta trabajo encontrar personajes análogos. Allí está la vieja pútrida, con un culo menos hinchado que su vecina de enfrente; también el jovencito delgado y mentiroso que acaricia a cuanto perro se le arrima; y, como siempre, las pobres adolescentes que disfrutan de sus curvas como si hubieran alcanzado una virtud suprema y van sacudiendo las nalgas y el busto con un orgullo que a él le avergüenza. Siente el ácido del desprecio en la garganta, borbotones de algo que parece fluir desde su propio más allá. Sin embargo, la mancha de sangre que un Cristo le escupió le hace pensar en lo terrible que sería hacer todas las cosas que piensa mientras camina. Ahí estaba, una vez más, el equilibrio entre la naturaleza humana y la conciencia artificial propiciada por la divinidad. Sin dioses, la humanidad ya hubiera perecido hace mucho tiempo bajo sus propios puñales. No, para nada, este equilibrio no le daba buena espina; de sobra sabía que todo tiene un precio, los mismos dioses así lo habían proclamado. El precio, entonces, era el costo de seguir vivos, vivos para ir y venir, a las corridas, sin hacer nada, aunque, de todos modos ¿qué se podía hacer? Los inventos, avances, hallazgos monumentales, pura vanidad. Todos pusieron un poco para agigantar al sufrimiento, y ahora la humanidad no necesitaba más que ser parida por una cloaca cualquiera para caer en esa gran nube tóxica. Por la calle de enfrente viene aquel profesor gordo, tan querido por el pueblo, con sus gafas amarillentas, su bigote recortado, un violador en potencia, estaba claro. Viene de la mano de una niña, su sobrina, según sabe nuestro hombre, y la lleva con un cuidado exagerado, como si supiera que lo están mirando. Es el ladrón que ignora una oportunidad para disipar sospechas y más tarde golpea las paredes, furioso por haber traicionado a sus impulsos. Allí se va, enamorado de la opinión que los demás guardan de él. Mientras lo ve alejarse, piensa en el trofeo que sería aquel óvalo rendido en medio de la calle luego de haber sido impactado por una de sus balas de plata. Y ríe exageradamente al proyectar el rostro voluminoso que se cubre de horror al oír el trick del cañón. Luego de eso, sería un ídolo, al menos en su mundo, el único que, al punto, le parece coherente.
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