La obra, que viene a finalizar la trilogía Molloy, Malone
Muere y El innombrable, resulta imprescindible para cualquier lector
en busca de material intenso, singular y profundo.
Este texto de Samuel Beckett es el resultado de las
introspecciones a las que el autor nos tiene acostumbrados en sus relatos y
poesías. Comienza con una afirmación que parece una amenaza a la vida de la que
tanto reniega Malone (o como se llame), el protagonista: “Pronto, a pesar de
todo, estaré por fin completamente muerto”. Y así, intercalando su agonía
con las historias de vida de otras personas, Malone nos introduce en su
nebulosa, de la cual es difícil salir incluso tiempo después de haber cerrado el
libro. Si Ernesto Sábato dijo alguna vez que Beckett miraba a la vida desde un
tacho de basura, ahora podemos comprobarlo, sólo que sus opiniones, esta vez,
parten de la cama de un misterioso cuarto al cual no sabemos (ni él) muy bien
cómo llegó.
El texto, considerado una novela corta, cuenta con apenas un
poco más de cien páginas, pero su contenido lo hace parecer mucho más extenso,
ya que casi no hay párrafos que puedan saltearse o leer a la ligera; en Malone
Muere, todo está ramificado, incluso aquellas historias que se entrecruzan con
la principal, como si se tratara de una revisión al pasado del protagonista, a
quien es fácil confundir con Saposcat hijo, un hombre disperso, que parece no
encajar entre los demás, alguien de quien sus padres esperan algo que, saben,
no ocurrirá. Así, la desilusión del señor Saposcat y su esposa comienzan a perfilar
a este personaje en cuanto a quién es en realidad.
Sin embargo, no hay que confundir pesimismo y nihilismo con carencia
de humor. Todo aquel que disfrute del humor negro, morboso, o humor pesimista,
encontrará pasajes realmente entretenidos a lo largo de todo el texto, como,
por ejemplo, un análisis que hace Malone en sus últimos momentos ante la
posibilidad de contar con la presencia de una jovencita en su habitación: “…O podré quizá atrapar a alguno, una
niña por ejemplo, y estrangularla a medias, qué digo, las tres cuartas partes,
para que acceda a darme mi bastón, a darme la sopa, a vaciar mis bacines, a
abrazarme, a acariciarme, a sonreírme, a darme mi sombrero, a quedarse junto a
mí, a seguir el coche fúnebre llenando su pañuelo de lágrimas, sería
encantador. Soy tan bueno en el fondo, tan bueno, ¿cómo no lo han comprendido?
Una niña me iría bien, se desnudaría delante de mí, se acostaría conmigo, sólo
me tendría a mí, yo empujaría la cama contra la puerta para impedirle salir,
pero entonces se arrojaría por la ventana, cuando la supieran conmigo nos
traerían sopa para dos, la aleccionaría sobre el amor y el odio, jamás me
olvidaría, yo moriría encantado, ella me cerraría los ojos y me pondría un
tapón en el culo, de acuerdo con mis indicaciones…”
Otro aspecto interesante de la obra es aquel que describe, a
veces con extrema minuciosidad, otras, oculto entrelíneas, el proceso de
escritura de lo que parece ser un diario del protagonista. Sabemos que escribe
a lápiz, que es capaz de borrar viejas palabras con tal de no dejar de escribir
y que esta práctica, la escritura, es la que le mantiene consciente, a pesar de
no saber en qué día se encuentra, ni en dónde ni cuándo.
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