lunes, 21 de noviembre de 2022

FUEGOS QUE SE EXTINGUEN - Relato de Norris Frank

 



El padre del joven Overbeck era el director y propietario del periódico del condado en Colfax, California, y su hijo, en cuanto salió del instituto, apareció en la redacción con la intención de convertirse en el ayudante de su progenitor. Hizo una transición tan abrupta que no le dio ni tiempo para enmarcar su diploma, que debía colgar sobre la mesa del editor, mientras que el primer texto que tuvo que editar fue su propia tesina sobre la filosofía de Dante. Con ocasión de su lectura, había lucido una corbata blanca de piqué y un frac, y el comisionado del condado, huésped de honor de la presentación, le felicitó mientras le entregaba su banda de honor. Y es que Overbeck era el miembro más joven y brillante de su clase.

Colfax era una ciudad muy animada en aquellos tiempos. La actividad en el valle, donde se hallaban los terrenos mineros, al otro lado del río Indian, estaba entonces en pleno apogeo. Colfax era el cuartel general del negocio, y los trabajadores —tras el largo trayecto desde el cañón del río Indian— mostraban mucho interés por un entorno que consistía básicamente en tabernas.

Luego estaban los campos mineros de Iowa Hill, el Morning Star, el Big Dipper y, algo más lejos, allá por la zona del Gold Run, el Little Providence. Estaba Dutch Flat, lleno de chicas mexicanas y mestizas, donde los salones de baile eran tan numerosos como los bares. Y, un poco más abajo, estaba Clipper Gap, donde empezaban los ranchos montañeses y el vaquero de montaña mantenía vivas las tradiciones de sus predecesores.

Y esta vida tumultuosa, vehemente, de vívidos colores y vigorosa acción, estaba toda ella unida por el ferrocarril, que no sólo convertía en una única comunidad toda esa parte de la ladera este de las colinas de las sierras, sino que aportaba también su propia vida…, la vida de los petroleros, ingenieros, electricistas, camareras de restaurante y cajeras, operadoras «femeninas», revisores y demás.

Un mundo tan pequeño también genera noticias —que a veces merecen grandes titulares o extensos y descriptivos artículos—, completadas con entrevistas a sheriffs y declaraciones de moribundos. Buen material para un periódico comarcal; valiosas oportunidades para un joven inocente, observador e imaginativo que se halla en la etapa de formación de su vida. Así era la época, así era el entorno y así eran las condiciones que imperaban cuando el joven Overbeck, a la edad de veintiún años, se sentó a escribir su primera novela.

La terminó en cinco meses y, pese a que entonces no era consciente de ello, era buena. No era una gran novela, ni mucho menos, pero no se limitaba a ser meramente ingeniosa. De alguna manera, por un afortunado milagro, el joven Overbeck había empezado con muy buen pie. No se había dejado influenciar por ninguno de sus autores favoritos, en cuyo caso su obra habría sido una simple réplica de otro escritor. No era literario. No tenía mucho tiempo para los libros. Vivía inmerso en una vida tensa y rígida, algo primitiva incluso entonces; una vida de pasiones que a menudo resultaban elementales debido a su simplicidad y franqueza. Sus estudios y su labor periodística —era él quien debía encontrar o desenterrar las noticias que se producían a lo largo de toda la línea, de Penrhyn a Emigrant Gap— le habían enseñado a ser observador pero —y ahí estaba el milagro— sin embotar su sensibilidad. Era capaz de ver las cosas como las ven esas pocas personas que se encuentran cerca de la vida al inicio de una nueva época. Veía dentro de la vida hasta descubrir su corazón; la vida y el corazón de Bunt McBride, que con ocho caballos y muchos juramentos transportaba un cargamento de «sellos» de acero por las escarpadas crestas del cañón Indian; veía dentro de la vida y el corazón de Irma Tejada, que hacía de cajera para los jugadores de cartas de Dutch Flat; veía dentro de la vida y el corazón de Lizzie Toby, la que hacía las galletas en la casa de comidas del ferrocarril, y dentro de la vida y el corazón de «Doc» Twitchel, que se había licenciado en Edimburgo y Leipzig y que, por oscuros motivos, había decidido consagrarse a los sarampiones, torceduras y reumatismos del campo.

