El vendedor de pararrayos
«Qué tormenta tan imponente y extraordinaria»,
pensé junto a mi chimenea en el corazón de las montañas de Acroceraunia[52],
mientras rayos dispersos retumbaban en el cielo y caían estrepitosamente entre
los valles; cada trueno iba seguido de irradiaciones zigzagueantes y de ráfagas
sesgadas de lluvia que golpeaban audiblemente, como una nube de flechas, contra
el tejado bajo de pizarra. Imagino, pese a todo, que las montañas de los
alrededores amplifican y agitan la tormenta, de modo que resulta más
impresionante aquí que en la llanura. ¡Oíd!, alguien llama a la puerta. ¿Quién
escoge ir de visita en plena tormenta? ¿Y por qué no utiliza la aldaba como un
hombre educado en lugar de producir ese sonido fúnebre de enterrador al golpear
con el puño contra el entrepaño hueco? Dejémosle entrar. ¡Ah!, aquí está.
«Buenos días, señor». Un completo desconocido. «Por favor, tome asiento». ¿Qué
es ese extraño bastón que lleva? «Una buena tormenta, señor».
—¿Buena? ¡Horrorosa!
—Se ha mojado usted. Póngase aquí, cerca de la
chimenea, junto al fuego.
—¡Por nada del mundo!
El desconocido se quedó de pie en el centro de la
cabaña, donde se había plantado al llegar. Su singularidad imponía un examen
más minucioso. Una figura delgada y triste. El pelo oscuro y lacio enmarañado
sobre el entrecejo. Halos de color índigo circundaban las hundidas órbitas de
sus ojos en los que cabrilleaba una luz inocua: el resplandor sin el trueno. El
hombre estaba totalmente empapado. Estaba en medio de un charco sobre el
desnudo suelo de roble, con su extraño bastón apoyado verticalmente a su lado.
Era una varilla de cobre pulido, de un metro y
medio de largo, unida a un asta de madera, inserta en dos bolas de cristal
verdoso y con abrazaderas de cobre. La varilla metálica tenía forma de trípode
en un extremo y terminaba en tres afiladas púas, brillantes y doradas. La
sostenía solo por la parte de madera.
—Señor —dije yo, inclinándome educadamente—, ¿tengo
el honor de recibir la visita del ilustre dios, Júpiter Tonante? Así aparece en
las antiguas estatuas griegas con el trueno y el rayo en la mano. Si lo sois, o
su virrey, debo agradeceros esta noble tormenta que habéis preparado entre
nuestras montañas. Escuche: he aquí un magnífico estruendo. ¡Ah!, para un
amante de lo majestuoso, es bueno tener en casa al mismísimo dios del trueno.
Los truenos parecen mejores así. Pero, por favor, siéntese. Admito que esa
vieja butaca de asiento de paja es un pobre sustituto de su siempre verde trono
en el Olimpo; pero dígnese sentarse.
Mientras le hablaba tan amablemente, el extraño me
miró, entre sorprendido y horrorizado; pero no movió un dedo.
—Siéntese, señor; necesita secarse antes de volver
a salir.
Planté tentadoramente la silla junto a la chimenea,
donde había un pequeño fuego encendido desde la tarde para disipar la humedad,
no el frío, pues estábamos a principios de septiembre.
Pero, sin responder a mi ofrecimiento, y plantado
todavía en mitad de la habitación, el desconocido me miró con mucha solemnidad
y habló:
—Señor —dijo—, discúlpeme, pero en lugar de aceptar
su invitación de sentarme junto a la chimenea, le advierto muy seriamente de
que haría usted mejor en aceptar la mía de quedarse conmigo en mitad de la
habitación. ¡Dios mío! —gritó sobresaltado—, he aquí otro de esos terribles
rayos. Le prevengo, señor, apártese de la chimenea.
—Señor Júpiter Tonante —dije yo arrellanándome
junto al fuego—, estoy muy bien aquí.
—¿Es que es usted tan espantosamente ignorante
—gritó— que no sabe que la chimenea es, con mucho, la parte más peligrosa de la
casa durante una tormenta tan terrorífica como esta?
—No, no lo sabía —dije dando involuntariamente un
paso hacia el primer tablón que había junto a la chimenea.
El extraño adoptó entonces una expresión tan severa
de admonición triunfante que —de nuevo involuntariamente— volví a apoyarme en
la chimenea, y adopté a mi vez la postura más estirada y orgullosa que pude.
Pero no dije nada.
—¡Por el amor de Dios —gritó, con una extraña
mezcla de alarma e intimidación—, por el amor de Dios, apártese de la chimenea!
