miércoles, 9 de noviembre de 2022

HAY TIGRES - Un relato de Stephen King extraído del libro "Historias fantásticas"

 



 

Charles necesitaba desesperadamente ir al lavabo. Era inútil engañarse pensando que podía esperar al recreo. Su vejiga protestaba desesperadamente, y miss Bird le había descubierto retorciéndose.

Había tres profesoras en el tercer curso del colegio de Acorn Street. Miss Kinney era joven, rubia y llena de vivacidad. Mrs. Trask tenía la hechura de un almohadón moruno, se peinaba con trenzas y reía ruidosamente. Y luego estaba miss Bird.

Charles había sabido que acabaría con miss Bird. Era inevitable. Porque estaba claro que miss Bird quería destruirle. No permitía que los niños fueran al sótano. El sótano, explicó miss Bird, era donde se encontraban las calderas de la calefacción, y las señoras y los señores bien educados jamás iban allí, porque los sótanos eran lugares decrépitos y llenos de hollín. Los jóvenes y las señoritas, repitió, no bajan al sótano. Van al cuarto de baño, dijo.

Charles volvió a retorcerse. Miss Bird le miró.

—Charles —dijo mientras señalaba Bolivia con el puntero—, ¿no necesitas ir al baño?

Cathy Scott, que tenía el pupitre delante de él, rió cubriéndose prudentemente la boca con la mano.

Kenny Griffen hizo una mueca y le dio una patada por debajo del pupitre. Charles se ruborizó.

—Di algo, Charles —insistió miss Bird—. Necesitas… (dirá orinar, siempre dice orinar)

—Sí, miss Bird.

—¿Sí qué?

—Que tengo que ir al só… al baño.

Miss Bird sonrió.

—Muy bien, Charles. Puedes ir al baño a orinar. ¿Es eso lo que necesitas hacer? ¿Orinar?

Charles bajó la cabeza abrumado.

—Muy bien, Charles. Ve. Y la próxima vez, por favor, no esperes a que te lo pregunte.

Risitas sofocadas. Miss Bird golpeó su mesa con el puntero.

Charles recorrió el pasillo hasta la puerta, con treinta pares de ojos clavados a su espalda. Cada uno de esos niños, incluida Cathy Scott, sabía que iba al baño a orinar. La puerta estaba a una distancia tan larga como un campo de fútbol. Miss Bird no siguió con la clase, sino que guardó silencio hasta que él hubo abierto la puerta, pasado al vestíbulo milagrosamente vacío, y vuelto a cerrar la puerta.

Anduvo hacia el baño de los chicos…

(sótano, sótano, sótano, sí QUIERO)

… arrastrando los dedos a lo largo de la fresca tira de mosaico de la pared, dejándolos tamborilear sobre el tablón de anuncios con los boletines pegados con chinchetas y resbalar sobre la…

(ROMPAN EL CRISTAL EN CASO DE EMERGENCIA).

… superficie roja de la caja de la alarma contra incendios.

Miss Bird disfrutaba haciéndole ruborizarse. Delante de Cathy Scott —que nunca necesitaba ir al sótano, ¿hay derecho?— y de todos los demás.

P-e-r-r-a, pensó. Lo deletreó porque el año pasado había decidido que, si se deletreaba, Dios no lo consideraba pecado.

Entró en el baño de los chicos.

Dentro estaba muy fresco, con un leve y no desagradable olor a cloro. Ahora, a media mañana estaba limpio y desierto, tranquilo y agradable, no como el maloliente y humoso cubículo del Star Theatre en la ciudad.

El baño…

(¡sótano!)

… estaba construido como una L, la pata corta con una hilera de pequeños espejos cuadrados sobre palanganas de porcelana y un rollo de toallas de papel…

(NIBROC).

… y la pata más larga con dos urinarios y tres cubículos con sus tazas.

Charles enfiló la esquina después de contemplar, aburrido, su rostro delgado y pálido en uno de los espejos.

El tigre estaba echado al fondo, exactamente debajo del ventanuco blanco. Era un gran tigre, con rayas y manchas oscuras en su piel. Levantó la cabeza vivamente para mirar a Charles y sus ojos verdes se estrecharon. Una especie de gruñido, suave como un ronroneo, escapó de su boca. Los ágiles músculos se flexionaron y el tigre se levantó. Agitó la cola y golpeó contra los lados de porcelana del último urinario.

El felino parecía muy hambriento y agresivo.

Charles salió precipitadamente por donde había entrado. La puerta pareció tardar años en cerrarse, neumáticamente, tras él, pero cuando lo hizo se consideró a salvo. No recordaba haber leído u oído que los tigres supieran abrir puertas.

Charles se secó la nariz con el dorso de la mano. Su corazón palpitaba desbocadamente. Seguía necesitando ir al sótano, más que nunca.

