jueves, 10 de noviembre de 2022

El vendedor de pararrayos - Relato de Melville Herman

 

El vendedor de pararrayos

«Qué tormenta tan imponente y extraordinaria», pensé junto a mi chimenea en el corazón de las montañas de Acroceraunia[52], mientras rayos dispersos retumbaban en el cielo y caían estrepitosamente entre los valles; cada trueno iba seguido de irradiaciones zigzagueantes y de ráfagas sesgadas de lluvia que golpeaban audiblemente, como una nube de flechas, contra el tejado bajo de pizarra. Imagino, pese a todo, que las montañas de los alrededores amplifican y agitan la tormenta, de modo que resulta más impresionante aquí que en la llanura. ¡Oíd!, alguien llama a la puerta. ¿Quién escoge ir de visita en plena tormenta? ¿Y por qué no utiliza la aldaba como un hombre educado en lugar de producir ese sonido fúnebre de enterrador al golpear con el puño contra el entrepaño hueco? Dejémosle entrar. ¡Ah!, aquí está. «Buenos días, señor». Un completo desconocido. «Por favor, tome asiento». ¿Qué es ese extraño bastón que lleva? «Una buena tormenta, señor».

—¿Buena? ¡Horrorosa!

—Se ha mojado usted. Póngase aquí, cerca de la chimenea, junto al fuego.

—¡Por nada del mundo!

El desconocido se quedó de pie en el centro de la cabaña, donde se había plantado al llegar. Su singularidad imponía un examen más minucioso. Una figura delgada y triste. El pelo oscuro y lacio enmarañado sobre el entrecejo. Halos de color índigo circundaban las hundidas órbitas de sus ojos en los que cabrilleaba una luz inocua: el resplandor sin el trueno. El hombre estaba totalmente empapado. Estaba en medio de un charco sobre el desnudo suelo de roble, con su extraño bastón apoyado verticalmente a su lado.

Era una varilla de cobre pulido, de un metro y medio de largo, unida a un asta de madera, inserta en dos bolas de cristal verdoso y con abrazaderas de cobre. La varilla metálica tenía forma de trípode en un extremo y terminaba en tres afiladas púas, brillantes y doradas. La sostenía solo por la parte de madera.

—Señor —dije yo, inclinándome educadamente—, ¿tengo el honor de recibir la visita del ilustre dios, Júpiter Tonante? Así aparece en las antiguas estatuas griegas con el trueno y el rayo en la mano. Si lo sois, o su virrey, debo agradeceros esta noble tormenta que habéis preparado entre nuestras montañas. Escuche: he aquí un magnífico estruendo. ¡Ah!, para un amante de lo majestuoso, es bueno tener en casa al mismísimo dios del trueno. Los truenos parecen mejores así. Pero, por favor, siéntese. Admito que esa vieja butaca de asiento de paja es un pobre sustituto de su siempre verde trono en el Olimpo; pero dígnese sentarse.

Mientras le hablaba tan amablemente, el extraño me miró, entre sorprendido y horrorizado; pero no movió un dedo.

—Siéntese, señor; necesita secarse antes de volver a salir.

Planté tentadoramente la silla junto a la chimenea, donde había un pequeño fuego encendido desde la tarde para disipar la humedad, no el frío, pues estábamos a principios de septiembre.

Pero, sin responder a mi ofrecimiento, y plantado todavía en mitad de la habitación, el desconocido me miró con mucha solemnidad y habló:

—Señor —dijo—, discúlpeme, pero en lugar de aceptar su invitación de sentarme junto a la chimenea, le advierto muy seriamente de que haría usted mejor en aceptar la mía de quedarse conmigo en mitad de la habitación. ¡Dios mío! —gritó sobresaltado—, he aquí otro de esos terribles rayos. Le prevengo, señor, apártese de la chimenea.

—Señor Júpiter Tonante —dije yo arrellanándome junto al fuego—, estoy muy bien aquí.

—¿Es que es usted tan espantosamente ignorante —gritó— que no sabe que la chimenea es, con mucho, la parte más peligrosa de la casa durante una tormenta tan terrorífica como esta?

—No, no lo sabía —dije dando involuntariamente un paso hacia el primer tablón que había junto a la chimenea.

El extraño adoptó entonces una expresión tan severa de admonición triunfante que —de nuevo involuntariamente— volví a apoyarme en la chimenea, y adopté a mi vez la postura más estirada y orgullosa que pude. Pero no dije nada.