¿No sabe que el aire caliente y el hollín son conductores?, por no hablar de
esos enormes morillos de hierro. Le conmino a apartarse de ahí…, se lo ordeno.
—Señor Júpiter Tonante, no estoy acostumbrado a
recibir órdenes en mi propia casa.
—No me llame por ese nombre pagano. Es usted
blasfemo en este momento de terror.
—Señor, ¿tendría usted la bondad de decirme cuál es
su ocupación? Si busca refugio de la tormenta, es usted bienvenido, siempre que
se comporte educadamente; pero si le trae aquí algún negocio, suéltelo ya.
¿Quién es usted?
—Soy vendedor de pararrayos —dijo el extraño,
bajando la voz—, mi negocio en particular… ¡Dios todopoderoso! ¡Menudo trueno!
¿Nunca le ha caído ninguno encima…, a la casa, quiero decir? ¿No? Más vale ser
precavido —y rascó la barra metálica contra el suelo—; por naturaleza no hay
bastión contra las tormentas; pero no tiene más que decirlo y convertiré esta
cabaña en un Gibraltar con un par de toques de esta varita mágica. ¡Oiga qué
Himalayas de conmociones!
—Se ha interrumpido usted, se disponía a hablarme
de su negocio en particular.
—Mi negocio en particular consiste en recorrer la
región entregando pedidos de pararrayos. Este es mi pararrayos de muestra —dio
unas palmaditas en la vara—; tengo las mejores referencias. —Rebuscó en sus
bolsillos—. El mes pasado instalé en Criggan veintitrés pararrayos en solo
cinco edificios.
—Permítame. ¿No fue en Criggan donde la semana
pasada, a medianoche del sábado, cayeron rayos sobre la aguja de la iglesia, el
gran olmo y la cúpula del salón de sesiones? ¿Había allí alguno de sus
pararrayos?
—Ni en el árbol, ni en la cúpula, pero sí en la
aguja.
—¿De qué sirve entonces su pararrayos?
—Para decidir la vida o la muerte. Pero mi operario
fue muy descuidado. Al instalar el pararrayos en lo alto de la aguja, dejó que
parte del metal rozara el revestimiento de latón. De ahí que el accidente no
fuera culpa mía, sino suya. ¡Escuche!
—No se moleste. Ese estampido ha sonado lo bastante
fuerte para oírlo sin que me lo indiquen. ¿Ha oído lo que ocurrió en Montreal
el año pasado? Una joven sirvienta murió junto a su cama con el rosario en la
mano, las cuentas eran de metal. ¿Su zona incluye el Canadá?
—No. Y, por lo que he oído, allí solo hay
pararrayos de hierro. Deberían instalar los míos, que son de cobre. El hierro
se funde con facilidad. Además, utilizan unas varillas tan delgadas que no
pueden conducir toda la corriente eléctrica. El metal se funde y el edificio se
destruye. Mis pararrayos de cobre nunca se comportan así. Esos canadienses son
unos locos. Algunos enroscan un pomo en la punta del pararrayos (con el
consiguiente riesgo mortal de explosión) en lugar de desviar imperceptiblemente
la corriente al suelo, como hace esta clase de pararrayos. El mío es el único
pararrayos auténtico. Mírelo. A solo un dólar los treinta centímetros.
—Esa forma tan poco elogiosa de hablar de sus
compañeros de profesión podría hacer que la gente desconfiara también de usted.
—¡Escuche! El trueno se oye menos amortiguado. Se
acerca a nosotros, y a la tierra. ¡Oiga! ¡Un estruendo apelotonado! Todas las
vibraciones se hacen una por la cercanía. Otro relámpago. ¡Espere!
—¿Qué…? —dije, al verlo dejar de pronto su bastón y
precipitarse hacia la ventana con los dedos de la mano derecha sobre la muñeca
izquierda.
Pero, antes de que las palabras hubieran salido de
mi boca, él dejó escapar otra exclamación.
—¡Bum!, solo tres pulsaciones: está a menos de
medio kilómetro, en algún lugar de aquel bosque. Al pasar por allí vi tres
robles golpeados por el rayo, recién hendidos y centelleantes. El roble tiene
hierro disuelto en la savia y atrae más a los rayos que ninguna otra madera. Su
suelo parece de roble.
—De raíz de roble. A juzgar por la peculiar hora de
su visita, deduzco que escoge usted a propósito el tiempo tormentoso para sus
viajes. Debe de pensar que cuando ruge la tormenta es el momento más favorable
para inspirar las impresiones más favorables para su negocio.
