lunes, 21 de noviembre de 2022

EL ESTRECHO SENDERO - Relato de Hermann Hesse

 


 


Ante el estrecho pasaje, con su entrada de roca ennegrecida, dudé un momento y miré hacia atrás.

El verde brillaba bajo el sol. En los valles resplan­decían las flores silvestres, iQué agradable era estar en ese lugar! El espíritu como una abeja ahita de perfume vibraba complacido. Y yo a lo mejor estaba loco porque me disponía a escalar la montaña.

El guía me hizo salir del ensueño de ese mundo florido y volví a ver la garganta oscura de la monta­ña. El arroyo que corría abajo también era oscuro. La hierba era rala y sobre todo eso se erguía la sere­nidad de la montaña sin color, como esqueleto de viejos cadáveres.

—Descansemos un momento —indicó el guía.

Mientras del desfiladero venía una corriente de aire frío, de aliento de la piedra.

¡Todo era rechazante en ese pasadizo! A nadie le gustaría hundirse en esa oscuridad y en esa frial­dad y subir en la penumbra por el borde del preci­picio.

—Me parece horrible ese camino —dije dudoso.

Tenía en mí la lejana y esfumada esperanza de que tal vez pudiera retroceder, de convencer al guía y hacer desaparecer todos los problemas. ¿Acaso no veníamos de un lugar muchísimo más bello? Donde la vida era amable y acogedora. ¿Y no era yo sólo un hombre con derecho a su mínima felicidad, a un instante de sol y luz y flores?

No quería ser ejemplo ni mártir. No iría. Sería feliz en el sol del valle.

Empecé a sentir frío. No había que quedarse de­masiado en ese lugar.

—Estás congelándote —el guía se dio cuenta— hay que irse.

Se levantó mirándome sonriente mientras se es­tiraba. Pero no era una sonrisa de burla o de lástima, sino de profunda comprensión. En ella podía leerse: "Te conozco a ti y a tu miedo. No me he olvidado ninguno de tus desplantes. Los sobresaltos de temor de tu espíritu y ya sabía de memoria tu complacen­cia con el sol del valle aun antes de que llegáramos a él."

Me miró sonriente hasta que empezó a caminar hacia el oscuro desfiladero; y en ese momento se mezclaron el odio y el amor que sentía hacia él como también se siente odio y amor hacia el verdugo que espera. Pero más que nada odiaba su sabiduría, su fría superioridad, su falta absoluta de debilidades; y odiaba aquello que dentro de mí le daba la razón, lo admiraba y me proponía imitarlo.

Mientras pensaba esto ya había caminado bastan­te sobre la oscuridad que costeaba el arroyo y ya iba a desaparecer en el primer recodo.

—¡Un momento! —le grité con angustia mientras pensaba "ojalá todo esto fuera sólo un sueño y sólo me quedara despertarme espantado"—. ¡Espera! To­davía no tengo fuerzas...

El guía se detuvo y me miró sin decir nada y sin recriminaciones. Pero toda esa sabiduría, ese "ya lo sabía" me resultaban insoportables.

—¿Y si volvemos? —me preguntó. Y entonces supe que contra mi voluntad me        n­egaría a volver. Tenía que decir no. Y todo lo conoci­do, lo seguro, decía en mi interior: Responde "¡sí, sí!" Y mi patria y el mundo familiar me arrastraban. Y yo deseaba volver aunque sabía muy bien que no podría.

En ese momento el guía señaló el valle. Volví a mirar el verde que tanto amaba y me encontré con el paisaje más horrible; había huido el color de las praderas y el sol parecía haberse apagado; los ma­tices no armonizaban, las sombras no eran dulces, todos habían perdido el alma, la belleza, el aroma... Todo se parecía a esos espectáculos reales que nos habían llevado al asco. ¡Cómo odiaba y me aterraba el poder que tenía el guía para destruir mis imáge­nes queridas, para matarles el alma, para secar su espíritu y quitar la luz de los colores! Lo dulce de ayer era lo agrio de hoy. Y nunca recobraría su sa­bor. Jamás.

Abatido seguía al guía. De ahora en adelante y para siempre tendría razón. Con tal que no desapa­reciese, como acostumbraba a hacerlo, cuando tenía que definir algo serio... Con tal que no me dejara solo con las palabras que resonaban en mi interior. No decía nada pero mi corazón estallaba: "¡Espé­rame, ya voy!"

Los guijarros del torrente eran terriblemente resbaladizos. Mareaban y caminar midiendo cada paso era extenuante, sobre todo porque a veces al ir a pisar la esperada piedra había desaparecido. La cues­ta se hacía escarpada y las rocas se inclinaban aún más sobre el camino, crecían y acechaban con sus terribles cortes como para detenernos para siempre. Sobre las musgosas piedras se deslizaba un hilo de agua. El horizonte y el cielo habían desaparecido.

