I
Los lamentos poéticos de este siglo son sólo
sofismas.
Los primeros principios deben estar fuera de
discusión.
Acepto a Eurípides y a Sófocles; pero no
acepto a Esquilo.
No deis muestra de carecer del más elemental
decoro ni de mal gusto hacia el Creador.
Rechazad la incredulidad: será para mí un
placer.
No existen dos géneros de poesía; sólo hay
uno.
Existe una convención poco tácita entre el
autor y el lector, por la cual el primero se llama enfermo y acepta al segundo
como enfermero. ¡El poeta es el que consuela a la humanidad! Los papeles se han
invertido arbitrariamente.
No quiero ser difamado con el calificativo de
fanfarrón.
No dejaré Memorias.
La poesía no es la tempestad, como tampoco el
ciclón. Es un río majestuoso y fértil.
Sólo admitiendo físicamente la noche, se ha
llegado a hacerla admitir moralmente. ¡Oh
Noches de Young! ¡Cuántas jaquecas me habéis ocasionado!
No se sueña sino durmiendo. Palabras como
sueño, nada de la vida, paso por la tierra, el adverbio quizás, el trípode
desordenado, han infiltrado en vuestras almas esa poesía húmeda de languideces,
similar a la podredumbre. Sólo hay un paso de las palabras a las ideas.
Las perturbaciones, las ansiedades, las
depravaciones, la muerte, las excepciones en el orden físico o moral, el
espíritu de negación, los embrutecimientos, las alucinaciones favorecidas por
la voluntad, los tormentos, la destrucción, los trastornos, las lágrimas, las
insaciabilidades, las servidumbres, las imaginaciones penetrantes, las novelas,
lo inesperado, lo que no debe hacerse, las peculiaridades químicas del buitre
misterioso que acecha la carroña de alguna ilusión muerta, las experiencias
precoces y abortadas, las oscuridades con caparazón de chinche, la terrible
monomanía del orgullo, la inoculación de los estupores profundos, las oraciones
fúnebres, las envidias, las traiciones, las tiranías, las impiedades, las
irritaciones, los despropósitos agresivos, la demencia, el spleen, los terrores razonados, las inquietudes extrañas que el
lector preferiría no sentir, las muecas, las neurosis, las hileras
ensangrentadas por las que se hace pasar la lógica que no tiene salida, las
exageraciones, la falta de sinceridad, los parloteos, las vulgaridades, lo
sombrío, lo lúgubre, los partos peores que los asesinatos, las pasiones, el
clan de los novelistas de tribunales, las tragedias, las odas, los melodramas,
los extremos presentados perpetuamente, la razón silbada impunemente, los
olores de gallina mojada[14], las insipideces, las ranas, los
pulpos, los tiburones, el simún de los desiertos, todo aquello que es
sonámbulo, turbio, nocturno, somnífero, noctámbulo, viscoso, foca parlante,
equívoco, tuberculoso, espasmódico, afrodisíaco, anémico, tuerto, hermafrodita,
bastardo, albino, pederasta, fenómeno de acuario y mujer barbuda, las horas
repletas de desaliento taciturno, las fantasías, las acritudes, los monstruos,
los silogismos desmoralizadores, las basuras, lo que es irreflexivo como el
niño, la desolación, ese manzanillo intelectual, los chancros perfumados, los
muslos con camelias, la culpabilidad de un escritor que rueda por la pendiente
de la nada y se desprecia a sí mismo con gritos jubilosos, los remordimientos,
las hipocresías, las perspectivas imprecisas que os trituran con sus engranajes
imperceptibles, los severos escupitajos sobre los axiomas sagrados, la piojería
y sus cosquilleos insinuantes, los prefacios insensatos como los de Cromwell,
de la señorita de Maupin[15]. y de Dumas hijo, las caducidades, las
impotencias, las blasfemias, las asfixias, las sofocaciones, las rabias; frente
a esos inmundos osarios que con sólo nombrarlos enrojezco, es hora ya de
reaccionar contra lo que nos ofende y nos doblega autoritariamente.
Vuestro espíritu es arrastrado perpetuamente
fuera de quicio y sorprendido en la trampa de tinieblas con grosero artificio
por el egoísmo y el amor propio.
El gusto es la cualidad fundamental que
engloba todas las otras cualidades. Es el nec
plus ultra de la inteligencia. Sólo a él se debe que el genio sea la salud
suprema y el equilibrio de todas las facultades. Villemain[16] es
treinta y cuatro veces más inteligente que Eugenio Sue y Federico Soulié[17].