Y además, había otros, y otros más, a los que el joven Overbeck aprendió a conocer a fondo: herreros, vendedores ambulantes, jefes de sección, mineros, domadores de caballos, cuidadores de vacas, conductores de diligencia, el tendero, el encargado del hotel, el que cavaba zanjas, el buscador de oro, la costurera del pueblo, la de la estafeta de Correos, la maestra de escuela, la poetisa. En las vidas y los corazones de estas personas se adentraba Overbeck, y las maravillas que veía le sobrecogían de tal forma que ni siquiera pensaba en los libros ajenos ni le importaban. ¡Y sólo tenía veintiún años! Sólo veintiuno, pero ya entendía claramente la máquina humana, grande, complicada y confusa, que se movía y se encallaba a su alrededor. Sólo veintiuno, ¡pero comprendía ya el enigma que únicamente los hombres de cincuenta pueden aspirar a resolver! Este tipo de cosas suceden muy de vez en cuando… En sitios perdidos como aquella región en torno a Colfax, en el condado de Placer, California, donde no ha habido influencias externas, y los libros son escasos y caros y nadie ha oído hablar de gente que lea, nacen, de vez en cuando, hombres así, especialmente en esa zona en la que la lejana línea de la civilización se debate contra lo salvaje. Muy pocos acaban sabiendo cuál es su auténtica profesión antes de que les despojen de su energía; de esos pocos, aún menos tienen la fuerza necesaria para hacerse oír. Y de estos últimos, la mayoría muere antes de conseguir que su mensaje sea comprendido. Los que quedan son los grandes hombres de este mundo.

En los tiempos en que su primer librito realizaba su viaje inicial a las editoriales del Este, Overbeck no era en absoluto un gran hombre. Su inmadurez y la falta de conocimiento acerca de sus recursos entorpecían su trabajo y le nublaban la vista. El suave movimiento de sus mecanismos y su visión de largo alcance llegarían a lo largo de los siguientes quince años de incansable persistencia. Ordenar, organizar y controlar su maquinaria, sólo lo lograría con paciencia y reflexión, por sus propios medios. El ímpetu inicial lo había recibido directamente de los dioses todopoderosos. Ese ímpetu aún era joven y débil, y venía de tan lejos que llegaba desgastado a la tierra, a Colfax, California. Cualquier roce podría alejarlo. Algo de semejante envergadura debía ser cuidado y observado; comparado con la delicadeza con que se despliega, el capullo de una rosa al abrirse genera una potente explosión. Más adelante, esa perspicacia, ese genio no desarrollado puede convertirse en un enorme poder mundial, capaz de partir una nación en dos como el hacha rompe el tronco. Pero a los veintiuno, un susurro y sale volando; un roce y se desvanece; levantas un dedo y se ha ido.

El mismo destino que hizo posible que naciera Overbeck, y que hasta entonces había tutelado su trayecto vital, inspiró sin duda la elección de un editor —que fue la primera que hizo—, ya que el manuscrito de La visión de Bunt McBride fue a parar directamente, como un pájaro a su nido, al único hombre que podía atisbar los vislumbres del genio y reconocer el dorado grano de la verdad entre la paja de banalidades. Se llamaba Conant y aceptó el manuscrito por telegrama.

Hizo más que eso, pues una noche Overbeck, que estaba de pie en las escaleras de la estafeta de Correos abriendo una carta, vio cómo el mundo se transfiguraba. Había llegado su oportunidad. En seis meses había conseguido aquello que otros hombres —jóvenes escritores— luchan por alcanzar en los mejores años de su juventud. Lo habían convocado en Nueva York. Conant le había ofrecido un puesto de poca relevancia en su equipo editorial.

Quince días más tarde, Overbeck llegó a la ciudad, y el frac y la corbata de piqué —que desde la graduación no se había vuelto a poner— sirvieron para fortalecer su ánimo durante la primera entrevista con el hombre que iba a hacerle —o eso creía él— famoso.

