La muerte es un
castigo para algunos,
para otros es un
regalo,
y para muchos un
favor.
Séneca
Arrancó
la última página del libro y tiró la carátula al suelo, junto con las demás que
ya reposaban. Con cuidado fue doblando la hoja, le fue dando forma hasta lograr
construir un barco de papel. Cogió una botella transparente mediada de agua que
estaba a su lado, sobre el buró y con cuidado, introdujo su creación dentro.
Abrió la primera gaveta del escritorio y sacó de ella un corcho para cerrar el
frasco. Observó por un instante como flotaba el pequeño navío.
Movió
el envase. Lo puso en posición horizontal para poder apreciar mejor las
ondulaciones del líquido y ver como el papel se mojaba poco a poco. Colocó la
botella en el suelo, contigua a las demás que ya estaban preñadas, y cuando
intentó buscar otra, se percató de que no quedaban.
Miró
en derredor la habitación. Un cuadrado estrecho, sin ventanas, solo una puerta.
El techo de concreto, alto, con una abertura en el centro por la cual entraba
alguna brisa con olor a salitre. Era imposible llegar a la oquedad; los
libreros terminaban mucho antes de poder tocar la superficie. Pensó en su
momento que estos eran lo único atrayente de aquel lugar.
La
primera vez que los vio, se hizo la idea de que por lo menos podría matar el
tiempo leyendo. Pero que decepción sintió al abrir varios libros y encontrase
con lenguas extrañas, ininteligibles, incluso algunas parecían garabatos.
Estaban acomodados en las cuatro paredes, solo la parte de la puerta estaba
libre de los muebles.
El
día que llegó a la habitación solo estaban el buró y los libreros. No
comprendió muy bien lo que tenía que hacer. Pero al siguiente, el piso estaba
lleno de botellas de colores, mediadas de agua, y en la superficie del buró
había una con un barco de papel dentro, a su lado un libro abierto, en que se
podía apreciar que le habían arrancado la primera página. Entonces entendió su
labor.
Al
principio se demoraba en fabricar los barcos, y algunos no le quedaban con
buena imagen, pero según fueron pasando los días, los meses, logró hacerse de
tal maestría que en menos de un minuto, era capaz de alcanzar la más perfecta
de las invenciones. Incluso logró mejorarlas. Descubrió una forma de hacerle a
los navíos una especie de vela, pero tuvo que olvidarse de ella, porque así no
cabían por el pico de la botella.
Miró
los libreros, casi estaban vacíos, solo en uno quedaban tres libros. Se acercó
y tomó el de carátula gris. Leyó las letras negras de la portada: Calculus. Al
hojearlo, se encontró con una infinidad de números.
Deslizó
la yema de sus dedos por el espacio vació que dejó y contó las cruces, eran
catorce. Había tomado como regla hacer con el vidrio de una botella que hace un
tiempo rompió, una marca en la madera del mueble cada vez que sacara un libro
de su lugar, así sabría cuántas veces lo había vaciado.
Ese
día que destrozó la botella, fue la única vez que algo entró por la oquedad del
techo. Era un pájaro pequeño, de plumas negras y en vez de cantar, cuando
habría el pico hacía un sonido que simulaba el grito de una mujer. El ave
llevaba en la habitación más de una hora y no podía soportarlo más.
Varias
veces intentó espantarlo, pero no hacía caso. Sin pensarlo, le tiró una
botella. Su puntería para nada fue certera, pero con el estruendo logró su
objetivo. Mientras los pedazos de vidrio caían al piso, el ave se marchó por la
abertura de la azotea con sus chillidos inquietantes, dejando el silencio
abrumador al cual ya estaba acostumbrado.
Se
acostó en el suelo, sabía que si no dormía las botellas que le faltaban no iban
a aparecer, junto con la comida del día. Muchas veces intentó esperar a su
proveedor, pero el sueño lo vencía, y era cuando ese alguien aprovechaba para
suministrarle todo lo necesario.
Se
despertó sobresaltado, los gritos del ave invadieron sus sueños. Los envases
mediados de agua estaban ahí, listos para que continuara con su labor, junto
con un plato lleno de carne cruda.
Al
principio le fue difícil aprender a engullir tal alimento. Cada vez que mordía
y arrancaba un pedazo el vómito lo hacía escupirlo. Los primeros días optó por
no comerla, pero al ver que el menú no variaba, tuvo que acostumbrarse a las
masas rojizas para aliviar los mareos y las fatigas que varias veces lo
tumbaron sobre el buró mientras hacia su trabajo.
Arrancó
la primera página del libro, con cuidado la fue doblando hasta lograr un barco
de papel. Lo introdujo dentro de la botella. El texto no era muy grueso, ese
mismo día pudo terminarlo.
Buscó
el segundo, y entre bocado de carne y buche de agua dulce de los mismos
envases, le fue transformando cada una de sus cuartillas en una embarcación
pequeña. No podía conciliar el sueño, quizás por miedo a que los graznidos del
ave lo torturaran una vez más. Decidió continuar.
Después
de terminar con el tercer ejemplar del librero, comenzó a coger las botellas, a
acomodarlas en sus manos. Por mucho que lo intentara, no podía cargar con más
de diez. La destreza que el tiempo se encargó de darle, lo había enseñado a
sujetarlas entre el antebrazo y el abdomen.
Cuando
ya estuvo listo, se dirigió hacia la puerta. Con el pie le dio un leve empujón
y esta se abrió sin resistirse. Al salir, la luz de sol le golpeó los ojos,
tardó unos segundos en acostumbrarse a la luminosidad.
La
costa estaba tranquila, las olas no eran tan fuertes como otras veces, pero al
colocar las botellas en el agua, este se las fue tragando como si ya estuviera
en la espera del encargo. Al voltear, le echó un vistazo al cuarto desde el
exterior. Una construcción de concreto, de más de veinte metros de altura.
Parecía
un castillo frustrado en una isla pequeña desierta, de dimensiones tan exactas
donde el mar estaba a menos de treinta pasos de las paredes de la habitación.
Varias veces pensó en escapar, pero la inmensidad del océano lo contuvo.
Regresó
al interior. Continúo transportando botellas y echándolas al mar. Una vez que
terminó, se tiró en el suelo. No tenía sueño, pero debía hacerlo, el cuarto
vacío le parecía aún más pequeño. Se despertó con la respiración agitada, los
gritos del pájaro no salían de su cabeza. Miró los libreros y como esperaba,
estaban llenos. En el suelo, las botellas, en la gaveta del escritorio, los
corchos.
No
fue necesario que lanzara una segunda mirada para que algo le llamara la
atención. Sobre el buró estaba una botella sin agua, con un papel enroscado
dentro y en el estante que estaba al lado de la puerta, había un espacio vacío.
Tomó
la botella en sus manos. Le costó un poco de trabajo, pero logró sacar el
pliego de su interior. Con cuidado lo desdobló y se encontró con una nota:
Hemos
contado cada una de las botellas que te mandamos. Poco a poco nos están
llegando y verificamos el contenido. A partir de ahora cada vez que termines
con los estantes, siempre que nos llegue la cantidad exacta reduciremos un
libro. Esperamos te haya gustado el acompañante, tiene un canto muy singular.
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