Su prefacio al «Diccionario de la Academia» verá la muerte de las novelas de
Walter Scott, de Fenimore Cooper, de todas las novelas posibles e imaginables.
La novela es un género falso pues describe las pasiones por lo que son en sí:
la conclusión moral está ausente. Describir las pasiones es poca cosa; basta
con haber nacido un poco chacal, un poco buitre, un poco pantera. Eso no nos
interesa. Describirlas para someterlas a una elevada moralidad, como Corneille,
es otra cosa. Quien se abstenga de hacer lo primero, pero siendo capaz de
admirar y comprender a quienes les es dado hacer lo segundo, sobrepasa, con
toda la superioridad de las virtudes sobre los vicios, al que hace lo primero.
Basta que un profesor de segundo curso [18]
se diga: «Aunque me dieran todos los tesoros del universo, no querría haber
escrito novelas parecidas a las de Balzac y de Alejandro Dumas», para que, sólo
por eso, sea más inteligente que Alejandro Dumas y Balzac. Basta que un alumno
de tercer curso se haya compenetrado de que no hay que cantar las deformidades
físicas e intelectuales, para que, sólo por eso, sea más fuerte, más capaz, más
inteligente que Víctor Hugo si éste no hubiera escrito más que novelas, dramas
y cartas.
Alejandro Dumas hijo nunca jamás escribirá un
discurso de distribución de premios en un liceo. Ignora lo que es la moral.
Ésta no transige. Si él lo escribiera, tendría antes que borrar de un golpe
todo lo que ha escrito hasta ahora, comenzando por sus absurdos prefacios.
Reunid un jurado de hombres competentes: sostengo que un buen alumno de segundo
curso es más fuerte que él en cualquier cosa, hasta en la sucia cuestión de las cortesanas.
Las obras maestras de la lengua francesa son
los discursos de distribución en los liceos y los discursos académicos. En
efecto, la instrucción de la juventud quizá sea la más hermosa expresión
práctica del deber, y una buena apreciación de las obras de Voltaire
(profundizad en la palabra apreciación) es preferible a las obras mismas. ¡Sin
lugar a dudas!
Los mejores autores de novelas y de dramas
desnaturalizarían a la larga la famosa idea del bien, si los organismos
docentes, conservadores de lo justo, no mantuvieran a las nuevas y viejas
generaciones en la senda de la honradez y el trabajo.
En su propio nombre —aunque le pese, es
preciso— vengo a renegar con indómita voluntad y férrea tenacidad del horroroso
pasado de la plañidera humanidad. Sí: quiero proclamar lo bello en una lira de
oro, haciendo abstracción de las tristezas bociosas y de las arrogancias
estúpidas que descomponen en su fuente a la poesía cenagosa de este siglo. Mis
pies hollarán las estrofas agrias del escepticismo, cuya existencia no se
justifica. El juicio, una vez que ha alcanzado el florecimiento de su energía,
imperioso y resuelto, sin oscilar un segundo en las incertidumbres irrisorias
de una piedad mal situada, fatídicamente las condena, como un procurador
general. Hay que velar sin descanso junto a los insomnios purulentos y las
pesadillas atrabiliarias. Desprecio y execro el orgullo, y las voluptuosidades
infames de una ironía, convertida en apagador, que desplaza la justeza del
pensamiento.
Algunos personajes excesivamente inteligentes
—no tenéis por qué invalidarlos con palinodias de dudoso gusto— se han arrojado
con ímpetu en los brazos del mal. El ajenjo —no lo creo sabroso sino nocivo—
mató moralmente al autor de Rolla[19].
¡Ay de los glotones! Apenas había entrado en la edad madura, el aristócrata
inglés, cuando su arpa se quebró bajo los muros de Missolonghi[20],
después de haber recogido a su paso tan sólo las flores que cobijan el opio de
las sombrías postraciones.