¡Ah, los placeres, los estímulos, la inspiración de aquel día! Que juzguen quienes han luchado por alcanzar la Gran Ciudad durante años llenos de esperanzas diferidas, quebrantos del corazón y sacrificios renovados a diario. Los pies de Overbeck recorrían esas calles cuyos nombres se habían hecho legendarios en su imaginación. Edificios y plazas públicos, familiares tan sólo a través de la letra impresa, desfilaban ante él como una comitiva, pero de manera amistosa e incluso con cierta complicidad. Pero la extensa afluencia de vida que rugía junto a sus oídos, como la sístole y la diástole de un corazón omnipotente, le resultó momentáneamente inquietante. Pronto se desvaneció cualquier parecido humano. Se convirtió en una máquina infinitamente grande, infinitamente formidable. Que le desafiaba con magnífica condescendencia.

—Tengo que derribarte —murmuraba mientras caminaba hacia la oficina de Conant—, o bien me derribarás tú a mí.

Lo veía con claridad. No había otra alternativa. El muchacho ataviado con su ridícula indumentaria de un sastre de Colfax, sin otras armas que el ingenio que los dioses le habían otorgado, se veía enfrentado al Leviatán.

Su único amigo era aquel estado natal en el otro extremo del continente. Se encontraba pavorosamente solo.

Pero tenía veintiún años. El ingenio que le habían otorgado los dioses era bueno, igual que el fuego que ardía en su interior y la frescura radiante de su naturaleza, azuzada y estimulada por aquel reto. Ah, y ganaría, ¡ganaría! Y presa de su exaltación, por primera vez tomó conciencia de su poder. Podía ganar, lo tenía todo para conseguirlo; empezaba a verlo claro. Poseía ese poder indescriptible que iba a permitirle agarrar esa vida monstruosa por el pescuezo y ponerla de rodillas ante él para que escuchara con respeto lo que tenía que decirle.

La entrevista con Conant no fue menos apasionante. Tuvo lugar en la recepción de la sede principal, y mientras aguardaba a que éste apareciese, Overbeck, con el corazón en un puño, reconoció en los dibujos originales que decoraban aquellas paredes, imagen tras imagen, todas ellas firmadas por ilustradores famosos, lo que había visto reproducido en la revista de Conant.

Luego apareció el propio Conant, estrechó fuertemente la mano del joven autor, habló con él de su libro con la máxima amabilidad, y también de sus planes para un futuro inmediato, del trabajo que desempeñaría en el equipo editorial y de la próxima novela que deseaba que escribiera.

—Sólo te necesitaremos aquí por las mañanas —dijo el editor—, así que podrás dedicar las tardes a escribir tu novela. ¿Tienes en la cabeza algo tan bueno como Bunt McBride?

—Me rondan algunas ideas —se aventuró a decir el joven. Y Conant le pidió que se las contara.

Vacilante y abochornado, Overbeck se las resumió.

—¡Ya veo, ya veo! —comentó Conant—. Sí, ahí hay una buena historia. Puede que Hastings quiera publicarla en el mensual. Pero haremos un libro con ella, en cualquier caso, si te sale tan bien como la historia de McBride.

Y así fue como nuestro jovenzuelo dio sus primeros pasos en Nueva York. Al día siguiente empezó a escribir su segunda novela.

En la redacción, donde pasaba las mañanas corrigiendo pruebas y escribiendo textos para cubiertas, conoció a una mujer de mediana edad, la señorita Patten, quien lo invitó a que la visitara y, posteriormente, lo introdujo en el grupo que ella frecuentaba. Se hacían llamar los «Nuevos Bohemios» y se reunían una vez a la semana en el apartamento de la señorita Patten, que se hallaba en la parte alta de la ciudad. En un mes, Overbeck se había convertido en uno de los miembros habituales de la «Nueva Bohemia».