—¡Por el amor de Dios —gritó, con una extraña mezcla de alarma e intimidación—, por el amor de Dios, apártese de la chimenea! ¿No sabe que el aire caliente y el hollín son conductores?, por no hablar de esos enormes morillos de hierro. Le conmino a apartarse de ahí…, se lo ordeno.

—Señor Júpiter Tonante, no estoy acostumbrado a recibir órdenes en mi propia casa.

—No me llame por ese nombre pagano. Es usted blasfemo en este momento de terror.

—Señor, ¿tendría usted la bondad de decirme cuál es su ocupación? Si busca refugio de la tormenta, es usted bienvenido, siempre que se comporte educadamente; pero si le trae aquí algún negocio, suéltelo ya. ¿Quién es usted?

—Soy vendedor de pararrayos —dijo el extraño, bajando la voz—, mi negocio en particular… ¡Dios todopoderoso! ¡Menudo trueno! ¿Nunca le ha caído ninguno encima…, a la casa, quiero decir? ¿No? Más vale ser precavido —y rascó la barra metálica contra el suelo—; por naturaleza no hay bastión contra las tormentas; pero no tiene más que decirlo y convertiré esta cabaña en un Gibraltar con un par de toques de esta varita mágica. ¡Oiga qué Himalayas de conmociones!

—Se ha interrumpido usted, se disponía a hablarme de su negocio en particular.

—Mi negocio en particular consiste en recorrer la región entregando pedidos de pararrayos. Este es mi pararrayos de muestra —dio unas palmaditas en la vara—; tengo las mejores referencias. —Rebuscó en sus bolsillos—. El mes pasado instalé en Criggan veintitrés pararrayos en solo cinco edificios.

—Permítame. ¿No fue en Criggan donde la semana pasada, a medianoche del sábado, cayeron rayos sobre la aguja de la iglesia, el gran olmo y la cúpula del salón de sesiones? ¿Había allí alguno de sus pararrayos?

—Ni en el árbol, ni en la cúpula, pero sí en la aguja.

—¿De qué sirve entonces su pararrayos?

—Para decidir la vida o la muerte. Pero mi operario fue muy descuidado. Al instalar el pararrayos en lo alto de la aguja, dejó que parte del metal rozara el revestimiento de latón. De ahí que el accidente no fuera culpa mía, sino suya. ¡Escuche!

—No se moleste. Ese estampido ha sonado lo bastante fuerte para oírlo sin que me lo indiquen. ¿Ha oído lo que ocurrió en Montreal el año pasado? Una joven sirvienta murió junto a su cama con el rosario en la mano, las cuentas eran de metal. ¿Su zona incluye el Canadá?

—No. Y, por lo que he oído, allí solo hay pararrayos de hierro. Deberían instalar los míos, que son de cobre. El hierro se funde con facilidad. Además, utilizan unas varillas tan delgadas que no pueden conducir toda la corriente eléctrica. El metal se funde y el edificio se destruye. Mis pararrayos de cobre nunca se comportan así. Esos canadienses son unos locos. Algunos enroscan un pomo en la punta del pararrayos (con el consiguiente riesgo mortal de explosión) en lugar de desviar imperceptiblemente la corriente al suelo, como hace esta clase de pararrayos. El mío es el único pararrayos auténtico. Mírelo. A solo un dólar los treinta centímetros.

—Esa forma tan poco elogiosa de hablar de sus compañeros de profesión podría hacer que la gente desconfiara también de usted.

—¡Escuche! El trueno se oye menos amortiguado. Se acerca a nosotros, y a la tierra. ¡Oiga! ¡Un estruendo apelotonado! Todas las vibraciones se hacen una por la cercanía. Otro relámpago. ¡Espere!

—¿Qué…? —dije, al verlo dejar de pronto su bastón y precipitarse hacia la ventana con los dedos de la mano derecha sobre la muñeca izquierda.

Pero, antes de que las palabras hubieran salido de mi boca, él dejó escapar otra exclamación.

—¡Bum!, solo tres pulsaciones: está a menos de medio kilómetro, en algún lugar de aquel bosque. Al pasar por allí vi tres robles golpeados por el rayo, recién hendidos y centelleantes. El roble tiene hierro disuelto en la savia y atrae más a los rayos que ninguna otra madera. Su suelo parece de roble.

—De raíz de roble. A juzgar por la peculiar hora de su visita, deduzco que escoge usted a propósito el tiempo tormentoso para sus viajes. Debe de pensar que cuando ruge la tormenta es el momento más favorable para inspirar las impresiones más favorables para su negocio.