Se revolvió y apretó la mano contra el vientre. Tenía que ir al sótano. Si pudiera tener la seguridad de que no se acercaría nadie, podría entrar en el de las niñas. Estaba del otro lado del vestíbulo. Charles lo miró anhelante, sabiendo que no se atrevería ni en un millón de años. ¿Y si llegaba Cathy Scott? Oh, horror de los horrores… ¿Y si la que llegaba era miss Bird?

Quizá el tigre habían sido imaginaciones suyas.

Abrió la puerta lo suficiente para mirar por el resquicio.

El tigre le miró a su vez desde el ángulo de la L, con los ojos de un verde resplandeciente. Charles imaginó ver una minúscula manchita azul en aquel brillo profundo, como si el tigre se hubiera comido uno de sus ojos. Como si…

Una mano rodeó su cuello.

Charles lanzó un grito sofocado y sintió que el corazón y el estómago se le anudaban en la garganta. Por un momento tuvo la terrible sensación de que iba a orinarse encima.

Era Kenny Griffin, sonriendo burlonamente.

—Me ha mandado miss Bird porque llevas años sin volver. Prepárate.

—Sí, pero aún no he podido entrar en el baño —dijo Charles medio muerto del susto que le había dado Kenny.

—¡Estás estreñido! —exclamó Kenny alegremente—. ¡Espera a que se lo cuente a Cathy!

—¡No se te ocurra! —dijo Charles—. Además, no lo estoy. Ahí dentro hay un tigre.

—¿Y qué está haciendo? —preguntó Kenny—. ¿Pis?

—No lo sé —murmuró Charles mirando a la pared—. Yo sólo quiero que se vaya. —Y se echó a llorar.

—Eh —dijo Kenny, desconcertado—. ¿Qué te ocurre?

Tengo que ir al lavabo. Pero no puedo entrar ahí… Miss Bird dirá que…

—Vamos —insistió Kenny, cogiéndole del brazo con una mano y empujando la puerta con la otra—. Te lo estás inventando.

Estuvieron dentro antes de que Charles, aterrorizado, pudiera zafarse y retroceder.

—¡Un tigre! —se burló Kenny—. Chico, miss Bird te matará.

—Está del otro lado.

Kenny empezó a avanzar junto a las palanganas:

—Gatito, gatito… ¡Gatito!

—¡No lo hagas! —chilló Charles.

Kenny desapareció tras la esquina.

—Gatito, gatito… Gat…

Charles salió disparado por la puerta y se apoyó contra la pared, esperando, cubriéndose la boca con las manos, y los ojos cerrados con fuerza.

No se oyó ningún grito.

No sabía cuánto tiempo permaneció allí, paralizado, con la vejiga a punto de reventar. Contemplaba la puerta del lavabo de chicos. Pero no le decía nada. Era sólo una puerta.

No iría.

No podría.

Pero al fin entró.

Las palanganas y los espejos seguían ordenados, y el vago olor a cloro persistía. Pero ahora parecía que había otro olor por debajo de aquél, un olor vagamente desagradable, como de cobre.

Con gemidos de impaciencia pero silenciosos se acercó al ángulo de la L y miró.

El tigre estaba echado en el suelo, lamiendo sus patas con una enorme lengua rosa. Miró a Charles con indiferencia. En una de sus garras había un trozo de camisa.

Pero la necesidad era ya pura agonía, y no podía esperar un segundo más. Tenía que orinar. Se acercó de puntillas a la palangana más cercana a la puerta.

Miss Bird entró como un vendaval cuando él ya se abrochaba los pantalones.

—¡Vaya, niño repugnante! —le increpó.

Charles, asustado, no dejaba de mirar la esquina.

—Lo siento, miss Bird… el tigre… voy a limpiar la palangana… lo haré con jabón… le aseguro que lo haré…

—¿Dónde está Kenneth? —preguntó miss Bird con calma.

—No lo sé. —Era verdad.

—¿Está ahí dentro?

—¡No! —gritó Charles.

Miss Bird se acercó a la esquina.

—Ven aquí, Kenneth. Ahora mismo.

—Miss Bird…

Pero ella ya había desaparecido tras la esquina. Iba dispuesta a atacar, pensó Charles, pero iba a descubrir lo que era un ataque de verdad.

Volvió a salir por la puerta. Bebió agua en la fuente de la entrada. Miró la bandera norteamericana colgada sobre la entrada del gimnasio. Miró el tablón de anuncios. Mochuelo del Bosque avisaba: GRITAD, PERO NO CONTAMINÉIS. Buen Amigo aconsejaba: NO OS VAYÁIS CON DESCONOCIDOS. Charles lo leyó todo dos veces.

Después volvió a la clase, recorrió el pasillo hasta su sitio con la mirada en el suelo, y se deslizó en su asiento. Eran las once menos cuarto. Sacó Caminos a todas partes y se puso a leer la lección «Bill en el Rodeo».

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