El grupo estaba formado por una serie de poetas menores, cuya oportunidad en la vida se reducía al espacio en blanco que quedaba en las revistas al final de un artículo; también había quienes, habiendo dejado atrás su primera juventud, por publicar de vez en cuando un relato en alguna revista de segunda se consideraba que habían «triunfado»; y también había algunas mujeres que traducían novelas del italiano y del húngaro; y dramaturgos en decadencia que podían aducir motivos irreprochables por los que sus obras no se representaban; y novelistas cuyos manuscritos eran rechazados por los editores debido a celos profesionales por parte de los «lectores» o cuyas ideas, robadas por amigos traicioneros, se habían concretado en libros que se vendían por cientos de miles. En público, los Nuevos Bohemios ponían por las nubes la producción de los demás. Si por ejemplo un soneto titulado «Un criptograma en el alma de Stella» aparecía publicado en el último número de una revista, lo leían ansiosos, se lo aprendían de memoria y recitaban los versos en voz alta; la idea del amante que resuelve el enigma a través del amor era recibida con alharacas de satisfacción.

—Ah, es una de las alegorías más exquisitamente delicadas que he visto jamás, y tan sincera… ¡Tan «en su tono»!

Si alguno de aquellos novelistas de tercera leía en público su manuscrito y decía de su heroína: «Era el catolicismo natal de su temperamento el que le daba fuerza y profundidad a su innata feminidad», la frase era ensalzada en el acto.

—¡Qué bien entiende a las mujeres!

—¡Qué finesse! Más sutil que Henry James.

—Paul Bourget nunca ha llegado tan lejos —comentaba uno de los críticos de la Nueva Bohemia—. Nuestras limitaciones no están tan determinadas por nuestras renuncias como por nuestro sentido de la proporción al concebir nuestros valores éticos.

El grupo se inclinaba ante esto. «Maravilloso. ¡Ah, de qué manera tan despiadada captas nuestra mísera naturaleza humana!». La Nueva Bohemia veía color en los efectos del lenguaje. Un poeta leía en voz alta:

¡La lluvia robusta!

Ah, el caudal de las aguas que caen;

¡El torrente!

La mezcla de la niebla con el almizcle del aire;

La corriente

Se desliza de nuevo contra mis ojos cegados.

—¡Ah! —exclamaba uno del público—. ¡Mirad, mirad ese resplandeciente relámpago verde!

Pero eso era en público. En privado, las cosas eran muy distintas. Cuando volvía a casa con alguien del grupo, el joven Overbeck recibía sus confidencias.

—Keppler es un buen compañero, pero, ¡por Dios!, no sabe escribir versos.

—Pues ¡anda que lo de la señorita Patten de esta noche! ¿Habías oído alguna vez algo menos convincente y más obvio? ¡Pobre vieja!

—Lo siento mucho por Martens, un tipo decente, pero nunca debería haber intentado escribir novelas.

A pasos agigantados, el joven Overbeck se hizo con el lenguaje particular de los segundones. Ya podía hablar de «tendencias» y de la «influencia de las reacciones». Tal escritor tenía un «sentido de la forma», tal otro, una «habilidad para crear efectos con las palabras». Lo sabía todo sobre «tonos» y «notas» y «profanidades». Podía distinguir la diferencia entre una alegoría y un símil nada más verlos. Un anticlímax era el pecado más imperdonable que había en este mundo. Una metáfora fallida le crispaba, y un infinitivo partido le hacía tanto daño como un golpe.

Pero la gran palabra era «convincente». Decir que un libro era convincente era otorgarle el veredicto definitivo. No ser «convincente» equivalía a ser apartado de los elegidos. Si los Nuevos Bohemios decidían que el último libro que se había hecho famoso no era convincente, no cabía recurso posible. El libro no debía mencionarse en una conversación educada.

Y el autor de La visión de Bunt McBride, que era como quien dice un recién llegado al mundo, con toda su entusiasta ambición y su rápida receptividad, creía que todo aquello era la realidad. Nunca antes había conocido gente relacionada con la literatura. ¿Cómo iba a ver la diferencia? Él creía sinceramente que la Nueva Bohemia era el auténtico núcleo literario de Nueva York. Escribió a su casa para explicarles que relacionarse con esa gente, pensadores, poetas, filósofos, era fuente de inspiración; que había aprendido más durante una semana en su compañía que en Colfax a lo largo de un año.

