viernes, 18 de noviembre de 2022

Diógenes - Relato de Saúl Reyna



Ladera es conocida como la ciudad de los diez mil escalones, pues está construida en el

centro de las montañas. A excepción de su calle principal el resto de la arquitectura y

fisonomía de la cuidad se encuentra erigida en forma de pendiente, siguiendo las vetas y los

caminos naturales que las montañas del rededor permitieron el uso de la mano

transformadora del hombre; por ello, para llegar a cualquier lugar uno tiene que subir y

bajar escalones que atraviesan toda la estructura de la ciudad. Fue ahí donde lo conocí.

Tratando de conocer la ciudad, me perdí por elección en Ladera, entre los callejones

que se distinguían por una arquitectura contrastante, pues de un momento a otro se pasaba

de grandes construcciones con fachadas de cantera y ornamentos tallados a mano a casas de

adobe casi derribadas. De calle en calle, subiendo y bajando los callejones de la gran

Ladera llegué sin darme cuenta a una plaza. No era una explanada muy grande, ya que las

montañas que rodean la ciudad no permiten la existencia de espacios magnos, pero sí era un

espacio bastante amplio para los lugares que puede ofrecer esta ciudad. El piso era de una

piedra color lila, había árboles alrededor y la parte trasera de los edificios se alzaba dejando

ver solo las ventanas y balcones de servicio de éstos; justo en el centro rodeada por bancas

de herrería y protegida por una cerca a la altura de mi cintura se encontraba la “La fuente de

los sensatos”, o al menos así me dijo él que la nombraban.

Le llamaban el hombre perro, pero nadie sabía su nombre con certeza. Era un

hombre alto y delgado, más por desnutrición que por complexión, tenía un cabello

alborotado y descuidado, llevaba vestido un suéter tejido a mano y deshilachado con el

mismo método, pantalones que le ajustaban solo si su mano apretaba con fuerza la zona de

la cintura de la prenda y uno zapatos rotos del frente que dejaban ver que sus pies estaban

igual de descuidados que el resto de su cuerpo. Daba vueltas a la fuente de aquella plaza, a

veces murmurando o en otras ocasiones ladrando y gruñendo, haciendo alusión a su apodo.

Lo observé por media hora y nunca dejó de caminar alrededor de la fuente, no hasta que las

campanadas de mediodía sonaron en la torre del templo principal de Ladera.

Al sonar la alarma de pasado el meridiano aquel hombre miró al cielo como

queriendo ubicar los puntos cardinales de Ladera, y al notar la parte sin sombra al este de la


plaza se sentó justo al lado de una banca que se localizaba a un costado de la “Fuente de los

sensatos”. Ahí cerró los ojos y se puso atento a las personas que pasaban junto a él,

abriendo la mirada solo para ladrar a los transeúntes.

En ese momento no entendí por qué lo hice y por su respuesta pareció que al

hombre perro le quedaban más claras mis razones que a mí mismo, ya que en cuanto me

acerqué a él para saludar inmediatamente puso los dedos de su mano derecha en posición

de una cruz católica y se santiguó, luego besó mi mano y dijo – Grande es la dicha de aquel

que recibe al nuevo mesías sin buscarlo, pero has de saber falso profeta que como tú ya han

venido otros más.

Al oír sus palabras quedé confundido y anonadado. ¿A qué se refería con esas

palabras y con ese recibimiento? Sin embargo, no pude evitar lanzar mi pregunta, la cual

creí que había sido la razón inicial de mi acercamiento, pero al escuchar su respuesta supe

que mi pregunta era demasiado tonta o mi razón demasiado insulsa - ¿Qué haces? –

pregunté. A lo cual aquel hombre respondió sin demoras y con un bocado de pan en la boca

– Existir.

Un poco ofendido por su respuesta, pero llevado por la curiosidad seguí

cuestionando - ¿Por qué ladras a las personas? – El hombre frunció el ceño y torció la boca

para responder – ¿Y cuál es el problema? de todos modos no pueden verme ni oírme, si

acaso se percatan de mi presencia es porque su conciencia moral los lleva concebirse como

los salvadores del mundo y la inmundicia en la que vivimos los invisibles, pero no son para

nada conscientes de sí mismos. Si lo hicieran, si pudieran percatarse de mi existencia, se

darían cuenta de que en verdad los estoy saludado, mi Señor. Así que, considere su tercera

pregunta pues si resulta tan obvia como las dos anteriores me veré obligado a aceptar que

usted también entiende a ladridos.