Aunque superior a los genios comunes, si
hubiera encontrado en su época otro poeta dotado como él, con las mismas dosis
de una inteligencia extraordinaria, y capaz de presentarse como rival, habría
sido el primero en confesar la inutilidad de sus esfuerzos en la producción de
maldiciones disparatadas, y que el bien exclusivo solo, es declarado digno, por
el clamor universal, de apropiarse nuestra estima. El hecho es que no hubo
alguien que lo combatiera con ventaja. Esto nadie lo ha dicho. ¡Cosa rara!, al
hojear las publicaciones y libros de la época se descubre que a ningún crítico
se le ha ocurrido hacer resaltar el riguroso silogismo que antecede. Y no es
aquel que llegue a superarlo quien pueda haberlo inventado. Tan colmados
estaban de estupor e inquietud, más que de reflexiva admiración, ante obras
escritas por una mano pérfida, pero que, con todo, revelaban las manifestaciones
imponentes de un alma que no pertenece al común de los hombres, y que se
encontraba a sus anchas en las últimas consecuencias de uno de los dos
problemas menos oscuros que interesan a los corazones no solitarios: el bien,
el mal. No a todos es dado abordar los extremos, sea en un sentido, sea en el
otro. Esto explica por qué, aun cuando se elogie, sin segundas intenciones, la
inteligencia maravillosa de la que da pruebas a cada instante, él, uno de los
cuatro o cinco faros de la humanidad, se hacen en silencio cuantiosas reservas
sobre las aplicaciones y el empleo injustificables que de ella ha hecho a
sabiendas. No hubiera debido recorrer los dominios satánicos.
La feroz rebelión de los Troppmann[21],
de los Napoleón I, de los Papavoine[22], de los Byron, de los Victor
Noir[23] y de las Charlotte Corday será mantenida a distancia de mi
severa mirada. Aparto con un ademán a esos grandes criminales, con méritos tan
diversos. ¿A quién creen engañar aquí?, pregunto con una lentitud que se
interpone. ¡Oh caballitos de presidio! ¡Pompas de jabón! ¡Fantoches de tripa!
¡Cordones usados! Que se acerquen los Conrado[24], los Manfredo, los
Lara, los marinos parecidos al Corsario[25], los Mefistófeles, los
Werther, los Don Juan, los Fausto, los Yago, los Rodin[26], los
Calígula, los Caín, los Iridion [27], las arpías al modo de Colomba [28],
los Ahrimán[29], los manitúes maniqueos embadurnados de sesos, que
cobijan la sangre de sus víctimas en las pagodas sagradas del Indostán, la
serpiente, el sapo y el cocodrilo, divinidades del antiguo Egipto consideradas
anómalas, los brujos y las potencias demoníacas de la Edad Media, los
Prometeos, los Titanes de la mitología fulminados por Júpiter, los Dioses
Malignos vomitados por la imaginación primitiva de los pueblos bárbaros, toda
la estruendosa cáfila de diablos de cartón. Con la certidumbre de vencerlos
empuño el látigo de la indignación y de la concentración que sopesa, para
esperar a esos monstruos a pie firme como su previsto domador.
Hay escritores degradados, bufones
peligrosos, histriones de a céntimo, sombríos mistificadores, verdaderos
alienados que merecerían poblar Bicêtre [30]. Sus cabezas
cretinoides, de las que se ha quitado una teja, crean fantasmas gigantescos que
en lugar de ascender descienden. Ejercicio escabroso: gimnasia especiosa. Hecho
está, pues, el grotesco escamoteo. Por favor, alejaos de mi presencia
fabricantes al por mayor de acertijos prohibidos en los cuales yo no advertía
antes a primera vista, como lo advierto hoy, la coyuntura de la solución
frívola. Caso patológico de un egoísmo formidable. Autómatas fantásticos:
señalaos con el dedo uno a otro, hijos míos, el epíteto que les ponga en su
lugar.
Si existiesen, con una realidad formal, en
alguna parte, serían, a pesar de su reconocida pero tramposa inteligencia, el
oprobio, la hiel de los planetas que habitaran, la vergüenza. Imagináoslos, por
un instante, reunidos en sociedad con sustancias que se les parecieran. Habría
una sucesión ininterrumpida de combates que no hubieran soñado los bull-dogs,
prohibidos en Francia, los tiburones y los cachalotes macrocéfalos. Habría
torrentes de sangre en esas regiones caóticas llenas de hidras y de minotauros,
de donde la paloma, espantada para siempre, huye de un vuelo. Habría un
amontonamiento de bestias apocalípticas que no ignoran lo que hacen. Habría
choques de pasiones, de resentimientos y de ambiciones, a través de los
alaridos de un orgullo que no se deja leer, que se contiene, y cuyos escollos y
bajos fondos nadie puede, ni siquiera aproximadamente, sondear.