Es posible, también, que la adulación que recibía contribuyese a que Overbeck dejara de tocar con los pies en el suelo. Los Nuevos Bohemios le cantaron las alabanzas cuando Bunt McBride alcanzó su modesto pináculo de popularidad. Lo felicitaron, y lo halagaron y hablaron maravillas de él y de su libro, del que, aseguraban, era una obra maestra. Dijeron que había triunfado donde Kipling había fracasado de manera ignominiosa. Dijeron que había más armonía en la prosa de un capítulo de Bunt McBride que en todo lo que Bret Harte llegó a escribir. Le dijeron que era el nuevo Stevenson, pero incluso más refinado.

Y las mujeres del grupo, que no escribían y se consideraban «simples diletantes» pero que «se interesaban por los jóvenes escritores» y les gustaba influir en su vida y su obra, comenzaron a revolotear a su alrededor. Le dijeron que lo comprendían, que entendían su temperamento, que podían discernir sobre cuál era su fuerte; y se hicieron cargo de su educación.

Había en La visión de Bunt McBride cierta naturalidad sana y saludable que no hacía daño a nadie; una característica que, sin duda alguna, Overbeck modificaría en libros posteriores. Para escribir éste, había cogido la vida tal y como la había encontrado; no era culpa suya que los camioneros, los operarios y las chicas mestizas de las colinas fueran gente vulgar. En su espontaneidad, su novela no podía hacer otra cosa que retratar la vida tal como la veía. La había abordado con honestidad, no se había quedado a las puertas del asunto, había entrado en él a puñetazo limpio.

Pero los Nuevos Bohemios no podían bendecirlo.

—¡Menos faroucherie, querido y joven Lochinvar! —le decían—. El Arte debe ser edificante. «Al coger una taza, no debes mirar hacia abajo, sino hacia arriba». —Y completaban la cita con unas líneas de Walter Pater, y le leían fragmentos de Ruskin y de Matthew Arnold.

Ah, lo espiritual era lo más grande. Estamos en este mundo para hacerlo mejor y más luminoso gracias a nuestra presencia. Las pasiones de una camarera en una cantina del ferrocarril… Vaya tema más sórdido. Querido muchacho, ponte a buscar el alma, ¡lucha por alcanzar planos más elevados! Mira hacia arriba. Todo libro debería dejar un buen sabor de boca, debería contribuir a hacernos más felices, debería elevarnos, no hundirnos.

Así fue como, poco a poco, Overbeck comenzó a ver su futuro bajo una luz distinta. Empezó a creerse que realmente había triunfado donde Kipling había fracasado. Se consideraba una versión refinada de Stevenson y pensaba que lo único que le faltaba a su obra era la presencia del alma. Creía que debía esforzarse por alcanzar lo espiritual y «dejar morir al mono y al tigre». La originalidad y la falta de convencionalidad de su librito llegaron a parecerle muestras de tosquedad.

—Sí —les dijo un día a la señorita Patten y a un par de amigos—. He estado releyendo mi libro últimamente. Ahora veo sus limitaciones. Le falta forma, el tono es ligeramente falso. De alguna manera, resulta poco convincente.

Así transcurrió el primer invierno. Por las mañanas, Overbeck se dedicaba a editar textos y a escribir cubiertas en la planta superior del edificio Conant. Por las noches, visitaba a la señorita Patten o a cualquier otro miembro del grupo. Una vez a la semana, en la parte alta de la ciudad, se nutría de las delicatessen literarias con las que le proveía la Nueva Bohemia. En el ínterin, cada tarde, desde la hora del almuerzo hasta que oscurecía, trabajaba en su segunda novela, Renuncias. El ambiente de Renuncias no tenía nada que ver con el de Colfax, California. Era una historia nacida en la ciudad, cuya atmósfera más fresca la aportaban unas flores compradas. Su dramatis personae se componía exclusivamente de ociosos, amantes de la ópera, intrigantes, jinetes de caballos purasangre, gente desde luego más refinada que Lizzie Toby, la cocinera, y mucho más spirituelle que Irma Tejada, cajera del tugurio de Dog Omahone para jugadores de cartas; y, evidentemente, más elegante que Bunt McBride, arriero de la Compañía de Transporte de Cargamentos de Colfax Iowa Hill.

