Ante el estrecho pasaje,
con su entrada de roca ennegrecida, dudé un momento y miré hacia atrás.
El verde brillaba bajo el
sol. En los valles resplandecían las
flores silvestres, iQué agradable era estar en ese lugar! El espíritu como una
abeja ahita de perfume vibraba complacido. Y yo a lo mejor estaba loco porque
me disponía a escalar la montaña.
El guía me hizo salir del ensueño de ese mundo florido y
volví a ver la garganta oscura de la montaña. El arroyo que corría abajo
también era oscuro. La hierba era rala y sobre todo eso se erguía la serenidad
de la montaña sin color, como esqueleto de viejos cadáveres.
—Descansemos un momento —indicó el guía.
Mientras del desfiladero
venía una corriente de aire frío, de aliento de la
piedra.
¡Todo era rechazante en ese pasadizo! A nadie le gustaría hundirse en
esa oscuridad y en esa frialdad y subir en la penumbra por el borde del precipicio.
—Me parece horrible ese camino —dije dudoso.
Tenía en mí la lejana y esfumada esperanza de que tal vez
pudiera retroceder, de convencer al guía y hacer desaparecer todos los problemas. ¿Acaso no veníamos de un
lugar muchísimo más bello? Donde la vida era amable y acogedora. ¿Y no era yo
sólo un hombre con derecho a su mínima felicidad, a un instante de sol y luz y
flores?
No quería ser ejemplo ni mártir. No iría. Sería feliz en
el sol del valle.
Empecé a sentir frío. No había que quedarse demasiado
en ese lugar.
—Estás congelándote —el guía se dio cuenta— hay que irse.
Se levantó mirándome sonriente mientras se estiraba. Pero
no era una sonrisa de burla o de lástima, sino de profunda comprensión. En ella
podía leerse: "Te conozco a ti y a tu miedo. No me he olvidado ninguno de
tus desplantes. Los sobresaltos de temor de tu espíritu y ya sabía de memoria
tu complacencia con el sol del valle aun antes de que llegáramos a él."
Me miró sonriente hasta que empezó a caminar hacia el
oscuro desfiladero; y en ese momento se mezclaron el odio y el amor que sentía
hacia él como también se siente odio y amor hacia el verdugo que espera. Pero
más que nada odiaba su sabiduría, su fría superioridad, su falta absoluta de
debilidades; y odiaba aquello que dentro de mí le daba la razón, lo admiraba y
me proponía imitarlo.
Mientras pensaba esto ya
había caminado bastante sobre la oscuridad que
costeaba el arroyo y ya iba a desaparecer en el primer recodo.
—¡Un momento! —le grité con angustia mientras pensaba "ojalá todo
esto fuera sólo un sueño y sólo me quedara despertarme espantado"—. ¡Espera! Todavía no tengo fuerzas...
El guía se detuvo y me miró sin decir nada y sin
recriminaciones. Pero toda esa sabiduría, ese "ya lo sabía" me
resultaban insoportables.
—¿Y si volvemos? —me preguntó. Y entonces supe que contra mi voluntad
me negaría a volver. Tenía que decir no. Y todo lo
conocido, lo seguro, decía en mi interior: Responde "¡sí, sí!" Y mi
patria y el mundo familiar me arrastraban. Y yo deseaba volver aunque sabía muy
bien que no podría.
En ese momento el guía señaló el valle. Volví a mirar el verde que
tanto amaba y me encontré con el paisaje más horrible; había huido el color de
las praderas y el sol parecía haberse apagado; los matices no armonizaban, las
sombras no eran dulces, todos habían perdido el alma, la belleza, el aroma...
Todo se parecía a esos espectáculos reales que nos habían llevado al asco.
¡Cómo odiaba y me aterraba el poder que tenía el guía para destruir mis imágenes
queridas, para matarles el alma, para secar su espíritu y quitar la luz de los
colores! Lo dulce de ayer era lo agrio de hoy. Y nunca recobraría su sabor.
Jamás.
Abatido seguía al guía. De ahora en adelante y para siempre
tendría razón. Con tal que no desapareciese, como acostumbraba a hacerlo,
cuando tenía que definir algo serio... Con tal que no me dejara solo con las
palabras que resonaban en mi interior. No decía nada pero mi corazón estallaba:
"¡Espérame, ya voy!"
Los guijarros del torrente
eran terriblemente resbaladizos. Mareaban y caminar midiendo cada paso era
extenuante, sobre todo porque a veces al ir a pisar la esperada piedra había desaparecido. La cuesta se hacía escarpada y
las rocas se inclinaban aún más sobre el camino, crecían y acechaban con sus
terribles cortes como para detenernos para siempre. Sobre las musgosas piedras
se deslizaba un hilo de agua. El horizonte y el cielo habían desaparecido.