Seguí al guía como un autómata tratando de no mirar para aumentar mi terror y mi rechazo. Apa­reció de improviso una flor de oscuro terciopelo y alma nostálgica. Su belleza me resultaba íntima. Pe­ro el guía no se detenía y me explicaba: "Si paras un momento, si miras una fracción de segundo ese hondo terciopelo, la desesperanza y la tristeza te pesarán tanto que nunca saldrás de la región de des­concierto, peregrino eterno del absurdo."

Empapado y hundido en la suciedad me arrastra­ba y cuando las viscosas rocas parecieron atrapar­nos de tan cerca que estaban, el guía empezó a can­tar una vieja melodía de consuelo. Su límpida voz de adolescente hacía resonar las palabras: "¡Quiero, quiero, quiero!" Yo sabía que trataba de alentarme y alejar de mí el cansancio e incitarme a cantar con él. Pero yo no quería demostrarle que había vencido. Y por otra parte no hallaba placer en el canto. ¿Aca­so no era yo un simple, un infeliz, que contra sus más profundos deseos hacía lo que no quería hacer? ¿Acaso las flores, hasta el último no me olvides, no nacían cuando querían a los costados del arroyo?

"¡Quiero, quiero, quiero!", seguía imperturbable mi guía. ¡Cómo quisiera regresar! Pero hacía tanto que subía, ayudado por ese odiado guía, por empinadas paredes resbaladizas que ya ni sabía dónde estaba el sendero para volver. Estaba inundado por las lágrimas, aunque no se vieran. Y con soberbia me uní con voz altisonante a la cantilena del guía pero cambiando las palabras porque yo decía: "¡Ne­cesito, necesito, necesito!" Pero no era fácil cantar trepando. Me quedé sin aliento con un jadeo entre­cortado. El seguía incansable: "¡Quiero, quiero, quie­ro!", hasta que me dominó y repetí sus mismas pala­bras. Ya era más fácil subir y casi lo sentía como una necesidad y no me ahogaba al cantar.

Y empecé a sentir mayor lucidez y a medida que aumentaba mi lucidez la montaña se volvía más aco­gedora, menos escarpada, a veces protegía el paso que dudaba, y sobre nuestras cabezas empezó a apa­recer un poco de azul, como un pequeño hilo de agua trasparente hasta transformarse en lago que se agran­daba. Traté de querer con mayor empuje y el cielo se abrió y el camino se hizo llano. Y por momentos hasta podía correr al lado del guía. Y de pronto tuve frente a mí la cima, fulgurante bajo los tórridos ra­yos solares.

Dejamos de arrastrarnos un poco antes de llegar y salimos de la garganta. El sol me encegueció y cuando logré mirar me estremecí al verme solo y sin sostén en la montaña cortada a pico, envuelto en la infinitud del horizonte, en las terribles inmensidades celestes; frente a mí sólo se distinguía la puntiaguda cumbre. Pero otra vez nos envolvía la luz y el firma­mento. Y tensos los labios y la frente ascendimos por ese último tramo. Y en lo alto nos apretujamos sobre una piedra golpeados por un viento cortante y ex­trañamente suave.

¡Era tan especial esa montaña, y su cumbre! En esa cima a la que habíamos llegado a través de las más inhóspitas paredes de piedra agresiva, allí, ha­bía crecido un árbol. No muy alto y macizo, con ra­mas fuertes. Aislado seguía creciendo, duro y resis­tente sobre una áspera roca, con el helado cielo entre su follaje. Y en la punta de su rama más alta había un ave que cantaba una áspera canción.

Serenidad de un respiro en la cumbre del mundo. Entre el sol y las piedras llameantes el árbol escudri­ñaba el horizonte y el pájaro repetía su hosco cán­tico. Y este cántico decía: "¡Eternidad, eternidad!" El ave sombría cantaba con sus ojos de diamante sombrío. Nadie podía resistir esa melopea, ese des­amparo, la soledad de esa cumbre y la inmensidad de cielo que confundía y mareaba. La muerte parecía un placer inalcanzable, seguir con ese árbol y ese pájaro era un tormento desconocido. Algo tenía que pasar inmediatamente o nos convertiríamos en piedra eterna, en piedra de espanto, nosotros y el mundo. El aliento invasor de lo que iba a suceder, como esos vientos que preceden a las tormentas, ya me envol­vía. Mi cuerpo y mi espíritu empezaban a arder con su fiebre. Avanzaba, perseguía... llegó.

.. .De pronto el pájaro sacudió sus alas y se largó al horizonte.

Mi guía cayó en el vacío, en el aire, se volatizó.

De pronto el destino triunfaba, de pronto me en­volvía el alma o desaparecía silenciosamente.

Y yo también, ya en la caída, rodé, me hundí en el vacío, me hice aire. Aprisionado por el viento helado giraba con alegría, sacudido por el dolor del placer me hundía en los caminos de la eternidad sin fin, volvía al vientre materno.

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