Pero ya no me engañarán. Sufrir es una
debilidad cuando uno puede impedirlo y hacer algo mejor. Expresar los
sufrimientos con un esplendor no equilibrado, significa demostrar, ¡oh
moribundos de las marismas perversas!, todavía menos resistencia y valor. Con
mi voz y mi solemnidad de las grandes ocasiones, te vuelvo a llamar a mi morada
solitaria, gloriosa esperanza. Ven a sentarte a mi lado, envuelta en el manto
de las ilusiones, sobre el trípode razonable de los apaciguamientos. Como un
mueble de desecho, te arrojé de mi morada con un látigo de cuerdas de
escorpiones. Si anhelas que esté persuadido de que has olvidado, al volver a mi
casa, las penas que, bajo el indicio de los arrepentimientos, te ocasioné
anteriormente, ¡vive Dios!, trae contigo, cortejo sublime —¡sostenedme que me
desmayo!—, las virtudes ofendidas y sus imperecederos correctivos.
Compruebo con amargura que sólo quedan
algunas gotas de sangre en las arterias de nuestras épocas tísicas. Desde los
lloriqueos odiosos y especiales, inscritos sin la garantía de un punto de
referencia, de los Jean-Jacques Rousseau, de los Chateaubriand y de las
nodrizas en pantalones para lactantes Obermann, a través de los otros poetas
que se han revolcado en el fango impuro, hasta el sueño de Jean-Paul[31],
el suicidio de Dolores de Veintemilla[32], el Cuervo de Alian, la
Comedia Infernal del polaco[33], los ojos sanguinarios de Zorrilla,
y el inmortal cáncer —una Carroña, que pintó antaño con amor, el amante morboso
de la Venus Hotentote[34], los dolores inverosímiles que este siglo
ha creado para su propio uso, en su exigencia monótona y repugnante, lo han
vuelto tísico. ¡Larvas absorbentes en sus embotamientos insoportables!
Adelante, la música.
Sí, buena gente, soy yo el que os ordena
quemar sobre un badil, enrojecido al fuego, con un poco de azúcar amarilla, el
pato de la duda con labios de vermut, que derramando, en una lucha melancólica
entre el bien y el mal, lágrimas que no proceden del corazón, sin máquina
neumática, hace en todas partes el vacío universal. Es lo mejor que podéis
hacer.
La desesperación, nutriéndose decididamente
de sus fantasmagorías, conduce imperturbable al literato a la abrogación en
masa de las leyes divinas y sociales, y a la maldad teórica y práctica. En una
palabra, hace prevalecer el trasero humano en los razonamientos. ¡Vamos ya,
cededme la palabra! Uno se vuelve malo, lo repito, y los ojos adquieren el
tinte de los condenados a muerte. No me retractaré de lo que afirmo. Quiero que
mi poesía pueda ser leída por una niña de catorce años.
El verdadero dolor es incompatible con la
esperanza. Por grande que sea este dolor, la esperanza se eleva todavía cien
codos más arriba. Por lo tanto, dejadme tranquilo con los buscadores. Abajo las
patas, abajo, perras ridículas, fastidiosos, petulantes. Aquello que sufre,
aquello que diseca los misterios que nos rodean, ya no espera. La poesía que
discute las verdades necesarias es menos bella que la que no las discute.
Indecisiones al máximo, talento mal empleado, pérdida de tiempo: nada será más
fácil de verificar.
Cantar a Adamastor[35], a Jocelyn [36],
a Rocambole [37], es pueril. Es porque el autor espera que el lector
sobreentienda que perdonará a sus héroes bribones, que se traicionará a sí
mismo y se apoya en el bien para hacer pasar la descripción del mal. En nombre
de esas mismas virtudes que Franck [38] ha desconocido, estamos
dispuestos a soportarlo, oh saltimbanquis de las perturbaciones incurables.
¡No hagáis como esos exploradores sin pudor,
espléndidos para sí mismos, de melancolía, que encuentran cosas desconocidas en
sus espíritus y en sus cuerpos!
La melancolía y la tristeza constituyen ya el
comienzo de la duda; la duda es el comienzo de la desesperación; la
desesperación es el comienzo cruel de los diferentes grados de maldad. Para
convenceros de ello leed la «Confesión de un hijo del siglo». La pendiente es
fatal una vez que uno se lanza por ella. Es seguro que se llega a la maldad.
Desconfiad de la pendiente. Extirpad el mal de raíz. No acariciéis el culto de
adjetivos tales como indescriptible, inenarrable, rutilante, incomparable,
colosal, que mienten desvergonzadamente a los sustantivos que desfiguran: los
persigue la lubricidad.
