SE ALQUILA
Un poema sobre el Duque de los Vándalos
«Nadie llama a Miguel Ángel la puta del Vaticano», dice el
Duque de los Vándalos,
solamente porque le suplicó al papa Julio que le diera trabajo.
El Duque en el escenario, su mandíbula desaliñada, con la
barba pálida asomando como maleza,
se mueve sin cesar, mascando y amasando
un chicle de nicotina.
Su sudadera gris y sus pantalones de lona tienen salpicaduras
como pasas secas de pintura roja,
rojo oscuro, azul y verde, marrón, negra y blanca.
El pelo le cae sobre la espalda, un revoltijo de alambres,
oscurecido por la grasa
y espolvoreado de copos pegajosos de caspa.
En el escenario, en vez de un foco, un fragmento de película:
un pase de diapositivas de retratos y alegorías, naturalezas muertas y paisajes. Todo ese arte antiguo usa su cara, su torso y sus pies con
sandalias y calcetines
como si fuera la pared de una galería.
El Duque de los Vándalos dice: «Nadie llama a Mozart esbirro de las empresas»
porque trabajara para el arzobispo de Salzburgo.
Y después escribiera Laflauta mágica
y Eine kleine Nachtmusik,
gracias al dinero que le llovió de Giuseppe Bridi y su lucrativa industria de la seda. Ni tampoco llamamos vendido a Leonardo da Vinci,
ni sicario,
porque pintara a cambio de oro para el papa León X y Lorenzo de Médicis.
«No –dice el Duque–. Miramos La última cena y la Mona Lisa
y nunca sabemos quién pagó las facturas
para crearlas.»
Lo que importa, dice, es lo que el artista deja atrás, la obra
de arte.
No cómo pagaste el alquiler.
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