De vez en cuando, a medida que la novela avanzaba, se la leía a sus admiradoras más próximas entre los Nuevos Bohemios. Ellas le daban consejos sobre el desarrollo e influían en la trama y el resultado.

—Creo que has encontrado tu métier, querido muchacho —dijo una de ellas cuando Renuncias ya estaba casi acabada—. ¿Acaso retratar lo concreto no es una hazaña menor, nada más que periodismo sublimado? Sin embargo, captar abstracciones, analizar el alma de una mujer, evocar la esencia espiritual de la humanidad, como tú has hecho en el capítulo nueve de Renuncias…, ésa es la auténtica función del arte. Je vous fais mes compliments. Renuncias es un chef d’œuvre. ¿No te das cuenta de cómo has progresado, cómo se ha ensanchado tu mirada, cuán más ecuménico eres desde los tiempos de Bunt McBride?

Naturalmente Overbeck se daba cuenta de ello. Estaba creciendo, se estaba expandiendo. Estaba accediendo a planos más elevados. Era más… ecuménico. Entre todas las palabras, ésa era la que mejor resumía su estado de ánimo. Ecuménico, ah, sí, ¡era ecuménico!

Cuando terminó Renuncias, le llevó el manuscrito a Conant y pasó los siguientes quince días comido por los nervios y por una alegría contenida, aguardando el veredicto del gran hombre. Estaba ansioso por escucharlo, pues, de vez en cuando, mientras escribía la historia, las dudas lo asaltaban y lo dejaban perplejo. A veces y de forma repentina, tras días de absoluta seguridad, de convicción en el proceso, la historia —todo el ambiente y la trama del asunto— le parecía, por así decirlo, que escapaba a su control. Donde antes, en Bunt McBride, pisaba firme, ahora andaba vacilante. ¿Qué estaba ocurriendo? Se había sentido tan seguro de sí mismo, con todos los estímulos que le proporcionaba su nuevo entorno, que trabajar en su segunda novela debería haberle resultado mucho más fácil. Pero la duda terminaba aclarándose y seguía adelante unas semanas, hasta que, una vez más y siempre de improviso, volvía a asaltarle una atormentadora indecisión ante el trazado que debía tomar algún episodio crucial de su historia. Entre dos modos de tratamiento, ambos igualmente plausibles, no podía decir cuál era el auténtico y cuál el falso. Y se veía obligado, por así decirlo, a lanzarse a la oscuridad… Era eso o abandonar la historia, confiando, de algún modo, su progreso a la suerte.

Quince días después de haberle entregado el manuscrito a Conant, se presentó en el despacho del editor.

—Precisamente iba a telefonearte —le dijo Conant—. Acabé de leer tu historia la semana pasada.

Se hizo una pausa. Overbeck se acomodó confortablemente en la butaca, pero tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos.

—Hastings también la ha leído… Y…, en fin, francamente, Overbeck, nos sentimos decepcionados.

—¿Sí? —inquirió Overbeck con calma—. Hum… Qué…, qué… pena.

No pudo oír, o por lo menos entender, lo que el editor dijo a continuación. Luego, al cabo de un rato que se le antojó inconmensurablemente largo, captó las palabras:

—No te haría ningún bien, muchacho, si la publicáramos… Te perjudicaría. Hay muchas cosas sobre las que podría mentir, pero los libros no forman parte de ellas. Esas Renuncias tuyas son…, digámoslo claro, Overbeck, una estupidez.