Las inteligencias de segundo orden como
Alfredo de Musset pueden llevar obstinadamente una o dos de sus facultades
mucho más adelante que las facultades correspondientes de las inteligencias de
primer orden, Lamartine, Hugo. Estamos en presencia del descarrilamiento de una
locomotora agotada. Es una pesadilla que sostiene la pluma. Sabed que el alma
se compone de una veintena de facultades. ¡Que me hablen de esos mendigos que
llevan un sombrero imponente junto con harapos sórdidos!
He aquí un medio de comprobar la inferioridad
de Musset ante los dos poetas. Leed a una muchacha, Rolla o Las Noches, Los locos
de Cobb o si no los retratos de Gwynplaine y Dea[39], o el relato de
Terámenes de Eurípides, traducido en versos franceses por Racine padre. Ella se
sobresalta, frunce las cejas, levanta y baja las manos, sin un fin preciso,
como un hombre que se ahoga; los ojos lanzarán destellos verdosos. Leedle la Oración para todos de Víctor Hugo. Los
resultados son diametralmente opuestos. No es la misma clase de electricidad.
Se ríe a carcajadas y pide más.
De Hugo sólo quedarán las poesías sobre los niños,
entre las que hay mucho de malo.
Pablo y Virginia hiere nuestras más profundas aspiraciones, a la
felicidad. En otro tiempo, este episodio que rezuma negrura de la primera a la
última página, sobre todo el naufragio final, me hacía rechinar los dientes. Me
revolcaba por la alfombra y daba de puntapiés a mi caballo de madera. La
descripción del dolor es un contrasentido. Hay que hacer ver todo por el lado
bello. Si esta historia estuviese relatada en una simple biografía, no la
atacaría. Cambia inmediatamente de carácter. El infortunio se vuelve augusto
por la voluntad impenetrable de Dios que lo creó. Pero el hombre no debe crear
el infortunio en sus libros. Es querer considerar a toda costa solamente un
lado de las cosas. ¡Qué chillones maniáticos que sois!
No reneguéis de la inmortalidad del alma, de
la sabiduría de Dios, de la grandeza de la vida, del orden que se manifiesta en
el universo, de la belleza corporal, del amor a la familia, del matrimonio, de
las instituciones sociales. Dejad a un lado los escritorzuelos funestos: Sand,
Balzac, Alejandro Dumas, Musset, Du Terrail, Féval, Flaubert, Baudelaire,
Leconte [40] y la «Huelga de los herreros»[41].
No transmitáis a los que os leen sino la
experiencia que se desprende del dolor, y que no es el dolor mismo. No lloréis
en público.
Es preciso saber arrancar bellezas literarias
hasta del seno de la muerte; pero esas bellezas ya no pertenecen a la muerte.
La muerte en este caso es sólo la causa circunstancial. No es el medio, es el
fin, que no es ella.
Las verdades inmutables y necesarias, que dan
gloria a las naciones y que la duda se esfuerza en vano por conmover,
comenzaron con el mundo. Son cosas que no habría que tocar. Los que quieren
introducir la anarquía en la literatura, con el pretexto de la novedad, caen en
un contrasentido. Como no se atreven a atacar a Dios, atacan la inmortalidad
del alma. Pero también la inmortalidad del alma es tan antigua como los
estratos del mundo. ¿Qué otra creencia la reemplazará, si debe ser reemplazada?
No siempre ha de ser una negación.
Si recordamos la verdad de donde provienen
todas las otras, la bondad absoluta de Dios y su ignorancia del mal, los
sofismas se desplomarán solos. Se desplomará al mismo tiempo la literatura
poética que estuvo apoyada en ellos.
Toda literatura que discute los axiomas
eternos está condenada a vivir exclusivamente de sí misma. Es injusta. Se
devora el hígado. Los novissima verba
hacen sonreír espléndidamente a los muchachos sin pañuelo del cuarto curso. No
tenemos derecho a interrogar al Creador sobre nada.
Si sois infortunados, no es preciso decirlo
al lector. Guardadlo para vos.
Si se corrigieran los sofismas para darles el
sentido de las verdades correspondientes a esos sofismas, sólo la corrección
sería verdadera; pero la pieza así retocada ya tendría derecho de no llamarse
falsa. El resto estaría fuera de lo verdadero con rastros de lo falso, por
consiguiente nulo, y considerado, forzosamente, como no advenido.