—¡Escuche! ¡Es horroroso!

—Parece usted inoportunamente medroso, para ser alguien que pretende armar a los demás de valor. La gente corriente prefiere viajar con buen tiempo; usted prefiere las tormentas; y aun así…

—Admito que viajo con las tormentas; pero no sin antes tomar ciertas precauciones, que solo conoce un vendedor de pararrayos. ¡Escuche! Rápido…, mire mi pararrayos de muestra. A solo un dólar los treinta centímetros.

—Un bonito pararrayos, me atrevería a decir. Pero ¿cuáles son esas precauciones suyas? Aunque primero déjeme cerrar las contraventanas; la lluvia cae tan sesgada que se cuela a través del marco. Las atrancaré.

—¿Está usted loco? ¿No sabe que la falleba de hierro es un excelente conductor? Desista.

—Entonces me limitaré a cerrar las contraventanas y llamaré a mi criado para que me traiga una barra de madera. Se lo ruego, apriete aquel timbre.

—¿Es que está usted desquiciado? El cable del timbre podría electrocutarle. Nunca toque ningún cable en mitad de una tormenta, ni haga sonar ninguna campanilla.

—¿Ni siquiera las de los campanarios? ¿Haría usted el favor de decirme dónde y cómo puede uno ponerse a salvo con un tiempo como este? ¿Hay alguna parte de mi casa que pueda tocar sin perder la esperanza de seguir con vida?

—La hay; pero no donde está usted ahora. Apártese de la pared. A veces la corriente recorre la pared, y como el hombre es mejor conductor…, deja la pared y se va hacia él. ¡Fiuuuu! Ese debe de haber caído muy cerca. Debía de tratarse de un rayo globular.

—Es muy probable. Dígame de una vez, ¿cuál es, en su opinión, la parte más segura de la casa?

—Esta habitación, y el lugar exacto que ocupo ahora. Venga aquí.

—Deme antes una explicación.

—¡Escuche!, después del relámpago, el trueno, ¡tiemblan los marcos y la casa, la casa! ¡Venga conmigo!

—La explicación, si no le importa.

—¡Venga aquí conmigo!

—Gracias otra vez, pero creo que me arriesgaré a seguir donde estoy, junto a la chimenea. Y ahora señor Vendedor de Pararrayos, aprovechando la pausa entre trueno y trueno, tenga la amabilidad de explicarme sus razones para suponer que esta habitación es la más segura de la casa y que el lugar que usted ocupa es el más seguro de la habitación.

Entonces la tormenta pareció remitir por un instante. El hombre del pararrayos, algo más aliviado, replicó:

—Su casa tiene una sola planta, con una buhardilla y una bodega; esta habitación está entre ambas. De ahí que, en comparación, sea más segura. Porque los rayos a veces pasan de las nubes a la tierra y a veces de la tierra a las nubes. ¿Comprende?, y si escojo el centro de la habitación es porque, en caso de que un rayo golpeara la casa, descendería por la chimenea y las paredes; de modo que es obvio que cuanto más lejos esté uno de ellas tanto mejor. Ahora venga aquí conmigo.

—En seguida. Extrañamente, algo de lo que ha dicho me ha inspirado confianza en lugar de alarma.

—¿Y qué he dicho?

—Que, en ocasiones, el rayo va de la tierra a las nubes.

—Sí, se llama el rayo de retorno; la tierra, sobrecargada de fluido eléctrico, devuelve el exceso hacia arriba.

—El rayo de retorno; eso es, de la tierra al cielo. Mejor que mejor. Pero acérquese a la chimenea y séquese usted.

—Estoy mejor aquí, y estoy mejor mojado.

—¿Cómo?

—Es lo mejor que puede hacer, ¡escuche, ahí está otra vez!, empaparse de pies a cabeza en una tormenta. Las ropas mojadas son mejores conductoras que el cuerpo; y así, si el rayo le alcanza, puede pasar a través de las ropas mojadas sin tocar el cuerpo. La tormenta arrecia de nuevo. ¿Tiene una alfombra en la casa? Las alfombras no son conductoras. Traiga una para que pueda ponerme encima, y usted también. Los cielos se tapan…, oscurece a mediodía. ¡Escuche! ¡La alfombra, la alfombra!

Le di una; entretanto, las encapotadas montañas parecían cernerse como si fueran a derrumbarse sobre la cabaña.