Sus respuestas tenían tanto sentido como sus acciones hasta ese momento. Sin

embargo, lo que sucedió a continuación me llevó reconsiderar completamente la situación,

pues por un breve momento, tal vez unos cinco o seis segundos, llevado por la irá que

generaron sus respuestas en mí y la sinrazón que estaba presenciando, consideré dejar al

hombre de lado y continuar mi paso por la vieja y hermosa Ladera. Fue en ese lapso en que

presencié cómo el hombre que estaba frente mí, comenzaba a desaparecer, su cuerpo fue


perdiendo densidad y dureza justo ante a mis ojos. Ante aquella situación, de mi boca salió

casi instintivamente la tercera pregunta - ¿Por qué aquí y no en las calles más transitadas?

Al escuchar mi cuestionamiento la mirada del hombre cambió por completo, el ceño

fruncido se convirtió en una mirada de sorpresa y la mueca en su boca en una sonrisa

burlona – Ah. Así que este falso profeta sabe jugar – Dijo en un tono insinuante – “La

Fuente de los sensatos” es un lugar escondido en Ladera, pero el paso común de muchas

personas. La consecuencia lógica es que es una plaza transitada, pero no como el centro de

la ciudad llena del innecesario compañerismo que buscamos en los lugares públicos, en

otras palabras, las personas que pasan por aquí, generalmente lo hacen solas y como toda

caminata solitaria te permite un lapso de reflexión individual. Por eso, algunos aquí me

pueden ver.

Al escuchar esto cualquiera puede pensar que la respuesta más inmediata era

cuestionar sus condiciones de visibilidad, pero llevado por la experiencia, entendía que la

pregunta más obvia, conlleva la respuesta con menos contenido. Motivado por el juego que

estaba proponiendo mi interlocutor, me coloqué junto a él y me puse en posición de

cuclillas tal como estaba aquel hombre y cuestioné – ¿Es acaso en la soledad cuando más

podemos escuchar a Dios y las cosas que creó para nosotros? – El hombre perro giró su

cabeza y me convidó un poco de su pan a medio comer. Al tiempo que yo tomaba un trozo

de aquel bollo, él sacaba de la bolsa de su suéter una botella de agua y después de un largo

trago a ésta, contestó – No necesariamente. Al contario, es en la soledad cuando más aflora

la esencia creativa, en todo caso, la soledad no nos hace escuchar a Dios, solo nos conduce

a asemejarnos a Él.

“La creación, gana consciencia de sí y, con ello, la necesidad de crear- Continuó- Se

convierte en un ciclo casi infinito, siempre y cuando el producto quiera crear, de lo

contrario lo sacro se convierte en algo mundano. Con esta transformación, la consecuencia

es que el creador, si aún se le puede llamar así, exige un tributo para querer seguir

creando”.

Al concluir su comentario me di cuenta de que en aquella plaza el viento comenzaba

a soplar más. Llegó a mí una brisa refrescante para el calor dado por la posición en la que

me encontraba y el ataque directo del sol; las sombras de la plaza se comenzaban a alargar


haciendo que los edificios se fusionaran con las personas que, por un momento, parecía que

se movían cada vez más lento. Al percatarme de esto inmediatamente llegó a mí la

respuesta que expresé en forma de pregunta - ¿Por eso tu distancia con la creación del

hombre? - Dije muy seguro de mí mismo. En ese momento entendí el resto de las

respuestas que se me habían presentado.

Aquel hombre concebía a la ciudad como una creación humana y, derivado de esto,

toda persona, sin importar su condición, era un subproducto de aquella obra, consumido por

sí mismo. – Solo aquellos que rindan tributo al Dios creador serán vistos por él- dijo

finalmente. -Solo aquellos que nazcan en la reflexión de la soledad serán capaces de

devorar a lo divino sin convertirse en animales- continué terminado su frase. A lo cual su

respuesta fue un fuerte aullido dirigido a unos transeúntes que caminabas frente a nosotros.

Antes de despedirme de aquel hombre le dije -Quisiera agradecer esta conversación

y, si pudiera, compensarte de alguna manera- Ante este último comentario, el hombre se

levantó de las cuclillas en las que estaba sentado y me miró de frente, levantó su dedo

índice y lo colocó mi rostro. Mi piel ardió, pues al ver al cielo, me di cuenta de que había

pasado todo el día bajo el sol y tras ese toque en mi rostro el hombre comentó -Las

quemaduras en tu piel fueron producidas por los rayos de un astro en el cielo, intenta lo que

quieras y regresa la veces que sea tu deseo, pero te darás cuenta de que lo único que hiciste

el día de hoy fue tomar el sol.





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