La poesía personal ya concluyó su ciclo de
piruetas relativas y de contorsiones contingentes. Retomemos el hilo
indestructible de la poesía impersonal, bruscamente interrumpido desde el
nacimiento del filósofo frustrado de Ferney, desde el aborto del gran Voltaire.
Parece bello, sublime, discutir las causas
finales pretextando humildad u orgullo, y falsear las consecuencias estables y
conocidas. ¡Desengañaos, pues no hay nada más estúpido! Reanudemos la cadena
regular con los tiempos pasados; la poesía es la geometría por excelencia.
Desde Racine, la poesía no ha progresado ni un mili metro. Ha retrocedido.
¿Gracias a quién? A las Grandes Cabezas Fofas de nuestra época. Gracias a las
mujercitas, Chateaubriand, el Mohicano-Melancólico; Sénancourt, el Hombre con
Faldas; Jean-Jacques Rousseau, el Socialista Huraño; Anne Radcliffe, el
Espectro Chiflado; Edgar Poe, el Mameluco de los Sueños de Alcohol; Maturin, el
Compadre de las Tinieblas; George Sand, el Hermafrodita Circunciso; Théophile
Gautier, el Incomparable Despensero; Leconte, el Cautivo del Diablo; Goethe, el
Suicida para Llorar; Sainte-Beuve, el Suicida para Reír; Lamartine, la Cigüeña
Lacrimógena; Lermontoff, el Tigre que Ruge; Víctor Hugo, la Fúnebre Estaca
Verde; Mickiewicz, el Imitador de Satán; Musset, el Petimetre Descamisado
Intelectual; y Byron, el Hipopótamo de las Selvas Infernales.
En toda época la duda ha existido en minoría.
En este siglo está en mayoría. Respiramos por los poros la violación del deber.
Esto se ha visto una sola vez; ya no se volverá a ver.
Las nociones del sentido común están de tal
modo oscurecidas en la hora actual, que lo primero que hacen los profesores de
cuarto curso cuando enseñan a construir versos latinos a sus alumnos —jóvenes
poetas con los labios húmedos de leche materna— es revelarles mediante los
ejercicios el nombre de Alfredo de Musset. ¡Decid si no es una barbaridad! Los
profesores de tercer curso, además, dan a traducir en sus clases dos episodios
sangrientos. El primero es la repugnante comparación del pelícano. El segundo,
la espantosa catástrofe ocurrida a un labriego. ¿Para qué mirar el mal? ¿No
está en minoría? ¿Para qué inclinar la cabeza de un colegial sobre problemas
que, por no haber sido comprendidos, hicieron perder la suya a hombres como
Pascal y Byron?
Un alumno me narró que su profesor de segundo
curso daba diariamente a traducir a su clase esas dos carroñas en versos
hebreos. Esas lacras de la naturaleza animal y humana lo indispusieron durante
un mes que pasó en la enfermería. Como nos conocíamos, me hizo llamar por su
madre. Me refirió, aunque con ingenuidad, que turbaban sus noches sueños
persistentes. Creía ver un ejército de pelícanos que se abatían sobre su pecho
y lo desgarraban. Luego emprendían vuelo hacia una choza en llamas. Se comían a
la mujer del labriego y a sus hijos. Con el cuerpo ennegrecido de quemaduras,
el labriego salía de la casa y entablaba con los pelícanos un atroz combate. El
conjunto se precipitaba sobre la choza que se desplomaba. Del elevado montón de
escombros —esto nunca fallaba— veía salir a su profesor de segundo curso,
llevando su corazón en una mano, mientras en la otra tenía una hoja de papel en
la que se descifraba, con rasgos de azufre, la comparación del pelícano y el
labriego, tal como Musset mismo las había compuesto. No fue fácil, en un primer
momento, diagnosticar el tipo de enfermedad. Le recomendé guardar cuidadoso
silencio, y no hablar a nadie de lo ocurrido, especialmente a su profesor de
segundo curso. Aconsejé a su madre que lo llevara algunos días a su casa,
asegurándole que todo pasaría. En efecto, tuve la precaución de ir todos los
días algunas horas, y todo pasó.
Es preciso que la crítica ataque la forma,
nunca el fondo de vuestras ideas, de vuestras frases. Componéoslas.
Los sentimientos constituyen la forma de
razonamiento más incompleta que se pueda imaginar.
Toda el agua del mar no bastaría para lavar
una mancha de sangre intelectual.
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