—¡Escuche! ¡Es horroroso!
—Parece usted inoportunamente medroso, para ser
alguien que pretende armar a los demás de valor. La gente corriente prefiere
viajar con buen tiempo; usted prefiere las tormentas; y aun así…
—Admito que viajo con las tormentas; pero no sin
antes tomar ciertas precauciones, que solo conoce un vendedor de pararrayos.
¡Escuche! Rápido…, mire mi pararrayos de muestra. A solo un dólar los treinta
centímetros.
—Un bonito pararrayos, me atrevería a decir. Pero
¿cuáles son esas precauciones suyas? Aunque primero déjeme cerrar las
contraventanas; la lluvia cae tan sesgada que se cuela a través del marco. Las
atrancaré.
—¿Está usted loco? ¿No sabe que la falleba de
hierro es un excelente conductor? Desista.
—Entonces me limitaré a cerrar las contraventanas y
llamaré a mi criado para que me traiga una barra de madera. Se lo ruego,
apriete aquel timbre.
—¿Es que está usted desquiciado? El cable del
timbre podría electrocutarle. Nunca toque ningún cable en mitad de una
tormenta, ni haga sonar ninguna campanilla.
—¿Ni siquiera las de los campanarios? ¿Haría usted
el favor de decirme dónde y cómo puede uno ponerse a salvo con un tiempo como
este? ¿Hay alguna parte de mi casa que pueda tocar sin perder la esperanza de
seguir con vida?
—La hay; pero no donde está usted ahora. Apártese
de la pared. A veces la corriente recorre la pared, y como el hombre es mejor
conductor…, deja la pared y se va hacia él. ¡Fiuuuu! Ese debe de haber caído
muy cerca. Debía de tratarse de un rayo globular.
—Es muy probable. Dígame de una vez, ¿cuál es, en
su opinión, la parte más segura de la casa?
—Esta habitación, y el lugar exacto que ocupo
ahora. Venga aquí.
—Deme antes una explicación.
—¡Escuche!, después del relámpago, el trueno,
¡tiemblan los marcos y la casa, la casa! ¡Venga conmigo!
—La explicación, si no le importa.
—¡Venga aquí conmigo!
—Gracias otra vez, pero creo que me arriesgaré a
seguir donde estoy, junto a la chimenea. Y ahora señor Vendedor de Pararrayos,
aprovechando la pausa entre trueno y trueno, tenga la amabilidad de explicarme
sus razones para suponer que esta habitación es la más segura de la casa y que
el lugar que usted ocupa es el más seguro de la habitación.
Entonces la tormenta pareció remitir por un
instante. El hombre del pararrayos, algo más aliviado, replicó:
—Su casa tiene una sola planta, con una buhardilla
y una bodega; esta habitación está entre ambas. De ahí que, en comparación, sea
más segura. Porque los rayos a veces pasan de las nubes a la tierra y a veces
de la tierra a las nubes. ¿Comprende?, y si escojo el centro de la habitación
es porque, en caso de que un rayo golpeara la casa, descendería por la chimenea
y las paredes; de modo que es obvio que cuanto más lejos esté uno de ellas
tanto mejor. Ahora venga aquí conmigo.
—En seguida. Extrañamente, algo de lo que ha dicho
me ha inspirado confianza en lugar de alarma.
—¿Y qué he dicho?
—Que, en ocasiones, el rayo va de la tierra a las
nubes.
—Sí, se llama el rayo de retorno; la tierra,
sobrecargada de fluido eléctrico, devuelve el exceso hacia arriba.
—El rayo de retorno; eso es, de la tierra al cielo.
Mejor que mejor. Pero acérquese a la chimenea y séquese usted.
—Estoy mejor aquí, y estoy mejor mojado.
—¿Cómo?
—Es lo mejor que puede hacer, ¡escuche, ahí está
otra vez!, empaparse de pies a cabeza en una tormenta. Las ropas mojadas son
mejores conductoras que el cuerpo; y así, si el rayo le alcanza, puede pasar a
través de las ropas mojadas sin tocar el cuerpo. La tormenta arrecia de nuevo.
¿Tiene una alfombra en la casa? Las alfombras no son conductoras. Traiga una
para que pueda ponerme encima, y usted también. Los cielos se tapan…, oscurece
a mediodía. ¡Escuche! ¡La alfombra, la alfombra!
Le di una; entretanto, las encapotadas montañas
parecían cernerse como si fueran a derrumbarse sobre la cabaña.
—Y ahora, puesto que el mutismo no nos será de
ninguna ayuda —le dije, mientras volvía a mi sitio—, oigamos las precauciones
que toma usted al viajar durante una tormenta.