Seguí al guía como un autómata tratando de no mirar
para aumentar mi terror y mi rechazo. Apareció de improviso una flor de oscuro
terciopelo y alma nostálgica. Su belleza me resultaba íntima. Pero el guía no
se detenía y me explicaba: "Si paras un momento, si miras una fracción de
segundo ese hondo terciopelo, la desesperanza y la tristeza te pesarán tanto
que nunca saldrás de la región de desconcierto, peregrino eterno del
absurdo."
Empapado y hundido en la
suciedad me arrastraba y cuando las viscosas rocas parecieron atraparnos de
tan cerca que estaban, el guía empezó a
cantar una vieja melodía de consuelo. Su límpida voz de adolescente hacía
resonar las palabras: "¡Quiero, quiero, quiero!" Yo sabía que trataba
de alentarme y alejar de mí el cansancio e incitarme a cantar con él. Pero yo
no quería demostrarle que había vencido. Y por otra parte no hallaba placer en
el canto. ¿Acaso no era yo un simple, un infeliz, que contra sus más profundos
deseos hacía lo que no quería hacer? ¿Acaso las flores, hasta el último no me
olvides, no nacían cuando querían a los costados del arroyo?
"¡Quiero, quiero, quiero!", seguía
imperturbable mi guía. ¡Cómo quisiera regresar! Pero hacía tanto que subía,
ayudado por ese odiado guía, por empinadas paredes
resbaladizas que ya ni sabía dónde
estaba el sendero para volver. Estaba inundado por las lágrimas, aunque no se
vieran. Y con soberbia me uní con voz altisonante a la cantilena del guía pero
cambiando las palabras porque yo decía: "¡Necesito, necesito,
necesito!" Pero no era fácil cantar trepando. Me quedé sin aliento con un
jadeo entrecortado. El seguía incansable: "¡Quiero, quiero, quiero!",
hasta que me dominó y repetí sus mismas palabras. Ya era más fácil subir y
casi lo sentía como una necesidad y no me ahogaba al cantar.
Y empecé a sentir mayor lucidez y a medida que aumentaba
mi lucidez la montaña se volvía más acogedora, menos escarpada, a veces
protegía el paso que dudaba, y sobre nuestras cabezas empezó a aparecer un
poco de azul, como un pequeño hilo de agua trasparente hasta transformarse en
lago que se agrandaba. Traté de querer con mayor empuje y el cielo se abrió y
el camino se hizo llano. Y por momentos hasta podía correr al lado del guía. Y
de pronto tuve frente a mí la cima, fulgurante bajo los tórridos rayos
solares.
Dejamos de arrastrarnos
un poco antes de llegar y salimos de la garganta. El sol me encegueció y cuando logré mirar me estremecí al verme solo y
sin sostén en la montaña cortada a pico, envuelto en la infinitud del
horizonte, en las terribles inmensidades celestes; frente a mí sólo se
distinguía la puntiaguda cumbre. Pero otra vez nos envolvía la luz y el firmamento.
Y tensos los labios y la frente ascendimos por ese último tramo. Y en lo alto
nos apretujamos sobre una piedra golpeados por un viento cortante y extrañamente
suave.
¡Era tan especial esa montaña, y su cumbre! En esa cima a la que
habíamos llegado a través de las más inhóspitas paredes de piedra agresiva,
allí, había crecido un árbol. No muy alto y macizo, con ramas fuertes.
Aislado seguía creciendo, duro y resistente sobre una áspera roca, con el
helado cielo entre su follaje. Y en la punta de su rama más alta había un ave
que cantaba una áspera canción.
Serenidad de un respiro
en la cumbre del mundo. Entre el sol y las piedras llameantes el árbol escudriñaba el horizonte y el pájaro repetía
su hosco cántico. Y este cántico decía: "¡Eternidad, eternidad!" El
ave sombría cantaba con sus ojos de diamante sombrío. Nadie podía resistir esa
melopea, ese desamparo, la soledad de esa cumbre y la inmensidad de cielo que
confundía y mareaba. La muerte parecía un placer inalcanzable, seguir con ese
árbol y ese pájaro era un tormento desconocido. Algo tenía que pasar
inmediatamente o nos convertiríamos en piedra eterna, en piedra de espanto,
nosotros y el mundo. El aliento invasor de lo que iba a suceder, como esos
vientos que preceden a las tormentas, ya me envolvía. Mi cuerpo y mi espíritu
empezaban a arder con su fiebre. Avanzaba, perseguía... llegó.
.. .De pronto el pájaro sacudió sus alas y se largó al horizonte.
Mi guía cayó en el vacío, en el aire, se volatizó.
De pronto el destino
triunfaba, de pronto me envolvía el alma o
desaparecía silenciosamente.
Y yo también, ya en la caída, rodé, me hundí en el vacío, me
hice aire. Aprisionado por el viento helado giraba con alegría, sacudido por el
dolor del placer me hundía en los caminos de la eternidad sin fin, volvía al
vientre materno.
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