Overbeck salió de allí y se sentó en un banco de un parque cercano, con la mirada abstraída en una fuente en la que el agua subía y bajaba y volvía a subir, salpicando con incesante cadencia. Después se fue a casa, a su salón-dormitorio. Se había llevado consigo el manuscrito de la novela, y durante un largo rato estuvo sentado a la mesa, pasando las páginas con indiferencia, confuso, atontado y absolutamente vencido. El final, de todos modos, no llegó de improviso. Al cabo de unas semanas Renuncias se publicó, pero no en Conant sino en una desconocida editorial de Boston. El libro estaba encuadernado en cuero de color verde oliva y atado con cordeles, como el portafolio de un artista. Tras venderse quinientos ejemplares, las ventas cesaron, y los críticos de verdad, los que no formaban parte de la Nueva Bohemia, apenas se enteraron de su publicación.

En otoño, cuando las mediocridades regresaron de sus vacaciones y se reanudaron las «veladas» en casa de la señorita Patten, Overbeck se apresuró a asistir a la primera reunión. Deseaba comentarlo con todos ellos. Abatido por la pena y la terrible decepción, anhelaba oír una palabra reconfortante o un poco de comprensión. Deseaba volver a oír —si bien había empezado a sospechar muchas cosas— que había triunfado allí donde Kipling había fracasado, que era como Stevenson, pero más refinado.

Sin embargo, los Nuevos Bohemios, las mismas mujeres y faquires y poetas de medio pelo que habían «influido» en él y le habían echado a perder, ahora apenas le prestaron atención. El invitado de la noche era un nuevo leoncito que se había incorporado al grupo. Un versificador simbolista que escribía con el seudónimo De la Houssaye y lucía un cabello negro y aceitoso y unas largas y blancas manos. Los Bohemios se congregaban a su alrededor, como antes lo habían hecho con Overbeck. Sólo en una ocasión uno de ellos le hizo caso. Fue la mujer que lo había rebautizado como «el joven Lochinvar». Y sí, había leído Renuncias, una obrita capital, algo deshilvanada en según qué partes, carente de finesse. Overbeck debía luchar por encontrar su auténtico medio de expresión, su nota genuina. ¡Ah, cuán largo era el arte! El estudio de los simbolistas le ayudaría. Y ella le rogaba que leyera Los monolitos, de Monsieur de la Houssaye. ¡Qué sutileza, qué deliciosos compases de palabras! No podía dejar de inspirarle.

Ninguneado y olvidado, el joven regresó, desmoralizado, a su pequeño apartamento, donde se sentó y comenzó a darle vueltas al asunto. Allí, bajo la oscuridad de la noche, se le abrieron los ojos y se percató, por fin, de lo que le había hecho aquella gente; detectó el Gran Error y se dio cuenta de que había malgastado su existencia.

Las manzanas doradas, que siempre habían estado al alcance de su mano, las había rechazado. Engañado, atrapado, explotado, había prostituido algo maravilloso que le había pertenecido por derecho divino, y todo a cambio de comer bellotas con unos cerdos. Y ahora había llegado el momento de la tremenda hambruna, y su corazón roto y hambriento clamaba pidiendo ayuda, pero sólo encontraba una maraña de frases vacías.

Intentó volver atrás. De hecho, regresó a las montañas y los cañones de las grandes sierras. «Se levantó y volvió junto a su padre», y con las fuerzas debilitadas que le había dejado la Nueva Bohemia, luchó por salvar algo del fuego que se extinguía.

Pero las cenizas ya estaban frías. El fuego que los dioses le habían permitido capturar, porque era humilde, puro, limpio y valiente, se había extinguido, pisoteado por diletantes y poetastros, y ahora los dioses conservaban a buen recaudo las teas que aún quedaban en los altares.

Esos fuegos sagrados no pueden ser violados de nuevo. Sólo una vez en la vida, los muy jóvenes y puros de corazón pueden captar su resplandor y hacerse con un tizón del altar. Sin embargo, una vez poseído, el fuego debe ser custodiado con mayor cuidado que el de los propios dioses, pues su luz sólo vivirá para el que lo captó primero. Sólo para quien lo protege, incluso con su vida, del contacto del mundo se convierte en una luz ardiente y resplandeciente. Deja que lo toquen dedos extraños, aunque únicamente sea una vez, y sólo quedará un montoncito de amargas cenizas.


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