—Y ahora, puesto que el mutismo no nos será de ninguna ayuda —le dije, mientras volvía a mi sitio—, oigamos las precauciones que toma usted al viajar durante una tormenta.

—Espere a que pase esta.

—No, adelante con las precauciones. Está en el sitio más seguro según usted. Oigámoslas.

—En tal caso seré breve. Procuro evitar los pinos, las casas altas, los graneros solitarios, los pastos de montaña, los cursos de agua, los rebaños de vacas y ovejas, las multitudes. Si viajo a pie, como hoy, no camino deprisa; si voy en mi calesa, no toco ni el respaldo ni los lados; si voy a caballo, desmonto y llevo al caballo de la brida. Pero sobre todo evito a los hombres altos.

—¿Acaso estoy soñando? ¿El hombre evitar al hombre? ¿Y en un momento de peligro?

—Evito a los hombres altos durante las tormentas. ¿Es que es usted tan ignorante que no sabe que basta con un metro ochenta de estatura para atraer una nube eléctrica sobre uno? ¿Acaso no caen fulminados por el rayo los habitantes solitarios de Kentucky mientras aran un surco inacabado? Incluso si el hombre de un metro ochenta está junto a un curso de agua, la nube a veces lo elegirá a él como conductor antes que al agua. ¡Escuche! No hay duda de que aquella negra cumbre se ha partido en dos. Sí, el hombre es un buen conductor. El rayo atraviesa de parte a parte a un hombre, y no hace más que descortezar un árbol. Pero, señor, me ha entretenido tanto con sus preguntas que no hemos hablado de negocios. ¿Comprará usted uno de mis pararrayos? ¿Ha visto el ejemplar de muestra? Vea; es del mejor cobre. El cobre es el mejor conductor. Su casa es baja, pero al estar en las montañas, eso no la hace menos elevada. Ustedes, los montañeses, son los más expuestos. En las regiones montañosas es donde más deberían vender los vendedores de pararrayos. Vea usted la muestra, señor. Un solo pararrayos bastará para una casa tan pequeña como esta. Siga mi consejo, señor. Solo un pararrayos, señor; le costará tan solo veinte dólares. ¡Escuche! Ahí tiene todo el granito de las montañas Tacónicas[53] y de Hoosick[54] convertido en cascajo. Por el ruido debe de haber dado en algo. Una altura de solo metro y medio sobre la casa protegerá un radio de seis metros alrededor del pararrayos. Solo veinte dólares. ¡Escuche! ¡Es horrible! ¿Quiere encargar uno? ¿Lo comprará? ¿Apunto su nombre? Imagine acabar convertido en un montón de despojos carbonizados, como un caballo atado en un establo incendiado; ¡y en un instante!

—Supuesto enviado y ministro plenipotenciario de y ante Júpiter Tonante —me burlé yo—, simple mortal que viene aquí a interponerse con su tubo entre el cielo y la tierra, ¿acaso cree que, porque puede sacar un poco de luz verde de su frasco de Leyden, es capaz de desviar el rayo sobrenatural? Si su vara se oxida o se rompe, ¿dónde estará usted? ¿Quién le autoriza, especie de Tetzel[55], a vender indulgencias por orden divina? Nuestros cabellos están contados, igual que los días de nuestra vida. Tanto bajo la tormenta como con buen tiempo me pongo en manos de mi Dios. ¡Fuera de aquí, falso negociante! Vea, el pergamino de la tormenta ha vuelto a enrollarse; la casa está indemne; y en el cielo azul leo en el arco iris que la Deidad no tiene intención de declararle la guerra al hombre sobre la tierra.

—¡Vil impío! —gritó el extraño, cuyo rostro se ensombreció al ver brillar el arco iris—, haré públicas sus profanas ideas.

—¡Largo de aquí! ¡Y deprisa!, si es que puede darse prisa quien, como usted, aparece como los gusanos cuando el tiempo está húmedo.

El ceño se le ennegreció, los círculos de color índigo de alrededor de sus ojos se agrandaron como los círculos que rodean a la luna durante una tormenta. Saltó sobre mí con el tridente apuntando a mi corazón.

Lo agarré; lo partí; lo tiré al suelo; lo pisoteé; y arrastré al rey del rayo hasta la puerta y le arrojé su torcido cetro de cobre.

Pero, a pesar de mi forma de tratarlo, y a pesar de mis disuasivas conversaciones con los vecinos, el vendedor de pararrayos sigue viviendo en la región; sigue viajando cuando hay tormenta y sigue haciendo negocio con los temores de los hombres.





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