—Espere a que pase esta.
—No, adelante con las precauciones. Está en el
sitio más seguro según usted. Oigámoslas.
—En tal caso seré breve. Procuro evitar los pinos,
las casas altas, los graneros solitarios, los pastos de montaña, los cursos de
agua, los rebaños de vacas y ovejas, las multitudes. Si viajo a pie, como hoy,
no camino deprisa; si voy en mi calesa, no toco ni el respaldo ni los lados; si
voy a caballo, desmonto y llevo al caballo de la brida. Pero sobre todo evito a
los hombres altos.
—¿Acaso estoy soñando? ¿El hombre evitar al hombre?
¿Y en un momento de peligro?
—Evito a los hombres altos durante las tormentas.
¿Es que es usted tan ignorante que no sabe que basta con un metro ochenta de
estatura para atraer una nube eléctrica sobre uno? ¿Acaso no caen fulminados
por el rayo los habitantes solitarios de Kentucky mientras aran un surco inacabado?
Incluso si el hombre de un metro ochenta está junto a un curso de agua, la nube
a veces lo elegirá a él como conductor antes que al agua. ¡Escuche! No hay duda
de que aquella negra cumbre se ha partido en dos. Sí, el hombre es un buen
conductor. El rayo atraviesa de parte a parte a un hombre, y no hace más que
descortezar un árbol. Pero, señor, me ha entretenido tanto con sus preguntas
que no hemos hablado de negocios. ¿Comprará usted uno de mis pararrayos? ¿Ha
visto el ejemplar de muestra? Vea; es del mejor cobre. El cobre es el mejor
conductor. Su casa es baja, pero al estar en las montañas, eso no la hace menos
elevada. Ustedes, los montañeses, son los más expuestos. En las regiones
montañosas es donde más deberían vender los vendedores de pararrayos. Vea usted
la muestra, señor. Un solo pararrayos bastará para una casa tan pequeña como
esta. Siga mi consejo, señor. Solo un pararrayos, señor; le costará tan solo
veinte dólares. ¡Escuche! Ahí tiene todo el granito de las montañas Tacónicas[53]
y de Hoosick[54] convertido en cascajo. Por el ruido debe de haber
dado en algo. Una altura de solo metro y medio sobre la casa protegerá un radio
de seis metros alrededor del pararrayos. Solo veinte dólares. ¡Escuche! ¡Es
horrible! ¿Quiere encargar uno? ¿Lo comprará? ¿Apunto su nombre? Imagine acabar
convertido en un montón de despojos carbonizados, como un caballo atado en un
establo incendiado; ¡y en un instante!
—Supuesto enviado y ministro plenipotenciario de y
ante Júpiter Tonante —me burlé yo—, simple mortal que viene aquí a interponerse
con su tubo entre el cielo y la tierra, ¿acaso cree que, porque puede sacar un
poco de luz verde de su frasco de Leyden, es capaz de desviar el rayo
sobrenatural? Si su vara se oxida o se rompe, ¿dónde estará usted? ¿Quién le
autoriza, especie de Tetzel[55], a vender indulgencias por orden
divina? Nuestros cabellos están contados, igual que los días de nuestra vida.
Tanto bajo la tormenta como con buen tiempo me pongo en manos de mi Dios.
¡Fuera de aquí, falso negociante! Vea, el pergamino de la tormenta ha vuelto a
enrollarse; la casa está indemne; y en el cielo azul leo en el arco iris que la
Deidad no tiene intención de declararle la guerra al hombre sobre la tierra.
—¡Vil impío! —gritó el extraño, cuyo rostro se
ensombreció al ver brillar el arco iris—, haré públicas sus profanas ideas.
—¡Largo de aquí! ¡Y deprisa!, si es que puede darse
prisa quien, como usted, aparece como los gusanos cuando el tiempo está húmedo.
El ceño se le ennegreció, los círculos de color
índigo de alrededor de sus ojos se agrandaron como los círculos que rodean a la
luna durante una tormenta. Saltó sobre mí con el tridente apuntando a mi
corazón.
Lo agarré; lo partí; lo tiré al suelo; lo pisoteé;
y arrastré al rey del rayo hasta la puerta y le arrojé su torcido cetro de
cobre.
Pero, a pesar de mi forma de tratarlo, y a pesar de
mis disuasivas conversaciones con los vecinos, el vendedor de pararrayos sigue
viviendo en la región; sigue viajando cuando hay tormenta y sigue haciendo
negocio con los temores de los hombres.
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